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Por MARTÍN TETAZ (*)
Twitter: @martintetaz
Según el análisis de la encuesta permanente de hogares (EPH) efectuado por el Econometrista de la Universidad Di Tella, Martín Rozada, las mujeres ganan en Argentina 26 por ciento menos que los hombres. Los datos pueden diferir en algunos puntos de los que han circulado esta semana por los medios, en razón de la base del cómputo, porque una cosa es comparar un año completo y otra, hacer el ejercicio en los trimestres en los que se cobra o no el aguinaldo, que obviamente es otra de las fuentes de la diferencia, porque la tasa de informalidad es mayor para ellas.
El segundo dato interesante del cálculo del Profesor Rozada, es que prácticamente todas las diferencias desaparecen cuando se controla por la cantidad de horas trabajadas. Esto quiere decir que en Argentina no hay tanta discriminación laboral directa, sino que misma tarea, en promedio, genera igual remuneración. Este es un resultado polémico; mis propios cálculos me daban para otros momentos una brecha que persistía aun teniendo en cuenta las diferencias en la jornada laboral.
“Es evidente que existen barreras de acceso a cargos jerárquicos basadas en el género”
Es evidente que existen barreras de acceso a cargos jerárquicos y de dirección basadas en el género. Por ejemplo, en las universidades, aunque de cada 100 personas que se gradúan, 63 son mujeres, la mayoría de los decanos y rectores son hombres. Sin embargo, es probable que en el promedio de los grandes números esos casos se diluyan y por eso no aparezca una diferencia a favor de los hombres en el salario pagado por hora de trabajo.
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El punto que quiero hacer acá es que si realmente buscamos la igualdad de oportunidades debemos hacerlo con políticas públicas que ataquen todos los problemas, pero que tengan como prioritarios aquellos que mueven más la aguja de la realidad.
Siempre según la EPH del Indec, la tasa de participación de las mujeres en la economía es de 47,9 por ciento mientras que la de los hombres es de 69,8 por ciento. Además, el desempleo también discrimina, porque la tasa es de 9,5 por ciento para las mujeres y de 7,3 por ciento para los varones. Esto quiere decir que trabajan menos tanto porque se vuelcan en menor medida al mundo del empleo, como porque sufren mayores dificultades para conseguir un puesto, una vez que salen a buscarlo, aunque el primer problema es más grande que el segundo.
La brecha de participación que es de 22 puntos porcentuales en Argentina, es de solo el 5 por ciento en Suecia y entre ese número y el 10 por ciento de diferencias encontramos a Finlandia, Dinamarca, Austria, Portugal y Francia, por nombrar algunos de los casos de países desarrollados en los que evidentemente la participación es más igualitaria. Pero el problema es más grave aún, porque incluso cuando las mujeres en todo el mundo se vuelcan en mayor medida al mundo del trabajo, persiste una propensión a mantenerse en empleos de medio tiempo.
Lo importante aquí, por supuesto, no es que necesariamente las mujeres tengan que trabajar tanto como los hombres. Es legítimo que dentro de un hogar exista una división de las tareas por la que la persona que puede conseguir un mejor empleo le dedique más tiempo al mercado laboral, mientras que las tareas del hogar recaigan en mayor medida en otro integrante de la pareja, solo que no está claro que eso quiera decir que la mujer se tiene que quedar en la casa y el hombre salir a trabajar. De hecho, si miramos la evolución del capital humano en el tiempo, en el año 1974, cuando el Indec hizo por primera vez la Encuesta Permanente de Hogares, 7,3 por ciento de los hombres en el Gran Buenos Aires tenían estudios superiores, mientras que 4,9 por ciento de las mujeres contaban con ese privilegio. Hoy, la cifra de hombres con educación terciaria o universitaria asciende a 17,4 por ciento, pero el porcentaje de mujeres en la misma condición se eleva hasta 22,7 por ciento. Si esta tendencia persiste, como parecen indicar los números de graduación universitaria por género; desde el punto de vista económico deberíamos asistir a una reversión en las tasas de participación, en favor de las mujeres.
“Según el Indec la tasa de participación de las mujeres en la economía es de 47, 9 por ciento”
Si ello no está ocurriendo en mayor medida es porque las instituciones formales e informales que regulan las relaciones del trabajo, atrasan cuarenta años. En el campo de la Ley, deben ser removidos los incentivos artificiales a contratar hombres, como por ejemplo la licencia por maternidad que le asigna más tiempo para el cuidado de los niños a la madre, que al padre, puesto que si el empresario estima que ellas se ausentarán del empleo con mayor probabilidad, será renuente a contratarlas. Lo mismo ocurre con el cuidado de los niños pequeños; si el sistema de educación pública formal no los contiene desde más temprano, alguno de los integrantes del hogar debe cuidarlos, salvo que tengan la posibilidad económica de pagar una guardería privada.
Y aquí empieza a verse el problema de las instituciones informales, porque en la mayoría de los casos la sociedad asume que la que tiene que postergar su carrera o emplearse part time, es la madre, cuando desde el punto de vista económico es cada vez menos cierto que eso sea conveniente.
No tengo nada en contra de que una pareja quiera formar una familia con perspectiva tradicional, arraigada en los valores del siglo pasado, según los cuales hay roles de género predeterminados. Lo que no podemos permitir es que el Estado cristalice ese tipo de estructura social, generando incentivos que le hacen más empinada la cuesta a aquellas parejas que comulgan con ideales más liberales, en las que los derechos a desarrollarse no están condicionados de antemano por haber nacido hombre o mujer.
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