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Información General |Ocurrió en La Plata

Entre Texas y Vía Láctea, por fin salen a la luz dos secretos bien guardados

¿Quién engañaba a las máquinas de Flippers con una ficha “especial”? ¿Qué era eso que venía de afuera que hacía único al licuado?

Entre Texas y Vía Láctea, por fin salen a la luz dos secretos bien guardados

“Algo como vía láctea hoy sería inviable por lo que se consume de cerveza y los costos”

Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

2 de Enero de 2022 | 02:46
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Hasta hoy parecía un mito, una habladuría, una de esas cosas que saltan en esas charlas donde es fácil irse por las ramas. Es difícil saber si alguna vez alcanzó el rango de leyenda urbana pero lo cierto es que el asunto siempre estuvo en las conversaciones en alguna esquina copada por adolescentes y no tanto y en lo que a veces cuentan padres o abuelos con ánimo de entretener. Habrá sido también motivo de sesudas discusiones y lo seguirá siendo entre quienes conocen o dicen conocer el funcionamiento de “esas cosas”. Y tendrán, por lo tanto, maneras de confirmar o refutar. Lo cierto es que a 43 años de todo aquello, alguien que estuvo ahí, en la cocina de ese mito o habladuría, dice que si, que era cierto nomás.

Gustavo Handula (61) es hermano de Gregorio (60), hijo de Jorge y nieto del Gregorio que podría llamarse el original, el primero de una extensa familia con tradición de comerciantes en La Plata. A los 19 años, en 1979, Gustavo y Gregorio emprendieron en la esquina de 8 y 51 un negocio que asomaba riesgoso, incierto y dudoso por, entre otras razones, la competencia que a esa altura ya estaba consolidada: Cáritas y el Curvón 50. Eran los lugares donde cientos de platenses de diferentes edades se zambullían en un mundo de ruidos y luces que se conocía como “los jueguitos”. Aquella apuesta iba a llamarse Bonanza pero finalmente los hermanos se pusieron de acuerdo y al lugar le quedó un nombre más corto, si quiere con más “punch” y con el que quedaría para siempre en un rincón del corazón platense y de los irrepetibles 80: Texas.

LA FICHA MÁGICA

El lugar entró a la competencia con los tapones de punta y ante rivales que todavía ofrecían locales húmedos, de pisos de madera y flojas luces de tubo, Texas deslumbró por sus colores y modernidades audaces.

“Es cierto. Había quienes ataban un hilo a un ficha y así lograban sacarle a las máquinas como 20, 30 partidos gratis. No era posible hacerlo en todas las máquinas, pasaba siempre en los Flippers. Había dos ó tres pibes que lo hacían. A uno de ellos a veces lo veo en la calle, por la zona del Pasaje Rodrigo. Ya es un hombre como de 60 años y alguna vez que lo cruzo le digo, riendo: ýo a vos te conozco. Y me mira y se ríe”, recuerda Gustavo cuyo apellido esta íntimamente ligado a la historia de la tradición comercial de la ciudad.

La leyenda de la ficha que entraba y salía después de accionar el mecanismo de créditos de la máquina, parece una escena de los viejos y queridos Tres Chiflados. Pero ocurría en 8 y 51. Hoy se revela el secreto.

“Cuando abríamos las máquinas para ver la recaudación encontrábamos de todo: plomitos de rulemanes, arandelas, monedas aplastadas. Cosas que para hacerlas costaban mucho más que ir y comprar una ficha. Pero era así, todos querían engañar a las máquinas”, ríe Gustavo.

EL BUZO DE GATTI

Handula cuenta que lo de Texas fue una aventura juvenil, una idea que se encendió un noche en que caminaba por el centro con su amigo Jorge Piccardi. La confitería Moritain ya había cerrado después de décadas de haber sido punto de referencia en el centro.

“Ese local es de mi mamá”, dijo Gustavo que a los 13 años había sufrido la temprana partida, a los 39 años, de Jorge, su padre. Criado entre tíos y abuelos de sangre comerciante, a él y a su hermano Gregorio no tardaría en picarles el mismo bichito.

“Empezamos a averiguar qué empresa alquilaba máquinas de video juegos y la principal era Jet, que en una época tenía su propaganda en el buzo que usaba el arquero Hugo Orlando Gatti. Fuimos a pedir que nos alquilaran unas máquinas pero nos dijeron que no, que ellos tenían exclusividad con Cáritas y con otro local que había en la zona que se llamaba Ripley. Seguimos buscando y apareció Deportes Electrónicos y con ellos empezamos”.

