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Policiales |OCURRIÓ EN LA PLATA

Detalles increíbles del crimen de la secretaria y el sicario que se tragó su propio veneno

El asesinato de Silvia Garriador estremeció por su contexto de odios, micrófonos ocultos, pactos secretos y un final impensado

Detalles increíbles del crimen de la secretaria y el sicario que se tragó su propio veneno

Silvia Susana Garriador. “Estoy jugada, no puedo volver atrás”, habría dicho antes de ser asesinada

Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

27 de Junio de 2021 | 05:50
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“Este tipo, cuando salga de la cárcel, va a venir a matarme”.

La profecía que José Grisolía lanzó en la tarde del 10 de diciembre de 1998, mientras bajaba, abrumado, lleno de bronca y dolor, las escalinatas de los juzgados penales de 8 entre 56 y 57, no se cumplió. El hombre sobre el que estaba seguro que algún día iba a ir a buscarlo para acribillarlo era Luis Pratto. Pero el tipo, Pratto, que se creía una especie de Rambo, moriría de una manera impensada de esas que no ingresan al rubro de “circunstancias normales”.

El crimen de Silvia Garriador, la joven y bella secretaria del empresario gastronómico platense José Grisolía, conmovió a la Ciudad. Tuvo y tiene todavía secretos nunca revelados, como una novela de final abierto.

Ese día en que José Grisolía habló brevemente de quien estaba seguro sería su asesino, los jueces María Riusech, Sara Berta Rodríguez de González y Carlos Ocampo, habían coincidido en varios aspectos vinculados al crimen de Silvia Garriador, por entonces de 30 años, ocurrido al mediodía del 28 de julio de 1995 junto a un semáforo en Ringuelet.

La primera coincidencia del tribunal fue que, contra lo que intentaba probar su defensor, el abogado ensenadense Pablo Malacalza, Luis Pratto de loco no tenía un pelo. Coincidieron también en que aún cuando no se pudiera probar de dónde le vino el encargo, el hombre había actuado como un sicario de esos que se ven en las series y películas. Pero eso no se pudo probar con la contundencia que exigía el proceso penal.

La otra coincidencia, por cierto polémica, fue que Pratto no merecía la pena de reclusión perpetua. Y por los 20 años que le dieron, recuperó la libertad en menos de 10.

“AHÍ ESTÁS”

En tanto, a quien fue considerado su cómplice en aquella ejecución, le fue bastante mejor. Pedro Jadra Tau recibiría una condena de 8 años que se le harían bastante menos. Los jueces creyeron buena parte de su historia y se rindieron ante el beneficio de la duda.

Jadra Tau juró que conocía a Pratto, que un mediodía se lo encontró de casualidad, que éste le pidió que lo acompañe a hacer un mandado. Que iban en un Ford Escort color bordó, que acaso Jadra Taul prefirió no preguntarle a Pratto de dónde lo había sacado y que al llegar al semáforo de 19 y 526, Pratto se acercó a una camioneta Renault Express color azul, sacó de la guantera una pistola calibre 38 y le disparó a la mujer que manejaba. Jadra Tau juró que casi se muere del susto, que le recriminó a Pratto haberlo metido en semejante asunto. Y que ahí se tendría que haber bajado del auto pero que el miedo lo paralizó, dijo.

Previamente aseguró que al ver a la mujer de la Renault Express, Pratto dijo “ahí estás, hija de puta” y que la mujer tenía el brazo derecho extendido hacia los comandos de la radio de la camioneta y bailoteaba como quien disfruta de la música que están pasando. Así recibió Garriador aquellos balazos mortales.

Siguió una escena cinematográfica que pudo haber cambiado el curso de la historia. Porque detrás del auto de Pratto esperaba la luz verde del semáforo un viejo Valiant I, con un policía franco de servicio al volante. Tras los disparos de Pratto, el hombre del Valiant tomó su arma y le disparó al agresor. Lo persiguió por algunas cuadras, se cambiaron algunos tiros pero Pratto logró escapar. Jadra Tau diría que todo eso lo vivió tirado en el piso del Escort, agarrándose la cabeza.

Durante el juicio, un testigo dijo que horas después del crimen, los vio a Pratto y a Jadra Tau arriba del techo de una casa por la zona de 72 y 9, mirando un tanque de agua, como quien busca una grieta o un lugar donde esconder algo. Por ejemplo, un arma.

Los padres de la víctima. Quedaron al cuidado de la niña

EL IMPERIO GRISOLÍA

Trabajando de domingo a domingo, José Grisolía y su esposa, Elfa De Zeta habían levantado los pilares de lo que un día llegaría a ser un verdadero imperio gastronómico, sostenido en comercios de venta minorista, servicios de catering y provisión de alimentos a empresas públicas y privadas, de esas que se obtienen a partir de complicadas licitaciones.

