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La descarnada disputa por el botín de Siria

13 de Abril de 2018 | 02:36
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Por JORGE ELÍAS
Twitter: @JorgeEliasInter

Donald Trump clamó a comienzos de abril: “Quiero salir. Quiero traer a nuestras topas de vuelta”. De vuelta de Siria, siete años después del comienzo de una guerra que se cobró más de medio millón de muertos y 11 millones de refugiados y desplazados. El régimen de Bashar al Assad cruzó de nuevo la delgada línea roja, trazada por Barack Obama en 2012, por la cual el uso de armas químicas iba a ser condenado. Las sanciones, aplicadas tras la muerte de 1.429 civiles con gas sarín en 2013, no surtieron efecto. El brutal ataque con armas químicas contra Duma, reducto rebelde de la periferia de Damasco, segó ahora la vida de 60 civiles.

Ante la masacre, Trump cambió de opinión. Prometió represalias, al igual que su par francés Emmanuel Macron, y le advirtió a Vladimir Putin que “no debería ser socio de un animal que mata con gas a su gente y lo disfruta”. En Siria, Estados Unidos realiza campañas aéreas desde 2014. Tiene unos 2.000 soldados que asesoran a las fuerzas que repelen al Daesh, ISIS o Estado Islámico. Tras la derrota de los jihadistas en Raqqa, Trump creyó que era el momento de levantar campamento, más allá de dejar un vacío, como en Irak en 2011, que facilite su reaparición y afiance la influencia de Rusia e Irán, aliados de Assad. Turquía, también partícipe de la guerra, tiene otra meta: exterminar a los kurdos.

Los tres presidentes, Vladimir Putin, Hassan Rouhani y Recep Tayip Erdogan, acordaron en Ankara seguir al pie de la letra el Proceso de Astaná, nombre de la capital de Kazajistán. Desdeñan las desflecadas negociaciones por una transición política que patrocina la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en Ginebra. ¿Conclusión? De manual: reducir las hostilidades. ¿Discrepancias? Muchas, inclusive entre ellos mismos. Putin no puede retirarse ni acelerar la caída de Assad. Pondría en peligro su afán de reducir el dominio de Estados Unidos. Compite, asimismo, con Irán, archienemigo de Israel, por los contratos de reconstrucción.

Sobre Rusia pesa el fantasma del atolladero militar de la Unión Soviética en Afganistán en los ochenta, que aceleró su colapso. Toda colaboración tiene un precio. Por eso, Putin y Rouhani sostienen al régimen de Assad, prescindente para Turquía por su obsesión de liquidar a los kurdos, aliados de Estados Unidos. Los kurdos controlan el este de Siria, donde se concentra la mayor parte de los pozos de petróleo. Antes de la guerra, el sector energético aportaba un cuarto de los ingresos del régimen de Assad. En 2017, la producción de crudo cayó de 383.000 barriles diarios a unos 8.000. Otro tanto ocurrió con la provisión de gas.

En medio de la tremolina, Rusia se aseguró durante medio siglo el control de la base naval en Tartus, la única que posee en el mar Mediterráneo. También construyó la base aérea de Hamaimim, en Latakia. Los militares rusos desplegados Siria gozan de la misma inmunidad que los norteamericanos en Irak. La compañía rusa Soyuzneftegaz firmó un contrato de 25 años para explotar las reservas petroleras y gasísticas en la costa siria. Irán, a su vez, pretende explotar durante 99 años las minas de fosfatos, cerca de Palmira, y montar un puerto en el Mediterráneo para exportar petróleo a través de un oleoducto de 1.500 kilómetros que atravesaría Irak y Siria.

La reconstrucción de Siria requerirá 300.000 millones de dólares, según la ONU. Ni Rusia ni Irán están en condiciones de aportarlos en forma directa, pero pueden actuar como puentes de empresas privadas o de terceros países. De continuar Assad en el poder, Estados Unidos quedaría al margen de los contratos por la exploración de petróleo y gas, fosfatos, plantas de energía, el nuevo puerto y una tercera compañía de telefonía celular. Un enorme botín que, después de haber rezongado por la fortuna invertida por Estados Unidos en Medio Oriente, Trump no quiere perderse. Honra su lema: America First! Sobre todo, en los negocios.

(TÉLAM)

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