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Información General |OCURRIÓ EN LA PLATA

El doloroso caso del hermano/a Rojo, que por amor fue de hombre a mujer

Era uno de los parapsicólogos más requeridos de nuestra ciudad. Se operó en Chile para satisfacer el deseo del hombre que amaba. La trama de una historia de pasión y traición

El doloroso caso del hermano/a Rojo, que por amor fue de hombre a mujer

Doce años más joven, el taxista se convirtió en protegido de Rojo, que le regaló una moto y lo vestía de pies a cabeza

Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

24 de Julio de 2022 | 04:40
Edición impresa

 

“Perdoname, pero me da impresión”.

Recién después de dos o tres palmadas el polvillo aflojó y dejó ver que la carpeta era de cartulina celeste. Vaya a saber cómo hizo el tiempo para dibujarle ese lamparón en el centro, junto a la etiqueta que dice “Asunto Rojo”. El veterano detective privado de Parque Saavedra se detiene a inspeccionar la mancha y recorre con la vista la biblioteca, con cierta preocupación. Humedad no es, se tranquiliza. Ventilada lo suficiente como para espantar el olor raro que despide, la carpeta celeste queda sobre la vieja mesa de trabajo y antes de abrirla para contar la historia, su dueño me hace una advertencia: “Acá hay gente que todavía vive y no voy a darle datos de esa gente”.

El detective fotografió al taxista entrando al hotel El Nogal, con una mujer

 

En 1988 no había internet. Dato concluyente para explicar que cierta información no estaba al alcance de cualquiera. Sobre todo en un tema tan delicado como las operaciones de cambio de sexo. Se hablaba de eso en algunas sobremesas, se podían encontrar artículos en ciertas revistas y era un tema instalado entre las personas que habiendo nacido hombres se percibían mujeres y al revés. Pese a esas limitaciones en el acceso a la información, el platense Ángel Rojo sabía que una operación de cambio de sexo era posible porque ya desde principios de los años ‘70 esas intervenciones se hacían no muy lejos de acá: en Chile. Sabía que la pionera se llamaba Marcia Alejandra Torres Mostajo, la primera transexual que en Chile se había sometido a una cirugía de reasignación de genitales.

UNA MUJER

“Cuando vino a verme era una mujer, no se notaba diferencia. Me llamó la atención la altura y el cuello ancho. Pero recién cuando ella, o él, me contó su historia, yo no me había dado cuenta”.

Solo hay registro de que Rojo era una persona de 42 años y que gozaba de un buen pasar económico como consecuencia de su fama como parapsicólogo. Por esos años los servicios de ese rubro se ofrecían en avisos clasificados en el diario EL DIA y algunos hasta los hacían publicar destacados.

“Reúno parejas, resuelvo conflictos, trabajos garantizados”, rezaban unos. “Hago volver al ser amado, no magia negra”, señalaban otros.

Lo cierto es que el “Hermano Rojo” se había hecho fama de algo así como infalible en esos temas y su clientela desfilaba desde pasado el mediodía hasta entrada la madrugada por su consultorio del 1363 de la calle 58, donde además tenía su vivienda.

Tenía pocos amigos, la mayoría mujeres que había conocido como clientas y que en agradecimiento por la eficiencia de sus servicios le dispensaban un trato cariñoso. Algunas, como la enfermera Rosa P. de vez en cuando lo agasajaba llevándole viandas de comida casera.

“Cuando vino a vernos, Rojo contó que hasta que había conocido a ‘ese hombre’ él era una persona feliz. ‘Solitaria, pero feliz’, dijo. No habló de su familia, ni siquiera llegamos a saber si la tenía. Nos dijo que él llevaba una vida tranquila, que estaba ahorrando para comprarse un departamento y un auto”, apunta el veterano investigador privado mientras selecciona una serie de fotos en blanco y negro que saca de la carpeta celeste. Las mira, vuelve a mirar, selecciona las que le parece prudente mostrar y aparta las demás, boca abajo, en un borde la mesa.

“Este es Rojo -dice- un tipo pintón. Si al hombre le hubiesen gustado las mujeres habría sido un ganador”, sentencia.

GINA

Lo cierto es que Rojo se percibía como mujer y pese a que la mayor parte del tiempo vestía ropas de hombre, cuando recibía “pacientes” que le inspiraban confianza, aparecía “Gina”, su versión mujer.

