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Séptimo Día |Rocinante, Platero y el Alazán de Yupanqui

Los animales célebres de la literatura

El encantador libro de Michel Pastoreau. La serpiente del pecado original, el caballo de Troya, los elefantes de Aníbal. Escritores fascinados: Borges y los tigres. El pez espada de Hemingway

Los animales célebres de la literatura

Borges con Jorge Cutini, en su Zoológico (Luján, Prov. de Buenos Aires) / Fundación Internacional Jorge Luis Borges

Marcelo Ortale
Marcelo Ortale

18 de Julio de 2021 | 02:26
Edición impresa

Existe un libro encantador –“Animales célebres”, del historiador francés Michel Pastoreau, editado en 2019 por Periférica- que ofrece una narración chispeante y objetiva a la vez, sobre el rol de los animales en la historia universal.

La astuta serpiente del pecado original que embaucó a Eva, el cuervo y la paloma del Arca de Noé, el caballo de Troya, los elefantes de Aníbal, la loba romana y ya en nuestra época Dolly, la oveja clonada, transitan junto a muchos otros por los deleitosos paisajes de esta obra.

Pero la narración de Pastoreau llega más allá y expone, en definitiva, el interrogante intelectual de fondo que el reino animal le presentó siempre a la condición humana, ansiosa por descifrar la doble naturaleza centáurica de sus instintos y razonamientos. ¿Cuánto hay en nosotros de animal y cuánto, en ellos, de humano?

La respuesta más fascinante a esas cuestiones no la dieron los historiadores o científicos, lo dice Pastoreau : “Durante mucho tiempo los historiadores no se preocuparon en absoluto por los animales…los relegaron a las antologías de anécdotas y a la historia con minúscula”. La dieron, en cambio, los escritores, bañados siempre en aguas mágicas. La dieron los poetas, novelistas y ensayista, que ofrecieron testimonios maravillosos, representativos del amor, de la indiferencia o del miedo humanos a los animales.

Julio Cortázar tuvo una vez un gato recogido en la calle, a quien le puso el nombre del filósofo alemán Teodoro W. Adorno. Era un gato extraño, meditativo, decididamente autonómico. Y así habló de su felino el autor de Rayuela: “Ah Teodoro, qué bonito era verte bajar por el sendero, la cola al aire, gimiendo por tu gatita entre la lavanda, qué dulce era encontrarte otra vez cada año, el día en que se te antojaba, la noche de luna que elegías displicente para saltar a la ventana y quedarte unas horas con nosotros antes de volver a tu libertad que como tantos de nosotros has cambiado por una jubilación de gato, por el cielo que te tienen prometido” .

Los perros, en cambio, despertaron afectos básicos e inmediatos. Hay un poema del místico Enrique Banchs, incluido en “El cascabel del halcón” que retrata de soslayo pero con profundidad sentimental la compañía que, por su sola presencia, significa este animal para el ser humano: “ Caminemos, mi perro, caminemos…/ La gente/ que venimos de ver era benevolente…”.

Pero la novela Tombuctu, del autor estadounidense Paul Auster, aporta desde la literatura la originalidad de que el narrador de la obra es un perro, llamado Mister Bones. El dueño de Mister Bones desaparece un día de la casa y el perro se queda solo, obligado a entender el complejo mundo humano, ahora sin el apoyo de su dueño. El lector se interna en el río de pensamientos del perro, en una historia que resulta estremecedora.

¿Racionales, irracionales? En su prosa densa pero luminosa, Unamuno ofreció una interpretación, incluida en “El sentimiento trágico de la vida”. Allí expresó lo siguiente: “El hombre, dicen, es un animal racional. No sé por qué no se haya dicho que es un animal afectivo o sentimental. Y, acaso, lo que de los demás animales le diferencia sea más el sentimiento que no la razón. Más veces he visto razonar a un gato que no reír o llorar. Acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado”.

PECES AZULES, BALLENAS, TIGRES

Ermest Hemingway contó la historia de un viejo, Santiago, que casi no podía con su propio cuerpo y que ya había dejado de ser el vigoroso pescador de la juventud. Sin embargo, un día sale con su bote, arroja el sedal de su caña sobre el mar, siente un tirón y empieza una faena épica –equipado sólo con su astucia y experiencia- frente a un enorme pez espada que brillaba azul en cada salto, con su vientre plateado y su piel hermosa.

