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Séptimo Día |EL CASO DE MATÍAS BEHETY

La literatura escrita, apoyada en leyendas, mitos y relatos orales

Historias que se trasmitían de boca en boca. Los cuentos del Lobizón, la Difunta Correa, el lago Epecuén y la “Fiesta Congelada” en Rauch. ¿Lo popular renace en el vértigo de internet?

La literatura escrita, apoyada en leyendas, mitos y relatos orales

El castillo San Francisco en Rauch es también conocido como castillo de Egaña / Web

MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE

22 de Mayo de 2022 | 09:18
Edición impresa

Una es la literatura oral, nacida del simple hablar, transmitida después de generación en generación. Y otra es la literatura escrita, plasmada ya por autores. La primera nace de simples relatos, de adivinanzas, de mitos instalados, de coplas y de una suerte de esgrima narrativa extraída de la memoria de los pueblos. Así pasó en todas las culturas, así es y así sigue siendo la literatura oral argentina, cocinada con lentitud en los fogones nocturnos, cuando el criollaje conversaba luego de la faena del campo y compartía cuentos.

En esos lugares, junto a las llamas, danzaban no sólo historias de fantasmas, de épicas batallas de la independencia o de romances imposibles de cautivas, sino y sobre todo del miedo a lo desconocido, de historias lugareñas sobre luces malas, de jinetes degollados que galopan en la llanura o fiestas congeladas en castillos abandonados entre montes de casuarinas.

Así, en esas precarias ceremonias, el paisanaje reunido habrá podido rescatar para el temor ancestral la figura del Lobizón, esa criatura mitad hombre y mitad bestia, compuesto por la oralidad rioplatense sobre la base del hombre lobo europeo. En la Argentina, Paraguay, Uruguay y el sur gaucho de Brasil se aseguraba que el séptimo hijo varón, cuando crecía, se transformaba en lobizón.

El lobizón y la Luna / web

Mientras pasaban el mate de mano en mano y otro resero templaba una guitarra, es posible que el narrador anónimo le contara a sus compañeros que el Lobizón, los martes y los viernes, al venir de las sombras, se arrimaba a los pueblos a medida que iba perdiendo su forma humana y se transformaba en un enorme y horrible perro o, en realidad en algo más, en un lobo espantoso en su famélico avance hacia los cementerios.

Semejante leyenda llegó a cobrar tal grado de realismo que tanto en la Argentina como en el Paraguay se decidió desde fines del siglo XIX –por sendas leyes- que el Presidente de la Nación fuera “padrino” del séptimo hijo varón de un matrimonio. Se asegura que esa medida obedeció al hecho de que algunos padres hacían sacrificar a su séptimo hijo varón a pedradas “por el terror que les producía la posibilidad de que les hubiera nacido un lobizón”. De modo que el padrinazgo, que venía acompañado de becas para el estudio, neutralizaba esos posibles filicidios.

En nuestro norte crece la leyenda de la Difunta Correa, con miles de fieles que la veneran

 

Si bien se registraron casos informales, el primer padrinazgo oficial de un séptimo hijo varón en la Argentina se concretó en 1907, actuando como padrino el entonces presidente José Figueroa Alcorta.

LA LUZ MALA

Del inagotable arcón de las leyendas surgieron relatos que después darían alimento a la literatura escrita. Una luz muy intensa aparece en las noches de la llanura, aún cuando originalmente el fenómeno se presentaba en las zonas montañosas. Se trata de una suerte de fosforescencia que se desplaza, a veces muy rápidamente. En nuestra zona la llamaron “la luz mala”. En el norte del país, “el farol de Mandinga”. Y en ambos lados causaba terror.

Se creía en el campo que la luz mala podía señalar la presencia de algún tesoro escondido, aun cuando otras especulaciones eran menos promisorias. “Por allá anda la muerte...”, decían al verla en las noches. Esta última hipótesis surgía, según los conocedores, de que la luz provenía de los huesos de animales muertos.

Nuestra ciudad, cuando era recién nacida, tuvo una experiencia con la luz mala digna de rescatar. Ya se habló en estas columnas del uruguayo Matías Behety, nacido en 1849, que se convertiría luego en el primer poeta que vivió en La Plata. Una suerte de bon vivant que el alcohol fue dejando sin recursos, hasta que murió empobrecido y tuberculoso, acompañado en su última hora por sus amigos aristócratas que vinieron de Buenos Aires para verlo por última vez.

Tal como se dijo en esta columna al relatar su vida, lo enterraron en el cementerio de Tolosa, ubicado cerca del actual Mercado Regional. Allí estuvo el primer cementerio platense, trasladado después a su lugar actual al fondo de diagonal 74. Behety tenía una novia a la que amaba y su próximo cuñado, acongojado, dijo: “Ha muerto la promesa del alba”.