No por casualidad Grisolía eligió Il Tetto (El Techo) para nombrar aquella empresa con la que hizo fortuna y en la que el concepto de familia marcaba la línea que todos y todas debían seguir.

En los 90, la empresa pasaba por uno de sus mejores momentos aunque se asegura que los años dorados fueron bastante antes, cuando entre dictadura y democracia se obtuvieron concesiones importantes. Ni mella le había hecho a la empresa un escándalo desatado por una intoxicación masiva ocurrida a mediados de los 80. Según se dijo entonces, alguien preparó una mayonesa de ave sin seguir el procedimiento de romper cada huevo en forma separada, para evitar que uno podrido se colara con el resto. Buena parte de la concurrencia a un casamiento, un bautismo y una fiesta de 15 desfiló ese fin de semana por las clínicas y hospitales platenses aquejada de gastroenterocolitis. Y aunque hubo por los menos dos casos de personas que fueron a parar a la terapia intensiva del Sanatorio Argentino, el asunto no pasó a mayores.

“Esto es muy grave”, diría Grisolía al diario EL DIA cuando se lo consultó para que la empresa diera su versión de los hechos.

Silvia Garriador entró a Il Tetto como secretaria pero no tardó mucho en hacerse amiga de Delia Delfina, la hija de Grisolía. Una mujer que había heredado el carácter fuerte de su madre y la determinación de su padre.

“COMIÓ EN MI MESA, USÓ LA ROPA DE MI HIJA”

A caballo de ese concepto de empresa-familia, a Silvia Garriador le abrieron las puertas de la casa de Gonnet. Poco después del crimen y en medio del escándalo mediático y la desenfrenada búsqueda del origen de la instigación del hecho, Elfa De Zeta, a esa altura la ex esposa de Grisolía aunque legalmente seguían casados, aceptó un reportaje.

“Esa mujer ha comido en mi mesa, ha dormido en mi cama, se ha vestido con la ropa de mi hija”, fue una de las cosas que dijo esa tarde, con bronca contenida y de cerca monitoreada por su entonces abogado, Fernando Burlando. Tanto Elfa como su hija Delia, negarían haber sido instigadoras del crimen.

“Una cosa es odiar a una persona y otra mandarla a matar”, reflexionaría la mujer mirando atentamente a su abogado, como buscando su aprobación.

Silvia Garriador era casi 25 años menor que José Grisolía. En los mentideros donde se discuten esas cosas había versiones encontradas sobre quién había seducido a quién. Porque a pesar de “la lógica” que se intentaba aplicar a partir de la belleza y la juventud de Garriador, también era un secreto a voces que Grisolía era un seductor.

“Ojo que el tano también tenía su pinta y mucho dinero. Más de una mujer lo miraba con atención”, deslizó un conocido de entonces.

Más allá de esas especulaciones de masculina mesa de café había una coincidencia: que Silvia Susana Garriador era una muchacha encantadora. “Una morocha perfecta”, con una cabellera azabache y enrulada que formaba buena parte de ese encanto.

Lo cierto es que cuando explotó que Garriador y Grisolía tenían “algo”, las esquirlas saltaron por todos lados.

LA NIÑA DE SUS OJOS

Y se supo que una niña a la que Grisolía le dispensaba el trato de una nieta preferida, podía ser su propia hija producto de la relación con Garriador. Las fichas del dominó siguieron cayendo. Un ex empleado de la empresa, que se había casado con Garriador, diría en el juicio que, enterado del asunto, mandó a hacer un ADN que demostraría que la menor no era su hija.

Y para colmo, todos siguieron compartiendo el ámbito laboral lo que daría lugar a episodios novelescos en un clima que se cortaba con serrucho.

Elfa, la esposa todavía “legal” de Grisolía, admitiría que una mañana había agredido físicamente a Silvia Garriador.

“Le di vuelta la cara de un cachetazo, le dije mugrienta a mí me contestás bien”.

Durante el juicio sobraron los testimonios para describir ese clima.

Un testigo contó que ese cachetazo había sido delante “del jefe de compras, la telefonista y de mí” y que cuando le preguntó a Garriador por qué no renunciaba, por qué no se iba de la empresa y dejaba ese infierno, la chica le contestó “estoy jugada, no puedo volver atrás”.

Micrófonos ocultos: “nos juntábamos a jugar al chinchón y escuchar los cassettes”

 

Por ese oscuro corredor de “mi palabra contra la tuya”, siguió de largo la declaración de otro testigo que dijo que en la empresa era casi como un secreto a voces que “algo iba a pasar” con la secretaria de Grisolía. Y también la de un ex empleado que dijo haber sido echado porque, aseguró, le dijo a un miembro de la familia que “era una locura” hacer lo que, según el testigo, estaban pensando hacer.