“Aquel pez no era un animal común y corriente de los que atrapan tantas veces los pescadores y marineros. En esta ocasión se trata de un hermoso pez espada, más grande que el propio bote en que se desplaza Santiago, dispuesto a combatir hasta la muerte” La batalla con el enorme ejemplar pronto adquiere dimensiones épicas”, dice. ¿A todos y a cualquier edad nos espera la lucha contra un pez espada?

Un caso similar fue el de Moby Dick, aquella ballena blanca que Herman Melville convirtió en un enorme y prodigioso símbolo de lo trágico. La lucha entre el cachalote y el alucinado capitán Ajab se convierte en otro ejemplo palpable de la desmesura humana, Una tripulación fanatizada por su comandante no trepida en sumarse al trágico derrotero del ballenero Essex que termina embestido y hundido por la ballena.

El amarillo y azul de los tigres encontró sublimidad en los poemas y prosas de Borges. Ya viejo, el escritor visitó el famoso zoológico de Cuttini y allí logró que un tigre de verdad le acariciara su cabeza con su enorme mano delantera. De ese encuentro con un tigre real diría Borges: “este último tigre es de carne y hueso. Con evidente y aterrada felicidad llegué a ese tigre, cuya lengua lamió mi cara, cuya garra indiferente o cariñosa se demoró en mi cabeza, y que, a diferencia de sus precursores, olía y pesaba”. Pero, aun así, el último tigre no resultó “más real que los otros”, como prueba que, pasado el tiempo, su “imagen vuelve como vuelven los tigres de los libros”.

El primer tigre que había visto fue en su infancia, en el zoo porteño: “Iba y venía, delicado y fatal, cargado de infinita energía, del otro lado de los firmes barrotes y todos lo mirábamos. Era el tigre de esa mañana, en Palermo, y el tigre del Oriente y el tigre de Blake y de Hugo y Shere Khan, y los tigres que fueron y que serán y asimismo el tigre arquetipo…”

CABALLOS

Casi que podría decirse que sin caballos no habría literatura. Y el más famoso de la literatura fue Rocinante, aquel jamelgo descalabrado en el que montó el ilustre hidalgo Don Quijote de la Mancha. Con Rocinante batalló en distintos sitios y embistió contra los molinos de viento. Cervantes cuenta así por qué le pusieron ese nombre: “Cuatro días se le pasaron en imaginar que nombre le pondría... y así después de muchos nombres que formó borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante, nombre a su parecer alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo”.

También en España, pero no un caballo sino un burro terminó ayudando de manera decisiva para que Juan Ramón Jiménez ganara el Nobel de Literatura. Fue Platero, a través del cual el escritor reflejó su hondura de pensamientos y sentimientos.

Cómo olvidar estos párrafos iniciales: Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro. // Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: ¿Platero? y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe en no sé qué cascabeleo ideal...”

Y para cerrar con otro caballo, el alazán de Atahualpa Yupanqui: “Era una cinta de fuego/ Galopando, galopando/ Crín revuelta en llamaradas/ Mi alazán te estoy nombrando”. Esa literatura popular define como pocas el dolor humano paisano por la muerte de su caballo.

Los cerdos de la literatura, el regicida y el otro; el revoltoso de Rebelión en la Granja; los gallos que cavan en la auroras de García Lorca; el Zorro de Saint Exupery; el Pulpo Paul, que adivinó todos los resultados del Mundial de fútbol de 2010; la perra rusa Laika, primer viviente que vio más allá de la atmósfera terrestre; los lobos esteparios; las arañas de Horacio Quiroga; los leones y leopardos de Rudyard Kipling; las vistosas aves de Guillermo Enrique Hudson.

No fueron historiadores ni científicos, fueron escritores los que soñaron y expusieron el sentido del reino animal ante los ojos de los seres humanos. Ellos exhibieron y lo siguen haciendo menos un mero bestiario que una cultura de acercamiento y una suma de testimonios que marcan el amor y la convivencia entre seres que comparten la luz y la sombra de este planeta.

Julio Cortázar tuvo un gato recogido en la calle, a quien le puso Teodoro Adorno

Casi podría decirse que sin caballos no habría literatura. Rocinante está entre los más famosos

El amarillo y azul de los tigres encontró sublimidad en los poemas de Borges

 

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Borges con Jorge Cutini, en su Zoológico (Luján, Prov. de Buenos Aires) / Fundación Internacional Jorge Luis Borges

Julio Cortázar junto a su gato / Ulla Montan

Escena de la película “en el corazón del mar”, basada en el hundimiento del Ballenero Essex / web

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