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El voto cordobés

JUAN MANUEL BERÓN

3 de Julio de 2025 | 04:27
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eleconomista.com.ar

En cada año electoral, resurge un clásico de la política argentina: ¿por qué Córdoba vota como vota? La pregunta, a veces formulada en tono de crítica, otras como simple desconcierto, suele esconder una hipótesis prejuiciosa: “¿los cordobeses son gorilas?”. Desde el respaldo masivo a Mauricio Macri en 2015 hasta la contundente elección de Javier Milei en 2023, Córdoba aparece en el imaginario político nacional como un bastión refractario al kirchnerismo y, por extensión, al peronismo. Pero reducir su comportamiento electoral a un sesgo ideológico conservador es tan inexacto como políticamente estéril.

Córdoba no es una provincia “gorila” en términos clásicos. Lo que expresa su comportamiento electoral -con altibajos, matices y excepciones- es una cultura política moldeada por la defensa de la autonomía provincial, una fuerte impronta de clases medias profesionales, y una relación históricamente ambigua con los centros de poder del país, especialmente con Buenos Aires.

TRADICIÓN AUTONOMISTA Y SISTEMA DE PARTIDOS

Desde una mirada politológica, Córdoba presenta un sistema de partidos relativamente estable, donde una coalición local -hoy Hacemos Unidos por Córdoba, antes Unión por Córdoba- logró mantenerse en el poder provincial por más de dos décadas. Esto se explica, en parte, por lo que Giovanni Sartori llamaría un “pluralismo moderado”: una oferta política competitiva pero contenida, con identidad propia y sin tendencias centrífugas.

Esa autonomía política también se refleja en su electorado: Córdoba no vota igual en elecciones nacionales que en las provinciales. El corte de boleta ha sido una constante. En 2019, mientras Mauricio Macri obtenía el 71% en la presidencial, Juan Schiaretti arrasaba en la elección provincial sin referenciarse con ningún espacio nacional. En 2023, Javier Milei logró su mejor elección en Córdoba, pero ese mismo año Martín Llaryora ganaba la gobernación con una campaña centrada en gestión, desarrollo y cordobesismo, sin alinearse con la polarización nacional.

En ese marco, Córdoba no muestra rigidez ideológica, sino un comportamiento electoral que podríamos describir como “volátilmente racional”: elige según el nivel de gobierno, la coyuntura y la oferta disponible. No se trata de una provincia antiperonista per se, sino de una ciudadanía que premia modelos de gobierno que refuercen la autonomía provincial, garanticen previsibilidad fiscal y aseguren cierto margen de decisión local.

CLASES MEDIAS, CULTURA POLÍTICA Y ANTIPORTEÑISMO

La tesis del “voto gorila” también pasa por alto otro elemento fundamental: la cultura política cordobesa está profundamente marcada por las clases medias urbanas. Desde la Reforma Universitaria de 1918 hasta el Cordobazo, Córdoba cultivó una identidad crítica, laica y democratizadora, aunque no necesariamente progresista en términos redistributivos.

Ese legado universitario convive hoy con un nuevo sentido común social: más meritocrático, individualista y reactivo al centralismo estatal. Córdoba no rechaza al Estado en abstracto, sino que desconfía de un Estado que regula desde lejos, llega tarde o responde a lógicas partidarias porteñas. Esa tensión histórica con Buenos Aires alimenta una narrativa local que muchas veces se traduce en un voto opositor, no por ideología, sino por equilibrio de poder.

Desde esta perspectiva, Córdoba no es anti-peronista: es anti-centralista. Y cuando el peronismo nacional adopta un tono hegemónico o se muestra desconectado de las realidades productivas del interior, la provincia reacciona con una actitud defensiva. Esa lógica territorial explica más que cualquier etiqueta ideológica.

El caso Milei exige una lectura especial. Su triunfo en Córdoba no expresa una fe doctrinaria en el anarcocapitalismo, sino un voto de protesta frente al agotamiento del sistema político nacional. Milei captó malestar económico, hartazgo con la “casta”, y una demanda de cambio abrupto. Pero ese voto no se traduce automáticamente en respaldo provincial: no hay evidencia de una estructura libertaria fuerte en Córdoba, ni un trasvasamiento directo hacia los niveles subnacionales.

Por eso, incluir este fenómeno dentro de la supuesta coherencia conservadora de Córdoba es forzar el análisis. Más que una ruptura de la tradición cordobesa, Milei es una excepción reactiva: un canal para expresar frustración más que un nuevo consenso duradero. Córdoba votó contra algo, más que por alguien.

Si observamos con atención, Córdoba no vota necesariamente “a la derecha”. Vota por orden, eficiencia y cierto grado de previsibilidad. El fenómeno Milei sintoniza con un electorado que valora la libertad individual, pero también castiga la desidia o el exceso de intervención. En este sentido, la provincia podría estar anticipando una reconfiguración del sistema de partidos a nivel nacional: el agotamiento del eje peronismo-antiperonismo y la emergencia de un nuevo clivaje entre orden y caos, gestión y descontrol.

La apuesta de Llaryora por una “gestión cordobesa” sin estridencias ideológicas y con foco en el desarrollo territorial -como la creación del Ministerio de Cooperativas y Mutuales, contracara del ajuste nacional- muestra que aún hay margen para un centro político robusto. No por tibio, sino por estratégico.

Etiquetar a Córdoba como “gorila” es más un reflejo de la frustración ajena que una descripción certera. La provincia no es una anomalía, sino un espejo donde se refleja la incomodidad del interior con un sistema que concentra poder, recursos y decisiones en un mismo eje geográfico y político. Comprender a Córdoba no implica justificar todos sus votos, sino interpretar la lógica que los articula.

Tal vez, en lugar de preguntarnos por qué Córdoba vota como vota, deberíamos preguntarnos qué nos está diciendo sobre el país. La respuesta, como siempre, no es binaria. Pero sí puede ser reveladora.

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