Cómo vivir 100 años: secretos de platenses centenarios y de algunos que aspiran a serlo
Edición Impresa | 3 de Diciembre de 2023 | 02:03

Alejandra Castillo
alecastillo95@hotmail.com
Somos lo que comemos, lo que entrenamos, las horas que dormimos y los cuidados que nos procuramos, como también nos constituyen nuestros amores, las horas felices y las tragedias o fracasos. Con eso andamos, ¿por cuánto tiempo?
En la docuserie Vivir 100 años, de Netflix, el investigador de la National Geographic, Dan Buettner, viaja a diferentes “zonas azules” del mundo para descubrir el secreto de una vida larga. Se llaman así a las áreas que tienen un alto porcentaje de población mayor de 100 años y a individuos activos hasta los 80 o 90.
Las regiones conocidas como zonas azules son la isla Ikaria, en Grecia; Okinawa, en Japón; Barbagia de Cerdeña, en Italia; Loma Linda, en California; y la península de Nicoya, en Costa Rica.
El investigador desarrolla su teoría de que hay nueve hábitos que guardan el secreto de la longevidad, ya que aparecen como denominadores comunes en las zonas azules: tener un sentido o propósito de vida; mantenerse en movimiento; reducir el estrés; no comer más allá de la saciedad; sumar verduras, frutas y granos enteros a la dieta; consumir vino regular y moderadamente; pertenecer a una comunidad; cuidar las conexiones con la familia y, sobre todo, mantener cerca a los amigos.
Sin embargo, otros teóricos sostienen que no son los buenos hábitos los que garantizan que una persona llegue a soplar las 100 velitas, sino el azar de la genética. Basan su teoría en la identificación de combinaciones de genes que están presentes en personas centenarias, como la variante llamada apolipoproteína E gen, que, encima, es una barrera de protección contra enfermedades como el Alzheimer.
La idea de vivir por mucho tiempo no obsesiona a todo el mundo, aunque el llamado “club de los 100 años” no para de crecer en La Plata y cada vez son más los que aspiran a sumarse en las mejores condiciones.
Uno de ellos es Saverio Poletti, que en la mitad de su vida decidió que no moriría antes de los 100 años, para lo cual puso manos a la obra: inició una dieta para pesar 80 kilos (estaba en 103), dejó de fumar (llegó a consumir tres atados diarios) y se volvió metódico con sus hábitos. Así, este hombre que el 15 de abril cumplió 82 años hizo realidad varios proyectos en la última década, como recorrer a pie 324 kilómetros del Camino de Santiago, en España, hacer trekking en El Chaltén, integrar el Coro Alpino y entrenar 5 veces por semana.
Otro que cumple años el 15 de abril es Héctor Ainciburu, aunque él llegó este año a los 100 y va por más. Trabajó hasta los 80 como secretario técnico en el Centro de Bioquímicos de La Plata. Y, si fuera por él, lo seguiría haciendo.
Angela Villano acaba de cumplir 99 y siempre fantaseó con que llegaría a los 100, pero ahora dice que no sabe, que por ahí no lo logra, aunque sus médicos y familiares se ríen cuando lo pone en duda. Mientras tanto ella teje con la vista de una veinteañera, escucha los noticieros y lee el diario, porque, aclara, no le gusta “vivir en un frasco”.
La misma adicción por el diario tiene Américo Smith, que alcanzó los 100 años en plena pandemia, por lo que sus vecinos no tuvieron mejor idea que cortar la calle para celebrarlo al aire libre y a todo trapo. Hace un mes, para los 103, su familia alquiló una casita de fiestas y sigue acumulando las remeras que le mandan a estampar para cada aniversario.
Los visitamos para cotejar sus hábitos cotidianos con los de aquellos habitantes de las zonas azules, pero las charlas se enfocaron en sus historias de vida, porque, de nuevo, somos mucho más que lo que comemos, dormimos o entrenamos.
EN BICI HASTA LOS 101
Américo nació hace 103 años en Colonia Hinojo, una pequeña localidad a 15 kilómetros de Olavarría, donde fue tambero, trabajó en un locutorio y residió hasta los 88, cuando su hijo lo convenció de mudarse con él a La Plata por un problema de salud y la muerte de su esposa. Para ser justos, Américo nunca estuvo del todo solo, porque la personalidad no se lo permite. Su sonrisa enorme es un convite a la amistad, tanto como su capacidad para entablar charla con perfectos desconocidos.
“Apenas llegó empezó a hablar con todo el mundo”, cuenta Eduardo, su hijo, reconociendo que en aquellos primeros días algunos vecinos de La Loma miraban “raro” a ese hombre que los encaraba con cualquier pregunta. Fueron los mismos que terminaron organizándole la fiesta comunitaria en octubre de 2020, cuando cumplió los 100 años.