La metáfora de Lamberti no pudo ser más acertada ya que, a partir de allí, muchos paisanos aseguraban que desde una tumba de Tolosa amanecía como una fosforescencia. Se dijo que el cuerpo que relumbraba era el de Behety. Los paisanos, los vecinos que primero pensaron que se trataba de una luz mala sobre el cementerio, se acercaron luego a tantear de cerca aquel milagro, aquella rebelión tardía de la belleza. Desde entonces Matías Behety fue la simiente, el primer mito de la ciudad recién fundada.

Se creía en el campo que la luz mala podía señalar la presencia de algún tesoro escondido

 

Pero no todas las leyendas fueron atemorizadoras. Hay historias de amor que explican el nombre de ciudades o de parajes, como la del sur bonaerense que alude a la laguna de Epecuén, que inundó hace años a la ciudad homónima. Allí vivieron los indios tehuelches y araucanos. Se dice que alguna vez se declaró un incendio en esos campos y que un niño fue encontrado después, al que los indios le dieron el nombre de “Epecuén”, que en la lengua indígena significa “casi quemado”, ya que lo habían rescatado después de salvarse del fuego.

Ese chico creció, era fuerte y bien parecido, Y se portó como un valiente en las guerras de las tribus. Luego de un combate contra los puelches, Epecuén se apoderó de la hija del cacique enemigo, la bella Tripuntu. El amor creció entre ambos, pero duró poco porque Epecuén se enamoró de otras cautivas que secuestraba en las batallas.

Tripantu, cuyo nombre significa “primavera”, lloró su desgracia con tanto intensidad que sus lágrimas formaron un gran lago salado en el que se ahogaron Epecuén y todas sus amantes, consumándose así su venganza.

En nuestro norte no deja de crecer la leyenda de la Difunta Correa, con centenares de miles de fieles que la veneran. Aquella mujer heroica que, muerta, siguió amamantando a su bebé.

LOS REBAÑOS

Los rebaños de ovejas o de vacunos inspiraron ya no sólo a los juglares anónimos, sino a escritores de la talla del francés Antoine de Saint Exupery. El autor de El Principito relató la impresión que le causaba ver desde el avión los rebaños de ovejas desplazándose por la Patagonia, tal como se contó ya en esta columna.

Desde la cabina de su Laté 26 con el que cubría el servicio de la Aeroposta, una compañía que llevaba el correo hasta el Sur, advirtió que los argentinos se equivocaban al sustentar una suerte de convencionalismo, según el cual en la Argentina no existía mitología alguna.

Fue allí que, mirando desde la altura, pudo descubrir sobre las estepas de la Patagonia lo que él describió como el animal antediluviano más hermoso, enorme y cambiante que existió nunca: “Son los rebaños”, aclaró. Los rebaños vistos de arriba dibujaban la silueta de un inmenso animal mitológico, que cambiaba de forma recorriendo las distancias inacabables.

Pero también lo sobrenatural, lo fantástico, lo mágico. La Llorona, esa mujer que de noche solloza por sus hijos fallecidos, que aparece y desaparece en calles solitarias. La sucesión de palacios embrujados en la Provincia como el castillo San Francisco, en Rauch, donde la leyenda alude a la “Fiesta Congelada” que se realizó o no en el lugar.

El dueño del campo había preparado una gran fiesta, con manteles de lino del Nilo, cubiertos de plata, copas de cristal de Bohemia y porcelanas de Limoges. Corría el año 1930 y el dueño viajó el mismo día de la fiesta desde Buenos Aires, pero su automóvil sufrió un accidente y falleció en el acto. Cuando llegó la noticia se decidió suspender la fiesta. La hija ordenó dejar todo como estaba y cerrar las puertas. Esa chica decidió no volver jamás al castillo y todo quedó como estaba durante treinta años. Una persona se animó a ingresar al gran comedor y la leyenda – no tan antigua, si se miran los años- dice que allí se encontraba el dueño del castillo, vestido de frac y cubierto de sangre. Ese hombre le preguntó al intruso una y otra vez dónde habían ido su hija y los invitados. La leyenda termina asegurando que el intruso volvió a su casa, contó lo que vio y se murió de un infarto.

El momento en que paisanos encienden el fogón, todo un símbolo en el campo / Web

LOS MITOS EN INTERNET

Los fogones se apagaron hace mucho y ya no hay gauchos ni chinas que comulguen con leyendas románticas o aterradoras. La transmisión que antes era de boca a boca hoy se produce de pantalla en pantalla, de celular en celular, por los caminos de internet.

Los rebaños vistos de arriba dibujaban la silueta de un inmenso animal mitológico

 

Son historias ligeras, que acaso duran segundos como estrellas fugaces, pero que igualmente forman un conjunto cultural que de algún modo no se perderá, que pese al vértigo electrónico en el que viajan irán dejando un sedimento, un sinfín de anécdotas, de relaciones súbitas que no se perderán en una nube, sino que dejarán un inevitable sedimento cultural.

Y la literatura seguirá aguardando el alimento de esas nuevas leyendas.

 

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