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Héctor Atilio Delmar supo recorrer el mundo y forjar fuertes vínculos con figuras como Fangio, Mirtha Legrand o Serrat
“Este último tiempo, que estuvo conmigo, lo descubrí aún más como persona. Entendí lo gigante, lo inmenso que era. No te das una idea todo lo que lo voy a extrañar…” Quien habla y se emociona es Graciela Delmar, y en su recuerdo no sólo hay amor de hija sino también la admiración propia que Héctor Atilio Delmar, “Cacho” para todos, generaba con su sabiduría de mundo y con esa estampa bonachona y elegante que irradiaba a donde fuera.
Hablar de Cacho Delmar es hablar de una vida cinematográfica. Una vida de capítulos que incluyen la moda, el fútbol, los viajes y el jet-set nacional e internacional. Hijo de una madre pantalonera y de un padre dedicado al negocio de radios y colocación de antenas, nació en 1927 y pasó sus primeros años en Ensenada. A los cinco se mudó con su familia a La Plata, donde su papá se asoció con la Tienda Montequín, la misma que en 1946 pasaría a llamarse Delmar y que, en su local de 7 entre 47 y 48, vestiría durante poco más de medio siglo a varias generaciones de platenses.
Hablar de Cacho Delmar es, además, hablar de un tipo que supo recibir no sólo el cariño interminable de los “triperos”, como a él le gustaba decir, sino también el de la familia “pincharrata”. Poco antes de que cumpliera los noventa, de hecho, tuvo el honor de ser declarado Ciudadano Ilustre de La Plata por iniciativa del concejal Julio Irureta, por entonces directivo de Estudiantes.
Ese, el del respeto, era uno de los grandes orgullos que atesoraba Cacho. El otro, lo dijo más de una vez, era el de poder seguir yendo a la cancha a ver al Lobo y mezclarse con la hinchada como si fuera uno más.
“Hubo algunos que no podían entender el cariño que la gente de Estudiantes le tenía y el que él sentía por ellos”, cuenta Graciela, y recuerda que incluso algunos se sorprendieron el día que supieron que Cacho era también socio vitalicio de Estudiantes. “Mi papá era socio de todos los clubes de la ciudad, desde el Club Hípico hasta el Centro Andaluz –recuerda- Lo era desde la época que tenía la tienda y le pedían asociarse en instituciones locales. Y después, con el tiempo y cuando fue presidente de Gimnasia, le pareció una falta de respeto desafiliarse. Así era papá. Los buenos modales ante todo…”.
Cacho, que hizo la primaria en la Anexa y el secundario en el Nacional, iba a seguir Medicina pero un inconveniente con la salud de su padre lo llevó a relegar el estudio para asumir responsabilidades en el negocio familiar.
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Con el tiempo, cuando la Tienda Delmar ya era un emblema de la Ciudad, comenzaron los tradicionales desfiles de modelos para promocionar las colecciones. Eran los años setenta y aquellos desfiles, que convocaban verdaderas multitudes, fueron la primera pasarela de muchas figuras que más tarde cobrarían fama: Susana Giménez, Teresa Calandra, Karin Pistarini, Evelyn Scheidl, Mora Furtado y Teté Coustarot, una especie de ahijada artística de Cacho Delmar. Otra figura que frecuentaba los desfiles de la tienda era Mirtha Legrand, con quien Cacho mantuvo su amistad hasta último momento.
De las tantas personalidades con las que entabló una fuerte relación a lo largo de los años, la memoria familiar rescataba ayer las de Fangio y Joan Manuel Serrat. En el caso del corredor, su vínculo fue determinante y le marcó la vida para siempre. “A través de él se conocieron mis padres –cuenta Marcelo Delmar, quien atesora el archivo fotográfico de su papá año por año-. Mi madre fue Reina de la Belleza de Mar y Sierras (Balcarce, Mar del Plata, Lobería) y vino a competir a La Plata. Ella organizaba rifas para juntar plata para el Chueco Fangio en los años 46 y 47. Lo patrocinaba Suixtil, que le vendía telas a mi abuelo, y cuando vino a La Plata el Chueco le dijo que llamara a nuestra familia. Desde allí forjaron una gran amistad”.