MICRÓFONOS OCULTOS Y CHINCHÓN

Como si algo le hubiese faltado al caso para entrar en el catálogo de Netflix, un contador de apellido García, que había sido gerente de la empresa, contó en detalle lo que vio el día en que Grisolía lo invitó a pasar a su despacho y ver la cantidad de micrófonos ocultos que había encontrado movido por la sospecha de que era espiado por su familia.

“Movió un panel del escritorio y vio unos cables, empezó a tirar y los cables llegaban hasta la oficina de su hija Delia y estaban conectados a un grabador”, contaría García.

Durante la entrevista que concedió en su casa, Elfa contaría con absoluta naturalidad que de vez en cuando se reunía parte de la familia “a comer, jugar al chinchón y escuchar los cassettes de lo que decían, los besos que se daban”.

En ese contexto, en el mediodía del 28 de julio de 1995, Silvia Susana Garriador era asesinada a plena luz del día de tres balazos en el pecho.

Con los escasos recursos con que contaban porque no existían las cámaras de seguridad en la vía pública, desde el entonces llamado Servicio de Calle de la comisaría Sexta y la Brigada de Investigaciones lograron reconstruir el camino de la huida del Ford Escort bordó desde donde habían salido los balazos. Y en cuestión de horas Pratto estaba preso y más tarde, en el marco de un procedimiento que dio lugar a denuncias de supuestos apremios, cayó Jadra Tau en la comisaría de Ringuelet.

Luis Pratto se creía una especie de “rambo”

RAMBO

En la mañana del 30 de julio, el juez Guillermo Labombarda se llevaría una de las tantas sorpresas que a esa altura de su carrera le ofrecería la tarea judicial. Faltaban tres años y algo más para que el sistema penal fuese reformado y entonces todavía los jueces hacían la tarea que hoy hacen los y las fiscales. Cuando Labombarda tuvo a Pratto en su despacho dudó si era realidad o ficción lo que estaba viviendo.

Pratto era un hombre gigante, de rostro duro, cuello ancho y mandíbula trabada.

“Buenos días, señoría”, dijo y se cuadró como si estuviese en el ejército, haciendo sonar los tacos de los zapatos.

“Parecía Rambo, era respetuoso ya en exceso”, contaría Labombarda a sus allegados. Pero no todo era amabilidad porque una mañana, enfrentado a un testigo, Pratto amenazó: “No te arranco la cabeza porque está el juez presente”. Y cuentan que Labombarda tuvo que poner un cassette de música clásica para calmar los ánimos de “Rambo”, aunque otra versión dice que “lo salvó” el musicalizador de la AM del SODRE de Montevideo, de la que el juez era fanático.

Pratto daría una curiosa versión de su participación en el crimen. Dijo que había matado a Garriador “por amor”. Pero no por amor a la víctima sino a una persona que, según él, estaba muy afligida por culpa de ella, de la víctima. Y contó que, según su descabellada interpretación, esa mujer a la que había matado se iba a quedar “con los bienes de la familia Grisolía”.

Apareció entonces en el expediente el nombre de Delia Delfina Grisolía, la hija del empresario.

“Ella no me pidió que la mate, pero yo la maté igual”, dijo Pratto.

Cuando fueron a tomarle indagatoria por sospechar que Pratto mentía y en verdad había una instigadora, Delia Grisolía ocupaba una cama en la clínica Ipensa, en 59 casi esquina 4, donde murió Ricardo Balbín y donde estuvo Diego Maradona. Según el informe oficial y a pesar de ser una persona de contextura robusta, padecía anemia. El día en que fue a internarse la acompañó su abogado Burlando.

Pedro Jadra Tau

LA CONEXIÓN BAHÍA BLANCA

Lo cierto es que en su declaración desde Ipensa, Delia negaría rotundamente cualquier vínculo con Pratto y mucho menos con la instigación del crimen.

En búsqueda de elementos que pudiesen probar lo contrario, el juez Labombarda se trasladó a Bahía Blanca donde se había establecido que Pratto y Delia Grisolía se habían conocido. Es que la empresa Grisolía tenía entonces la concesión del comedor en el que almorzaban los obreros del Puerto bahiense y Delia lo administraba. Y Pratto andaba por ahí.

En una de esas tardes frías previa al allanamiento que se hizo en esas oficinas, el juez y la comitiva policial integrada por el entonces jefe de la Unidad Regional de Bahía Blanca, un comisario de apellido Vidal que había sido titular de la 9na en La Plata, miraban en el lobby del hotel la transmisión en vivo del juicio a Ricardo Barreda.

Cuando llegó el momento del juicio oral y público Pratto seguía preso y confeso. Insistía en que había matado a Garriador “por amor a Delia”. Ante semejante declaración, no era difícil imaginar a Delia encogiéndose de hombros como quien pretende decir: “¿Y a éste qué bicho le picó?”. La Justicia nunca pudo probar la hipótesis de un pacto entre ellos.

