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Séptimo Día |LA IGLESIA DE HOY

Corporeidad

DR. JOSE LUIS KAUFMANN Monseñor

28 de Octubre de 2018 | 07:52
Edición impresa

Queridos hermanos y hermanas.

El cuerpo de todo ser humano no está destinado a la corrupción, aunque tenga que pasar por ese proceso natural.

El Concilio Vaticano II enseña que el ser humano “no debe despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, debe tener por bueno y honrar a su propio cuerpo, como criatura de Dios que ha de resucitar en el último día” (GS 14).

Sin embargo, lamentablemente, no existe una justa valoración del respeto con que debe tratarse este valioso don de Dios. No por alimentarlo, higienizarlo, broncearlo, maquillarlo, etcétera, se lo está valorando según el designio del Creador, ya que puede ser sólo por egoísmo, placer o vanagloria. La dignidad del cuerpo no sólo exige el cuidado de la salud física en todos sus aspectos, sino que nadie debería olvidar jamás que está destinado a resucitar en el último día, y que lo más excelente es que resucite para una vida sin fin en la misma gloria de Dios, y lo peor es que resucite para la condenación a la infelicidad eterna.

El ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, coronado de gloria y esplendor por el mismo Creador, que le dio el dominio sobre toda la obra de sus manos y todo lo puso bajo sus pies (cf. Salmo 8, 6-7), por su misma condición corporal es una síntesis del universo material. Por lo cual no tiene derecho a maltratarlo o descuidarlo.

“Porque todos debemos comparecer ante el Tribunal de Cristo, para que cada uno reciba, de acuerdo con sus obras buenas o malas, lo que mereció durante su vida mortal” (2 Cor 5, 10)

 

Por sobre su salud física está la aceptación amorosa de la Voluntad de Dios sobre la vida de cada individuo. Y no cabe reproche por altura, color de piel, defecto o carencia de miembros, porque siempre será mejor existir de cualquier modo que no existir, como enseña santo Tomás de Aquino. Además la subjetividad de lo que es mejor tiene la carga del relativismo.

El ser humano que valora y cuida su corporeidad no se preocupará demasiado por el bienestar físico, aunque se ocupará lo preciso, sabiendo aprovechar con astucia las incomodidades que pueda padecer a lo largo de su existencia, poniendo con serena sencillez los medios ordinarios para evitarlas o mejorarlas, sin perder jamás la gratitud y la alegría, ante todo por el sólo hecho de existir. Quien tiene vida puede dar gloria a Dios.

Nadie debería perder de vista la meta de su existencia. Fuimos creados por Dios y para Dios. Nuestro destino último es Dios, pero como somos libres y podemos equivocarnos o encapricharnos con nuestras aspiraciones mezquinas, tenemos el riesgo cierto de perdernos en la sinuosidad de los senderos secundarios si salimos del Camino que nos orienta hacia la Vida Eterna. Para ello es nuestra condición corpórea que, guiada por la inteligencia y la voluntad, avanza hacia ese destino de felicidad plena y sin parangón alguno.

Si bien es grande la diferencia entre el cuerpo actual, de viandantes, y el cuerpo resucitado, de poseedores de la Vida Eterna, hay entre ellos un vínculo inviolable. La Iglesia enseña que el cuerpo resucitado es específica y numéricamente idéntico al cuerpo terreno. “Porque todos debemos comparecer ante el Tribunal de Cristo, para que cada uno reciba, de acuerdo con sus obras buenas o malas, lo que mereció durante su vida mortal” (2 Cor 5, 10).

Por nuestro cuerpo - ¡somos miembros de Cristo! - estamos en contacto con la realidad terrena, para que la dominemos, la trabajemos y la santifiquemos según la Voluntad de Dios y para su Gloria.

 

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