El caso de Serrat es digno de otro capítulo. “Mi hermana y yo éramos fanáticas –cuenta Graciela-. En el verano del 73 estábamos en Mar del Plata e íbamos a verlos todas las noches al hotel Hermitage. Como mi papá fue siempre muy compinche, nos acompañaba y se quedaba a todos los shows. Nosotros tendríamos catorce, quince años, y Serrat era un muchachito de veintipico. De tanto ir, al final, nos terminamos haciendo conocidos de uno de sus asistentes. Y ese mismo verano, cuando Serrat fue a Uruguay, nosotras nos fuimos a Punta del Este y papá invitó a este asistente a comer a nuestra casa. Lo que nunca nos imaginamos es que también iba a venir Serrat. Desde ese entonces, él se hizo muy amigo de la familia. Para nosotras, en ese momento, era un sueño. Y todo fue por papá. Como él sabía que nosotras estábamos enloquecidas con Serrat, él se encargó de que lo conociéramos. Papá era así. Se desvivía por darnos todos los gustos. Con decirte que para mis quince años se ocupó de que viniera a tocar Almendra. ¿Lo podés creer? Spinetta tocando en mi cumple…”.
Más allá de las amistades y de la posibilidad del roce internacional, lo más importante que le dio la tienda fue la posibilidad de conocer a su mujer, María Nélida Amado, quien, como recordaba su hijo, había sido reina de la belleza. “Una vez por mes la iba a visitar, aunque me quedaba en un hotel”, dijo Cacho en una de sus últimas notas, poco después de cumplir los noventa. En ese artículo recordaba que con el multicampeón mundial del automovilismo habían hecho varias veces el trayecto La Plata Balcarce. “Fangio me llevaba a ver a mi novia”, decía sonriente. De ese amor nacieron sus tres hijos, cinco nietos y tres bisnietos.
Otra de las facetas de la vida de Cacho está marcado por sus viajes y la facilidad para los idiomas: inglés, francés, italiano e incluso japonés. A Italia, cuna de sus abuelos, fue más de veinte veces y allí logró forjar una entrañable amistad con personas que terminaron siendo familia.
Italia, Francia y Alemania fueron los mundiales a los que fue, aunque al de México, en el que Argentina ganó la Copa del Mundo, lo hizo como parte de la delegación oficial. Hay una foto, en el avión de regreso de aquella experiencia, en la que se lo ve sonriente con la copa del mundo en la mano.
La anécdota de cómo entró a la dirigencia de Gimnasia la contó una vez a este diario el propio Cacho. “Un día estaba en mi negocio y se aparecieron como quince hombres, entre ellos miembros de la Corte y otros conocidos, para pedirme que agarre en Gimnasia. Yo les contesté que no tenía experiencia, que había jugado al básquet en el club, fui campeón argentino cuando tenía 17 años, pero no tenía experiencia para dirigir. Entonces, uno de los que vino fue Polo Ruso, primo de René. Y cuando se fue del negocio, lo llamó a René para que me convenciera. Y René me llamó diciendo: ‘Tengo la misión de convencerte para ser candidato’. Y yo le digo: ‘¿y vos en qué me vas a ayudar’. ‘Yo no puedo, me levanto a las cinco de la mañana para operar pero te puedo acompañar en el Tribunal de Honor’, me dijo, y ahí fue en donde estuvo hasta que murió. Armé una comisión espectacular, con gente de confianza. Apenas entré les dije: ‘Aquí hay que poner el hombro todos los días, hay que venir a trabajar por el club. Si no ganamos el ascenso en el primer año, estamos muertos’”.
La foto inmortalizada del abrazo entre Cacho y Favaloro grafica por sí sola la emoción y la felicidad que aquella victoria, la del ascenso, implicó para las vidas de estos dos amigos unidos por la pasión azul y blanca.
“Así era papá –resumía ayer Graciela, orgullosa -. Por eso lo querían tanto”.
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