Sesenta kilómetros, sesenta minutos, sesenta años

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Por LUIS MOREIRO
lmoreiro@eldia.com

El martes, a las 13, había que estar en la esquina de Corrientes y San Martín de la ciudad de Buenos Aires. El aviso de un encuentro pautado a último momento, llegó sobre la hora. Auto, micro, o tren, eran las opciones para ese traslado casi de apuro. Habida cuenta del precio de la nafta, del valor de los peajes, del gasto en estacionamiento y de la lotería de los piquetes, marchas, cortes de calles y otras yerbas, el cronista decidió que, finalmente, había llegado la hora de debutar con el servicio del tren eléctrico entre La Plata y Buenos Aires.

El tren, minutos después de las once, salió puntual. Primera sorpresa. La formación estaba aceptablemente limpia, con aire acondicionado funcionando y aunque el tramo hasta Berazategui hubo que hacerlo de pie, se viajó cómodamente.

La remodelada estación Constitución fue la segunda sorpresa, también grata. Paredes y pisos limpios, el hall central despojado de los puestos de antaño, escaleras mecánicas funcionando. Bien iluminada y -esa si fue una grandísima sorpresa- nuevos baños públicos, con sanitarios impolutos, perfumados y cuidados.

Detalles nada despreciables si se tiene en cuenta los cientos de miles de personas que a diario trajinan por allí.

El viaje de regreso, también fue en tren. Desandar los sesenta kilómetros entre un punto y otro, demandó algo más de sesenta minutos, pero para retroceder sesenta años en el tiempo.

El problema no fue el medio de transporte -dicho sea de paso se observan obras en ejecución en toda la traza de la línea- sino la escenografía con la que La Plata, la ¿orgullosa? capital de la Provincia de Buenos Aires recibe a sus visitantes.

La primera impresión es la de una vieja estación detenida en el tiempo, arrumbada y sin techo. Pese a ello, es impactante ver esa pelada estructura de hierro que remite a tiempos idos.

La falta de protección para los viajeros que quedan a merced de las inclemencias del tiempo no merecería comentario alguno si, al menos, se avanzara mínimamente en un proceso de licitación para la colocación de ese bendito techo. Pero ni siquiera eso hay.

“La llegada del tren eléctrico alentó una posible recuperación para la zona de 1 y 44. Pasó un año, pero nada mejoró. Una picardía”

 

En contraposición -y pese a lo odioso de las comparaciones- Constitución ofrece un moderno sistema de enlace subterráneo hacia el subte y hacia las dársenas de las paradas de colectivos. Frente a los relucientes baños de la terminal porteña, la estación de La Plata tiene los suyos clausurados, aunque en obra.

Ganar la calle por la salida hacia diagonal 80, tampoco gratifica. El viajero ni siquiera tiene una senda peatonal debidamente pintada que le indique por donde tiene que cruzar en esa endemoniada esquina. Tampoco ayuda el estado de la calzada, pletórica de baches y desniveles.

No es mejor el panorama por la salida de 1, entre 43 y 44. Allí están los taxistas que tomaron como propia -con barricada de escombros y bolsas de basura incluidas- la rampa de ascenso y descenso de pasajeros. ¿El estado de la veredas? Ni hablar.

La pequeña rambla que divide en dos 44 en la esquina con 1, está destrozada. Las históricas farolas, a su vez, conocieron siglos mejores en lo que respecta a su mantenimiento.

La vereda de la ochava de diagonal 80 y 1 es un cráter de generosísimas dimensiones. Todo esto, sin contar los saltos que hay que dar para evitar, por ejemplo, los puestos de venta ambulante y de manteros. Se insiste. Esa es la “vidriera” con la que La Plata recibe a las miles de personas que todos los días bajan del tren.

Hoy, casualmente, se cumple un año de la inauguración del tren eléctrico. Su esperada llegada alentaba esperanzas de recuperación económica para la zona. Al menos, esa era la declarada intención del municipio. La Plata tiene su tren eléctrico y que funciona. Lástima que en esos 60 kilómetros hasta Constitución esta ciudad, nuestra ciudad, siga atrasando 60 años. Y lo que es más grave aun, tampoco se perciben ideas o proyectos para el despegue hacia una urbe moderna y que merezca ser vivida. Qué picardía.

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