Los Flippers, conocidos también como pinballs, eran mitad electrónicos y mitad mecánicos. Grandes armatostes llenos de luces que iban y venían y que no paraban de emitir sonidos de timbres y campanillas hasta que algún hábil jugador (o el que manejaba la moneda atada) conseguía el esperado “toc”. Era un ruido seco, que sobresalía del resto y obligaba a los demás jugadores a desatender su juego y volver la cabeza para ver quién había sido el autor de semejante hazaña.

SOFÍA GALA Y LOS CUMPLEAÑOS

“Te juro que las máquinas no estaban arregladas para hacer perder a los jugadores. En los Flippers era todo habilidad del jugador y en algunos de los electrónicos como el Pac-Man o el Space Invaders el nivel de dificultad era gradual, se daba a medida que el jugador avanzaba”, asegura Gustavo.

Una ordenanza municipal impedía abrir antes de las 5 de la tarde para evitar que el lugar se convirtiera en un centro de refugiados, si se permite el concepto para mencionar a los estudiantes que se “rateaban” de las escuelas.

“Nunca tuvimos problemas, salvo alguna madre enojada que alguna vez nos llamó porque decía que su hijo se pasaba el día en Texas. Y nosotros le decíamos: ‘señora, es su hijo no el nuestro. Véngalo a buscar’”.

Sofía Gala iba a Texas de la mano de su papá, Mario Castiglione

Entre otras pinceladas de color cuenta Gustavo que cuando todavía era una nena, a años luz de la actriz que es hoy, Sofía Gala, la hija de Moria Casán, iba a Texas de la mano de su papá, el platense Mario Castiglione.

“Una vez al año Texas cerraba: los 19 de noviembre cuando mi hija Victoria cumplía años y la fiesta era ahí, con una bolsa de fichas para cada invitado. Todavía me cruzo con gente de 30, 35 años que se acuerda y me dice que aquellos eran los mejores cumpleaños”.

Con 120 máquinas iniciales, en cuestión de meses Texas se convirtió en un clásico que acompañó el desarrollo de una esquina y una zona que hoy luce muy diferente.

“En la misma cuadra abrieron Pumper Nic, Le Fígaro, Bacus, era un lugar de mucho tránsito, mucha actividad. Y Texas no solamente era un lugar para los pibes. Era hasta una salida de parejas después del cine”.

ESAS MOTOS QUE IBAN A MIL

La esquina “de la fuente de 8 y 51” y de Texas fue, en esos 80, punto de encuentro de otra tribu urbana de aquellos años: la gente de las motos grandes que alguno dirá que poco tenían que ver con lo que hoy se conoce como motoqueros. Para entender el contexto deberá decirse que en esos 80 La Plata era un punto de referencia en el motociclismo deportivo nacional y hasta internacional. En los barrios donde había un taller de motos solía haber un corredor. A nivel nacional, el motociclismo contaba con fechas en el Autódromo de Buenos Aires, sede de competencias internacionales. Estaba el llamado Continental Circus, un campeonato donde se competía con motos de 1.000 centímetros cúbicos, enormes, pesadas y de cuyos escapes salía el aliento excitante de los aditivos, el aceite de ricino y el sonido de motores que aullaban como fieras. Eran esas motos que iban a mil, al cantar de Charly García, y se juntaban en la esquina de Texas. Y se trataba de mucho más que solo sentir el viento en la cara.

“Mi hermano Gregorio siempre fue un fanático de las motos y ha llegado a competir. En esa esquina se juntaban otros locos como él entre los que recuerdo al Rata Marino, a Batisttessa, a Bormapé, a los hermanos Minietto, a Gustavo Biffi, a Albertito Blanco, otro gran corredor que murió en un accidente. La memoria no me ayuda para recordarlos a todos pero era la esquina donde se juntaban las motos, las motos grandes y eso era pintoresco. De Texas se iban al Camino a Punta Lara o frente de la Vucetich a correr picadas pero eso creo que no se puede decir”, apunta entre risas.

A plata de hoy, Handula calcula que la factura de Edelap por el consumo de las máquinas que hacían funcionar a Texas rondaría los 300 ó 450 mil pesos. Y que sostener aquello era una carrera permanente contra una tecnología que cambiaba en cuestión de semanas y actualizarse tenía su costo.

“El principio del fin fue lento, cuando empezamos a comprar nuestras propias máquinas de video juegos. No es lo mismo el costo de alquilarlas que de mantenerlas. Nos agarraron algunas devaluaciones, llegaron los juegos en líneas, todo fue cambiando”.