“Nunca fumé, nunca tomé, ni fui mujeriego”, cuenta Américo entre risas, mientras le pide a Eduardo que traiga las fotos de aquella celebración y recita, con una memoria que da envidia, el verso que le dedicó su maestra de cuarto grado, en Hinojo. Cuenta que conserva allí su casa y que, cada vez que puede, va a “visitar a los amigos, aunque muchos se apuraron en irse”. Américo se pone serio una sola vez, cuando confiesa con lágrimas en los ojos que extraña a su esposa, la compañera de 48 años de vida.
Instantes después muestra las anotaciones de un partido a la escoba que jugó con las visitas de esa tarde y lamenta el dolor de rodillas que, según él, le hace pagar el haber andado toda la vida en bicicleta. En bici o a caballo. Nunca manejó un auto. Y pedaleó hasta los 101 años. Hoy sigue haciéndolo en un aparato fijo, con la supervisión de un kinesiólogo que también le indica ejercicios para mantener la movilidad del tren superior.
A este hincha de San Lorenzo le encanta mirar fútbol, leer el diario, cualquier programa que conduzca Guido Kaczka y los días de elecciones, probablemente porque su padre lo llevaba a caballo en tiempos que los conservadores no garantizaban sufragios libres y, así como llegaban, se iban. Al balotaje de noviembre fue a votar con una remera de Lionel Messi, el andador que le sirve de sillita cuando sale a tomar fresco a la vereda y su compañero de andanzas, Derek, un perrito de raza maltés.
Américo no es de rezar, pero está convencido de que “Dios me da una mano porque hago el bien”. Y reconoce que nunca imaginó llegar a esta edad: “Qué esperanza, si mi viejo murió a los 84 años y mi madre también”, sin considerar que eran longevos para su tiempo. Tuvo un hermano mellizo, que falleció siendo joven, y una hermana que murió a los 95.
¿Qué come? De todo, pero su perdición son los dulces, como esos bombones que le regalaron para el cumpleaños y los ejecutó rápidamente.
“ME DA MIEDO LA MUERTE”
Angela Villano cumplió 99 años hace dos semanas y vive sola en la misma casa que su marido construyó hace más de siete décadas en La Loma, aunque una de sus tres hijas reside en el mismo terreno, pero al frente. En el pequeño paraíso de Angela abundan las fotos de lo “importante” -familia, Diego Maradona, Gimnasia, el papa Francisco e imágenes religiosas- acomodadas en una suerte de altar incapaz de alojar un florerito más. Tiene un pequeño patio atiborrado de plantas y piezas de distinto tamaño, tejidas a crochet, sobre las que se apoya absolutamente todo. No llegan los ruidos de la calle. Solamente el canto de los pajaritos.
Angela nació en Navarro. Su familia se mudó a Etcheverry cuando ella tenía 9 años, porque su papá era ferroviario y quería que sus cuatro hijos estudiaran. Se instaló en La Plata a los 22, al casarse con un muchacho que era de esta ciudad y no paró hasta conquistarla, y se dedicó a “la familia, aunque me hubiera gustado estudiar o salir a trabajar para tener mi plata. Pero no se usaba”, apunta, como mirando por un espejo retrovisor que parece estar fijo a la altura de sus ojos. “Antes las mujeres teníamos que ser amas de casa, coser o tejer”. Y como ella estudió costura, se las arregló para dar clases o hacer algún trabajito en la casa. La vista de Angela sigue siendo tan buena como su memoria. Recuerda cada detalle del día que conoció a su esposo, los gestos cómplices de sus amigas en el baile, o a su mamá indicándole cómo hacer la comida cada vez que su salud frágil la obligaba a quedarse en cama. Por eso mismo en su casa comían sin sal y sin azúcar. “Y yo me acostumbré”, dice esta mujer que come poca carne (sólo asada o en estofado), le empalagan los dulces y reemplaza el agua por Ananá Fizz solamente en las Fiestas; y “sin alcohol”, acota.
Le gusta mirar fútbol y noticieros, casi tanto como leer diarios. También amaba caminar y estar en contacto con la naturaleza, hasta que, resalta, la pandemia y una cirugía de cadera la “achacaron” un poco a los 96 años. Lo que mantiene intacto es el contacto permanente con sus hijas, sus cinco nietos y los tres bisnietos, para quienes teje cualquier cosa que le pidan. Extremadamente religiosa, reconoce que “me he peleado con Dios porque a veces es injusto”, pero hace las pases en confesión y nunca deja de rezar. Uno de sus hermanos murió a los 100 años, sus padres con poco más de 70 y ella admite que le gustaría vivir hasta los 110 o 120, o “hasta que Dios diga basta”. Es que, admite, piensa mucho en la muerte “y me da miedo”.