Le apunto al veterano detective privado que estamos hablando de 1988, de un contexto social que todavía se escandalizaba y resistía a aceptar la diversidad de género y el derecho a la autopercepción.

“Por lo que contó, Rojo no tenía problemas con eso. Yo creo que había logrado moverse en un ambiente en el que nadie lo juzgaba”, sugiere.

En el verano de 1986 Rojo conoció al hombre que cambiaría su vida en el más literal de los sentidos.

Fue en un viaje en taxi desde su casa en la calle 58 a Los Hornos. El chofer era un joven apuesto, rubio, de ojos claros que rápidamente entró en charla. Le dijo que tenía 30 años, unos doce menos que Rojo y que manejar ese taxi era una changa momentánea. Le contó entonces sobre sus planes de negocios, y emprendimientos comerciales. Antes de bajarse del auto, Rojo le dejó una tarjeta con su teléfono. No había chats, ni WhatsApp pero no tardaron mucho en comunicarse y encender una relación.

“Rojo lo esperaba con ropas de mujer y según contó, alguna vez salieron a pasear pero sin bajarse del taxi. Parece que durante los primeros meses la cosa fue así, pero después el taxista chocó, el dueño del taxi dijo que había sido culpa de él y lo echó. Me parece que ahí empezaron los problemas”.

CUENTA CORRIENTE EN DELMAR

El taxista, ahora sin taxi que manejar, pasó a ser una suerte de secretario privado de Rojo. Hacía arreglos en la casa, ordenaba los turnos. Su a esa altura pareja le regaló una motocicleta que fueron juntos a buscar a una agencia oficial Zanella que funcionaba frente a Plaza Italia. No sería ese su único regalo.

“Rojo había logrado moverse en un ambiente en el que nadie lo juzgaba”

 

“Acá contó que lo vestía de pies a cabeza. La mejor ropa, el mejor perfume. Le había sacado una cuenta corriente en la casa Delmar. El tipo iba cuando quería, firmaba y se llevaba lo que quería”.

Hacia el invierno de 1988 a Rojo lo agobiaba la clandestinidad. No alcanzaban las costosas y delicadas ropas femeninas que colmaban su “otro” guardarropas como para convencer al taxista de salir a la calle así, como una pareja “normal”.

“Ya le dije, cuando vino a vernos era una mujer, había que mirar mucho para darse cuenta. Pero el tipo, el novio o como quiera llamarlo, no quería saber nada con salir a la calle así. Peleaban mucho por ese tema, según contó”.

En una noche de miércoles muy fría, abrigados y emponchados, fueron a ver una película al cine San Martín. Acaso haya sido la única salida de pareja que Rojo consiguió forzar.

SIN VUELTA ATRÁS

Abrumado por la situación, en la primavera de ese año el parapsicólogo tomó la decisión de terminar la relación. El muchacho trató de bajar la espuma del conflicto. Buscó resolver en la cama lo que debía resolverse en otro ámbito. Y acaso para ganar tiempo, para patear hacia adelante esa relación que para él pasaba más por lo económico que por otro lado, le dijo que “el problema”, que no podía superar era que Rojo no era, pese a sus esfuerzos, una mujer “de verdad”.

“Es increíble lo que una persona puede hacer por amor, por desesperación. Lo cierto es que a partir de ahí a Rojo se le fijó la idea de operarse para ser, como le reclamaba el muchacho, ‘una mujer de verdad’”.

Todo fue muy rápido habida cuenta de que Rojo contaba con los recursos necesarios. Un pequeño grupo de sus amigos-pacientes supieron de la operación y lo contuvieron a su regreso de Chile. Contra lo que podría suponerse, el muchacho de aquel taxi no lo acompañó y puso como excusa un viaje de trabajo, para construir una cancha de pádel en la costa. Pasaron dos meses hasta que volvieron a verse.

Cuando Rojo mostró que la operación lo había convertido en la Gina que le era reclamada, el muchacho reaccionó de la peor manera, a pesar de estar al tanto del plan.

“Yo no se lo dije pero lo pensé. Para mí cuando ella le contó que se iba a operar, él le dijo que sí, que estaba bien. Como que la dejó correr convencido de que no iba a animarse”, reflexiona el veterano detective.

“Perdoname, me da impresión. Dame tiempo”, dijo antes de dejar la casa de la calle 58 para no volver nunca más.