EL FLIPPER PROPIO

Podría decirse que el último “toc” de una partida ganada a un Flipper se oyó hacia 1998, cuando Graciela Fernández Meijide alquiló la esquina de 8 y 51, la de Texas, para usarla como búnker de su campaña a gobernadora de Buenos Aires en las elecciones del año siguiente.

Qué rebaja te voy a hacer, si mirá lo que pagan los de Angelo Paolo

Los Flippers, el Space Invaders, el Mortal Combat y aquel en blanco y negro que consistía en aterrizar el módulo lunar sobre un valle rocoso y traicionero, marcharon a otros destinos y depósitos. Entre esos vientos huracanados de los 90, los de la pizza, el champagne y lo demás, surgiría una suerte de moda entre “ricos y famosos”. Era la de tener un Flipper o un Pac Man en casa. Gustavo lo cuenta casi como una infidencia: “Cuando cerró Texas, a Gregorio lo llamaron varias personas para comprar uno. Y hay varios que en la casa todavía los tienen, pero sin funcionar porque son aparatos que se descomponen fácilmente y en La Plata casi no hay services y traer uno de capital cuesta una fortuna”.

Y en ese camino al legendario Texas se sumaría otro emprendimiento emblemático que dejó marca en la emocionalidad platense. Un lugar que algunos suponen impensado para estos tiempos de alto consumo de birra: Vía Láctea, la esquina colorada de 8 y 47 donde los jóvenes hacían cola para tomar licuados y jugos con agua o con leche.

EL VECINO DE ANGELO PAOLO

“En el 83 quedó vacío el local enorme de la esquina de 8 y 47 donde estaban Las Ardillitas, una casa de ropa infantil y juguetería. Viene mi tío Gabriel y me dice que había que poner un bar lácteo como Don Julio, el de 49 y 6, que era el único. Y nos jugamos. Copiamos la ambientación y los colores de Papparazzi, un bar de Buenos Aires, pusimos las mismas sillas de La Biela y banquetas hechas con butacas de tractor. Fue una revolución en el centro”.

A la cola de los que pugnaban por un licuado o un panqueque se sumaba la de los que esperaban por una de las oferta de indumentaria de moda de la cadena Angelo Paolo, que en La Plata tenía una de sus franquicias. Gustavo recuerda y pone como ejemplo de cómo se defendía al emprendedor local, una anécdota sobre el precio del alquiler.

“Voy un día y le digo a Farath Jalo, que nos alquilaba la esquina de Vía Láctea, si me podía hacer una rebaja. Y me dice: ‘Gustavito, qué rebaja te puedo hacer si mirá lo que pagan los de Angelo Paolo’. Y me muestra el recibo. Era el doble de lo que pagábamos nosotros con el doble de superficie”.

Un fenómeno comercial como Vía Láctea, dice Gustavo, “hoy sería inviable”. Y dice que no solamente por los cambios que han empujado al masivo consumo de cerveza sino por el alto costo que significaría ofrecer aquello que se ofrecía en la esquina colorada de 8 y 47.

“¿Cómo cobrás hoy 800, 900 pesos que es lo que costaría un licuado de la calidad del que hacíamos nosotros?”, se pregunta.

Y como en muchas historias de lugares emblemáticos, acá también hay otro secreto guardado.

OTRO SECRETO BIEN GUARDADO

Ya tendrán su opinión al respecto los y las nutricionistas pero lo cierto es que buena parte, si no toda, de la fama de Vía Láctea era la “explosión” de saciedad y placer que daban sus licuados.

“Había un secreto y te lo voy a contar a más de 40 años de aquello. La leche no era de acá, le poníamos leche Cíndor pero no chocolatada sino la blanca, que venía en botellas de un litro y costaba el doble o más que la común. Era más pesada, más densa. Entonces con medio litro de esa leche, una banana y media y tres cucharada de azúcar, salía un licuado que hacía explotar de placer”, revela Gustavo Handula.

Vaya saber por donde andan aquellos hackers prehistóricos de la ficha atada con hilo y si la Cíndor sigue vendiendo su densa y especial leche blanca, sin chocolate. Vaya a saber si todavía suena algún que otro “toc” de partido ganado a uno de aquellos armatostes con nombre de delfín famoso. En el alma de un montonazo de platenses quedan todavía los reflejos de esas luces, las sonrisas o las muecas de disgusto cuando los invasores del espacio acertaban justo su último tiro.

Pequeñas, medianas y grandes dosis de adrenalina y sueños breves. Una oferta única e irrepetible en aquel tiempo dorado. Y a sólo 0,25 la ficha.

 

 

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