IKIGAI
“Lo que más me importa en la vida es ser una buena persona”, asegura Héctor Ainciburu, “no sé si lo logré, pero tengo muchos amigos, muy buena familia y he tratado de no hacerle daño a nadie”.
Este hombre que cumplió 100 años en abril y lo celebró tres veces, vive solo en un departamento a pocas cuadras de Plaza Italia. “Mi actividad principal fue la docencia”, explica, “hice la carrera desde ayudante de alumnos, en 1947, hasta jubilarme como titular de dos cátedras de química en la facultad de Agronomía” de la UNLP, en 1990”. También fue Secretario Técnico del Distrito 1 del Centro de Bioquímicos, pero aclara que lo más “satisfacción y alegría” le produjo en la vida fue su rol de docente.
Estuvo 58 años casado con Noemí, hasta que ella murió en 2013, y tuvieron dos hijos, un varón - con el que almuerza todos los sábados- y una mujer que vive en Italia desde 1990. Con ella se comunica a diario por videollamada.
Los okinawenses usan la palabra “Ikigai” y los nicoyanos hablan de “plan de vida” para aludir a eso que nos da sentido e impulsa a levantarnos cada mañana. El Ikigai de Héctor es su familia: “Yo disfruto con mi hijo, mi nieto o hablando con mi hija, que siempre fue la castañuela de la casa”. Los amigos también son importantes, como esa vecina de fierro con la que comparten la lectura del diario o aquellos que conoció por su trabajo. “Uno tiene 70 años y todavía juega al fútbol”, cuenta, y bromea que a ese ritmo “va a durar hasta los 150”. A la hora de hablar de buenos hábitos, Héctor menciona que comió “siempre muy sano, gracias a mi mujer”; hizo deporte desde muy joven (nadaba a mar abierto en Mar del Plata, donde vivió hasta los 17 años) y procura mantenerse activo o en movimiento. Una vez que dejó de ir al centro de bioquímicos, a los 80 años, ocupó su tiempo en aprender programas como el Excel, Word y manejo de redes sociales. No menos importante: cumple con los controles médicos regulares y lo asiste un masajista para evitar los dolores musculares y articulares. “Nunca pensé que fuera a llegar a esta edad”, admite.
EL CAMINO DE SAVERIO
Con 76 años y el firme propósito de delegar el control de la empresa a su hijo menor, Saverio Poletti resolvió hacer el Camino de Santiago, después de ver una película. “El es mi abuelo, quien decidió proponerse un objetivo a su edad para sentirse vivo, quien eligió cómo iba a vivir los 24 años de vida que le quedaban”, escribió entonces, lleno de orgullo, uno de sus seis nietos.
En 2017 Saverio caminó 340 kilómetros en 17 días, de Oviedo a Santiago de Compostela, con la misma firmeza con la que bajó del barco que lo trajo de Italia cuando tenía 9 años, “proveniente de Villa di Tirano, de la región de Lombardía”, contó su nieto.
Estudió hasta tercer año de la carrera de Ingeniería, entendió que las empresas familiares no eran una buena idea (al menos en su caso) y emprendió la propia. Se casó, se separó y encontró a la mujer con la que compartió 52 años de su vida, hasta que ella murió, hace siete meses. Tuvo tres hijos y seis nietos, pero lo que hace tan particular a este hombre de 82 años es ese rasgo que lo impulsó a emprender aquel mítico peregrinar cargando una mochila de 16 kilos: la fiereza con la que encara cualquier desafío. Quizás sea porque su Ikigai es llegar a los 100 años.
“Si tuvieras que manejar 10 mil kilómetros, ¿qué harías con el auto?. Lo llevarías al mecánico para no quedarte en el camino. ¿Cuántos años querés vivir? Es lo mismo”. Hace aproximadamente 30 años dejó de fumar y reguló su peso con ayuda de una nutricionista. Actualmente va a natación, musculación y aquagym, hace circuitos en bicicleta con un amigo e inversiones en la bolsa desde el piso que comparte con su mascota Mini, un Cotón de Tulear, en la zona del Teatro Argentino.
¿Cuál es el secreto? “Aprender a manejar el problema”, asegura. Por ejemplo, le encantan el chocolate al 80 por ciento, las nueces y el vino, pero sabe exactamente cuánto puede consumir por día, como reguló el dinero a invertir en acciones. “Me doy los gustos, porque puedo sacar los pies del plato y volver a ponerlos”.
Por filosofía y formación sabe que “la religión es un mito”, pero antes de la pandemia solía pasar algunos ratos en la capilla del hospital Italiano “No pierdo nada y me hace bien. Ahí estás desnudo y hablando con quien no te va a desmentir”.
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