Sin teléfonos celulares ni redes sociales a la nueva Gina se le hizo muy cuesta arriba ubicarlo. Sólo contaba con una dirección en La Cumbre, que según le había dicho era la casa de sus padres.

SEGUIMIENTO

“Para nosotros fue un trabajo muy sencillo, de fácil resolución. El tipo este seguía viviendo ahí en La Cumbre y se había conseguido un laburo en un corralón de materiales. Andaba en la moto que le había regalado el parapsicólogo, o sea Gina. Le hicimos un seguimiento de dos días y lo enganchamos entrando con una piba al hotel alojamiento El Nogal, ahí cerca de donde vivía”.

Cuando le entregaron el informe y le mostraron las fotos Gina no dijo una sola palabra. Se desarmó de dolor recién cuando llegó a su casa y se desnudó frente al espejo.

A las tres y media de la madrugada del 29 noviembre llamó por teléfono a Rosita, una clienta y amiga. Rosita era viuda, andaba por los 65 años y en poco tiempo habían construido una amistad entrañable.

“Me voy a matar. Voy a dejar unas cartas y unas cajas con cosas que quiero que tengan algunas personas. Llamen a Martita, que ella tiene una copia de las llaves de mi casa, así van a poder entrar sin necesidad de romper la puerta”, dejaría Rosita constancia en la causa cuando le tocó declarar como testigo.

Martita era una enfermera del Hospital Rossi, otra mujer que alguna vez había acudido al “infalible” parapsicólogo y se había hecho amiga.

A las 10 de la mañana siguiente personal de la comisaría Quinta entró en la casa con las llaves que les entregó Martita. Rojo yacía boca arriba en la cama, sin ropas y con un tiro de calibre 22 en la boca. En su trayectoria de abajo hacia arriba la bala quedó alojada en medio del cerebro. No había ni un solo signo de violencia. Por el contrario, todo estaba ordenado.

LAS CARTAS

Sobre la mesa del comedor había cuatro cartas. En el sobre de la primera decía: “A la opinión pública” y contenía una foto de su amante. La segunda estaba dirigida a la policía y en ella contaba las razones de su suicidio. Era la más extensa.

En una tercera carta indicaba con nombres y apellidos a qué amigos y amigas debían ser entregadas sus pertenencias con un detalle que casi no dejaba afuera ni una cucharita de café. Ahí también dejaba en claro a quiénes debían ser entregados sus dos gatos siameses.

El allanamiento a la casa de Rojo fue una sorpresa tras otra, más allá del esperable hallazgo de costosas ropas femeninas, zapatos, lencería y otros artículos que se encargó de repartir entre sus amistades a través de las cartas con las instrucciones que dejó.

En sus cartas, Rojo indicó a qué personas debían ser entregadas sus pertenencias

 

Pero lo que más llamó la atención fue la cantidad de potes con cenizas de restos humanos. Esto último lo confirmaron a la policía algunos de sus clientes que aseguraron que Rojo solía ir al cementerio a buscar huesos para incinerar y usar eso en sus “trabajos”.

En una de las cartas que dejó, la dirigida a su amiga Rosita, le pidió que no se pidiera por él ningún oficio religioso, puesto que esa forma no podría “volver”, según un pacto que dijo haber acordado con fuerzas malignas.

“Esta ciudad es un pañuelo. Me contaron que el tipo volvió a ser chofer de taxi y todavía a los sesenta y pico de años sigue en eso”, acota el veterano pesquisa.

En la carta que le dejó a la Justicia firmó como Gina y contó detalles de su operación, como que le había costado 3.500 dólares más gastos de viaje y alojamiento. Que su pareja no quiso acompañarlo.

Acaso Rojo no quería ser mujer, quería ser lo que su amante le pedía. Había cruzado un límite que era la transformación física a partir del deseo de otro, que ahora lo rechazaba. Pudo haber hecho su duelo y seguir con una nueva vida de persona trans operada. Pero eso le recordaba que había elegido un lugar del que no podía volver, del que no había regreso ni vuelta atrás.

“Quiere llevarse unos quinotos”, ofrece el veterano detective mientras cruzamos el gran jardín con frutales. Le digo que no, que si fuesen nísperos, con todo gusto.

Me dice que no es época. Tiene razón.

 

 

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