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Alejandro Castañeda
Por: Alejandro Castañeda
Nuestra realidad exige barbijos. Hace tiempo que venimos contagiados. La llegada del coronavirus le añade otra grave penuria a un territorio que desde hace mucho carece de antídotos para frenar esa imparable racha de vientos en contra. No se necesitaba ser infectólogo para predecir que el virus maldito aterrizaría un día por aquí, aprovechando la vulnerabilidad de un terruño acobardado por plagas de diferentes orígenes que nos vienen enfermando desde hace tiempo, pero que también nos han dado un suplemento de anticuerpos que han ido fortaleciendo nuestra resistencia. De entrada, mala noticia para esos besadores fanáticos que donde ven una mejilla amiga se lanzan desesperadamente. Ya ni darse la mano parece saludable en medio de una cartilla de sugerencias que habla de un metro y pico de distancia y que pone al que estornuda en el casillero de los sospechosos, aunque por aquí sospechosos es lo que sobra.
La pandemia nos ha permitido que al menos una vez nos apiademos de Europa
La frase del presidente Fernández -“Tenemos que evitar que empiece a circular como virus argentino”- obligó a reforzar las fronteras y a darle otro tratamiento a nuestra argentinidad. La pandemia nos ha permitido que al menos una vez nos apiademos de Europa. Estamos tan familiarizados en lidiar con “importados” y “autóctonos” que al final el catarro de siempre ha pasado a ser un tema de soberanía que está más allá de cualquier jarabe y obliga a reconciliarnos con nuestra fiebre criolla, que será lo que será, pero que hasta ahora no producía tanto pánico ni tantas prohibiciones. Hay esperanzas de que, si se nacionaliza el virus, como teme el Presidente, la pandemia empiece a perder fuerza, arrastrada por la inercia de una patria que ha visto recular muchos avances y que hoy necesita que también retroceda este virus que nos ha vuelto caseros y aburridos, apegados a la media distancia y al lavatorio.
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El mundo está en vilo, a la espera de nuevas cifras. Los chinos parece que lograron aislarlo después de encerrar a todo lo que se movía. Nadie sabe cómo seguirá y cuánto durará. El coronavirus no afloja y aún la medicina no ha encontrado nada que detenga su imparable atropellada. Los que enfrentan una cuarentena son un ejército de desterrados que están allí, en prisión domiciliaria, sin síntomas ni compañía, siguiendo de cerca las oscilaciones de un virus que no se decide, cultivando un transcurrir hecho de pura nada que sólo recibe la visita de enmascarados desconfiados que vienen a controlar. Y dándole la razón a Pascal, que decía que “todo lo malo que me pasó fue por salir de casa”. Copiando también a Juan Carlos Onetti, un escritor que decidió pasar los últimos años de su vida metido en la cama, con un cartel en la puerta de su casa que decía «No estoy, no insista”, un «junta silencios» que para el mexicano Juan Villoro terminó siendo “un tumbado que se entrega a la épica de soñar”, porque sabía que la vigilia es la que mata.
Pero allá, donde nació el Corona, los encierros generaron otra estampida. En la ciudad de Xi’an, en el noroeste de China, hubo un récords de divorcios por culpa de las cuarentenas. Se sabe que los matrimonios necesitan algo más que un metro de distancia para crecer sanos y durables. No hay vacuna contra el pegoteo y sobre todo si es obligatorio. La lejanía suele mejorar a esas parejas a las que la asiduidad ha ido ha desgastando. Un poco de ausencia no viene mal cada tanto. Y en Xi´an hubo una fiebre de divorcios después que la chinada tuvo que convivir varios días mirándose la cara y tragando sólo arroz y reproches. El divorcismo entre los refugiados creció a la par del miedo. Todos creen que estos aislamientos estrictos han terminado consumiendo a esos matrimonios que, sometidos a una pegajosa cercanía, terminan aplastados por la convivencia. La idea del amor para siempre se puede volver en contra cuando es el gobierno el que exige y patrocina el contacto permanente con una pareja que a prudente distancia sonaba disfrutable. Muchos chinos y chinas en estos días han preferido tener algún síntoma menor, para poder ser llevado lejos de una casa donde lo único que los entretenía era lavarse las manos, recordar y pelearse.
El que estornuda es considerado sospechoso, aunque por aquí sobran los sospechosos
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