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Alejandro Castañeda
Alejandro Castañeda
El rey Juan Carlos empezó a caer hace ocho años, en Botswana, cuando trastabilló por un escalón traicionero que le dejo una prótesis en la cadera y una vergüenza en el alma. Y a partir de ahí, no dejó de caer. Los proteccionistas cargaron contra un predador de alcurnia que por falta de puntería tenía que contratar safaris y señoras, caras y seguras. Y los anti monárquicos atacaron a este cazador que andaba siempre con el gatillo levantado. No necesitaba puntería: si no acertaba estaban sus ayudantes para correrle el blanco. Cuando tropezó pidió disculpas. Pero a regañadientes, porque los palacios nunca piden perdón. Se había ido a Botswana para darle más esparcimiento a sus escopetas. Y a la Casa Real no le preocupó tanto el porrazo sino enterarse que este Tarzán se había llevado a esa jungla una lujosa Juana: Corinna zu Sayn-Wittgenstein, de 46, separada y amante desde el 2008, la última adquisición de un monarca que gatillaba todo lo que se le cruzaba. Y que compraba elefantes y rubias sin ponerse a discutir ni con el precio ni con la conciencia.
Y ocho años después reapareció Corinna, ahora como presa no como cazadora. Volvió a los titulares al admitir que aquel amante millonario le había regalado sesenta y cinco millones de euros por quererla tanto. Con esta donación, su majestad le daba al amor un precio inalcanzable. Pero aquella imagen de Juan Carlos avergonzado y con bastón dando explicaciones fue como la alegoría anticipada de una familia que empezaba a renguear. Ahora su caída encontró una triste despedida al saberse que detrás de ese monarca respetable se escondía el cazador calentón y el rey del sobreprecio.
Los sesenta y cinco millones regalados a su ex amante le han puesto la vara muy alta a los novios generosos y a los coimeros criollos. Que buscan también elefantes obedientes y cada tanto, tropiezan. Juan Carlos los regaló para poder recuperar ese amor. No es el único monarca que sueña con volver a tener lo que alguna vez tuvo. Con menos alcurnia pero la misma ambición, más de un ex aspira a recobrar la vida palaciega y ese seguro de impunidad que da el poder. Aunque no ignoran que van a tener que esquivar algunos escalones antes de poder darse todos los gustos. Y aunque saben que ahora los elefantes ya no vienen tan mansos.
Los 65 millones regalados por el rey le han puesto la vara muy alta a los novios generosos y a los coimeros criollos
El adiós del rey Juan Carlos acentuó sin querer en España la discusión de fondo sobre el porvenir de borbones, infantas y felipes que con su conducta quedaron a merced de las aguas tempestuosas de una actualidad en crisis que miran de reojo los caprichos de una monarquía que salía a cazar elefantes, coimas y amantes aprovechando prerrogativas imperiales. Juan Carlos fue un soberano que había ampliado mucho su círculo de favoritas y disfrutaba la vista gorda de una familia que lo dejaba revolotear por encima de cualquier protocolo. Todas sus compañeras saboreaban el sentirse en la cima de las jerarquías, rodeadas de un estrecho círculo de preferencias, placeres y celebraciones que se hacía más deseable por ser inalcanzable y exclusivo.
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Hoy tiene muchos millones menos y un puñado de amigos en retirada. Poco queda de aquellos días gloriosos, cuando casi todos lo veían como garante de una transición que empezaba a dejar tras las cacerías del franquismo. Su partida ha sido lastimosa y no hace otra cosa que sumarle nuevas fugas a un reinado corrido por las malas noticias. “Los Borbones –dice el estudioso Peio Riaño- acostumbran a depurar las figuras públicas en cuanto dejan de brillar. Le pasó a Isabel II con su madre María Cristina, por las corruptelas que se traía con las comisiones de las primeras líneas de ferrocarril españolas”. Como el rey logró que le regalaran cien millones por facilitar la construcción del tren de alta velocidad, está claro que las fantasías ferroviarias y la codicia han sido parte del linaje de los borbones más angurrientos. Pero sus sueños descarrilaron cuando ni con semejante obsequio pudo convencer a esa señora que no quería subir más al tren de este rey-amante con mandato cumplido. Sesenta y cinco millones y ella dijo no. Nunca la indiferencia se pagó tanto.
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