Mientras tanto, la defensa de Pratto buscaba probar que el tipo, sobre el que todos coincidían en que se creía una especie de Rambo, era inimputable.

Jadra Taul también llegó preso al juicio oral. Llorando a mares y maldiciendo el momento en que, según su versión, se subió al auto de Pratto. En una de las audiencias su entonces esposa, Mariela Oberti, armó un escándalo y denunció a la policía de Ringuelet por lo que consideró “humillaciones” y malos tratos en el proceso de detención de su marido. Las afirmaciones de Oberti llevaron al fiscal Marcelo Romero a emprender una investigación contra aquellos policías.

En la víspera de ese juicio, el testimonio más esperado fue el de Delia Grisolía. Pero a esa altura estaba en Italia donde había sido autorizada a viajar porque ya no figuraba como imputada de una instigación que no había forma de probar.

Y así pasó el juicio. La historia parecía cerrada. Pero habría más.

EL SECUESTRO

Luis Pratto había seguido los pasos de su padre, Abel, en la carrera policial. Pero no resultó. Probó con el boxeo, llegó a hacer algunas peleas en el terreno amateur, pero eso tampoco fue lo suyo.

Una mañana de 2007, Pratto caminaba por la calle 50 en dirección a 7, acompañado por un agente del Servicio Penitenciario que monitoreaba su salida. El hombre iba al edificio de la Universidad para anotarse en una carrera, según los datos que han podido reunirse. En la esquina de 7 y 50 se encontró de frente con Guillermo Labombarda, el juez que en primera instancia lo había considerado autor del crimen.

Pratto, cuentan de buena fuente, se cuadró delante del magistrado como lo había hecho aquel día de su primera declaración indagatoria. Lo saludó con la rigidez de un comando que saluda a un general.

“Me alegro por usted que ande bien, Pratto”, cuentan que dijo Labombarda para poner fin a aquel encuentro callejero.

Pocos meses después, ya en libertad completa, Luis Pratto encontraría un final impensado.

En la tarde del 10 de abril de 2008 el joven Ariel Perretta circulaba en su Peugeot 206 color negro desde su casa a la fábrica de filtros de aire, aceite y combustible para automotores y máquinas que su padre tenía en La Matanza. Dos autos le cortaron el paso. El muchacho alcanzó a ver cinco sombras que se le abalanzaron, lo sacaron del auto y lo metieron en el baúl de otro rodado. Era, sin duda, uno más de aquellos secuestros que marcarían la agenda de la inseguridad en los comienzos y mediados de los 2000 en el conurbano bonaerense.

Perretta fue obligado a llamar a su padre desde su propio teléfono celular que, en rigor, era una especie de handy popularizado como “Nextel”.

Los secuestradores arrancaron pidiendo tres millones de dólares pero bajaron sus pretensiones a un millón de verdes.

Hasta que una vecina avisó a la policía nadie había notado la huida de Pratto

 

A esa altura la policía ya había conseguido algunas pistas firmes. Se sospechaba que los secuestradores integraban una banda de cinco ex presos hasta no hacía mucho alojados en la cárcel de Olmos. Que el secuestro de Perretta se había planeado en una de esas largas jornadas de “ranchada” en el pabellón que compartían. Lo que no sabrían hasta el final era que uno de los miembros más importantes de ese grupo, era un tipo alto, de cuello grueso, mandíbulas trabadas y que hablaba y se movía como imitando a Rambo. En Olmos lo conocían como “El Máster”.

A casi un mes del secuestro del hijo del empresario Perretta, la Brigada Anti Secuestros irrumpía en una vivienda del barrio Las Tonas, en General Pacheco. Ariel Perretta estaba en una habitación, encadenado a una pared, con grilletes como si se tratara de una mazmorra. En total los detenidos fueron siete, al agregarse dos jóvenes mujeres, hija y pareja de uno de los miembros de la banda. Pero un octavo hampón logró escapar por los techos. La policía no cayó en la cuenta de esa huida hasta que horas después una vecina llamó a una comisaría de Tigre para avisar que en la calle había un hombre tirado y que parecía muerto.

TRAGARSE EL VENENO

El lugar marcado quedaba a 300 metros de la casa donde había estado cautivo Perretta y el cadáver sería identificado como el de Luis Pratto, ex policía, ex buzo táctico, ex presidiario y apodado El Máster.

La primera hipótesis fue que Pratto había muerto de un infarto, acaso por el sofocón de la huida por los techos. Pero más tarde la autopsia revelaría que al hombre se le “reventado” una úlcera y que había muerto ahogado con su vómito.

Después de tragar, si se quiere, su propio veneno.

 

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