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En la literatura fueron aceptadas. Don Quijote no dejó de insultar a su escudero. Pero ahora los malhablados son expulsados de Facebook y hay sanciones legales contra ellos
Roberto Fontanarrosa
Marcelo Ortale
Marcelo Ortale
Una especialista en robótica, Emma Byrne, escribió hace poco un libro que tituló Swearing is Good For You (Insultar es bueno para usted), en el que hace un estudio sobre la naturaleza y valor de las malas palabras en los distintos idiomas.
En el texto sostiene que gracias al aporte de pretéritos cirujanos de la era victoriana y ahora, de los más modernos neurocientíficos, la humanidad en esta época sabe mucho más sobre lo que significan las malas palabras en la vida social. Sin embargo, en la introducción advierte que “como todavía se lo considera algo chocante, esa información no se ha generalizado. Es una jodida pena”.
Decir malas palabras, insultar, ¿es bueno o es malo? La historia del tema está llena de aristas controvertidas y hay bibliotecas enfrentadas. Poco después de presentar su libro, Byrne recibió el llamado de un famoso crítico literario que le preguntó cuánto tiempo había dedicado a escribir esa pavada. Allí la autora comprendió que “falta mucho para que las obscenidades sean un tema respetable de investigación”.
Algunos lingüistas sostienen que, en realidad, las malas palabras son pocas, que integran desde hace siglos una reducida colección. No así los insultos, que se promueven o decaen con más dinamismo. Si uno mira el inventario de las clásicas malas palabras del idioma español, podrá ver que son casi las mismas desde hace siglos, con pocas variaciones. Pero Byrne está en la otra biblioteca y sostiene que las malas palabras se reinventan de una generación a otra, “a medida que los tabúes cambian”.
Una mala palabra dicha a tiempo puede reducir el estrés, dice Byrne. Sirve también para unir a equipos de trabajo, para liberar tensiones. Por el otro lado, es claro que a las malas palabras nunca le faltaron detractores.
Ese gran testigo de los tiempos que fue y sigue siendo la literatura dejó muchas muestras –algunas de ellas ciertamente de gran valor- sobre el empleo de las malas palabras y de los insultos en las distintas épocas.
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El caso más conocido es el del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, el desgarbado caballero andante que no dejó de propinarle toda clase de improperios al pobre Sancho Panza que lo acompañó en sus andanzas.
El Inadi y los custodios del habla se habrían hecho hoy una panzada con el Hidalgo, que casi nunca ofendió a molinos, gigantes o magos, como lo hizo, en cambio, con su estoico acompañante. La acumulación variopinta de insultos del Quijote a su escudero es llamativa.
Estos párrafo dan una muestra: “¿Pensáis -le dijo a cabo de rato-, villano ruin, que ha de haber lugar siempre para ponerme la mano en la horcajadura y que todo ha de ser errar vos y perdonaros yo? Pues no lo penséis, bellaco descomulgado, que sin duda lo estás, pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea. ¿Y no sabéis vos, gañán, faquín, belitre que si no fuese por el valor que ella infunde en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga?”
“Decid, socarrón de lengua viperina, ¿y quién pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante y héchoos a vos marqués, que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada, si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser. ¡Oh hideputa bellaco, y cómo sois desagradecido: que os veis levantado del polvo de la tierra a ser señor de título y correspondéis a tan buena obra con decir mal de quien os la hizo!”
No tuvo Cervantes, como tampoco lo tuvo la galaxia de escritores de todos los siglos anteriores, problemas por usar malas palabras. Y eso que casi todos ellos atravesaron épocas rígidas, puritanismos medievales o tiempos regimentados por las normas de la no tan santa Inquisición.
Y en esta época actual, liberal y lanzada, tan progresista, paradójicamente se están alzando barreras y redes de contención para los insultos y las malas palabras.
El fenómeno más notable se vive en el universo reciente de internet, de las redes sociales en donde si algún mal hablado se descontrola, lo expulsan del universo digital.
El llamado “hater” (una persona que en Facebook o en cualquier otra comunidad digital se dedica a insultar, a criticar, a discriminar a otros) pasó a ser ahora, legalmente, una persona denunciable. Y es desterrado de las redes cuando logra ser identificado.
En la ciudad de Buenos Aires el autor de un insulto o de un acoso cibernético puede ser sancionado con multa o, inclusive, con un trabajo comunitario, tal como lo marca una ley. Además de que existen algoritmos –que vendrían a ser filtros automáticos- los propios usuarios están poniendo en movimiento un verdadero autocontrol en las redes.
Según informó, en la última década se multiplicaron por diez las denuncias por discriminación verbal y otras faltas digitales en la ciudad de Buenos Aires. Los twiteros mal hablados pueden ir –y han ido- presos.
En cuanto a los insultos –que no ascienden a la categoría de malas palabras- el español Rafael del Moral en su Discurso temático escribió una suerte de catálogo y diferenció a los que apuntan a la salud mental (idiota, adoquín, lerdo, mameluco, mentecato, pazguato, imbécil, retrasado, estúpido, mastuerzo, atontao, orate, loco, subnormal, deficiente, majadero, cenutrio, zoquete), a la educación (analfabeto, ignorante, palurdo, berzotas, gaznápiro); a la bondad (sinvergüenza, ladrón, bellaco, degenerado, bribón, granuja, chupasangre, sanguijuela, cantamañanas, chupóptero, zascandil, canalla) y a la valentía (cagueta, cobarde, pusilánime, gallina, alfeñique, lechuguino).
Centenares de lingüistas hispanoamericanos rieron a carcajadas en el cierre del Congreso de la Lengua en Rosario, en 2004, ante el mensaje del noble humorista Roberto Fontanarrosa, al que un lúcido organizador le asignó el cierre del encuentro.
“La pregunta que ahora me hago es por qué son malas las malas palabras. O sea, quién las define. Por qué, qué actitud tienen las malas palabras. ¿Le pegan a las otras palabras? ¿Son malas porque son malas de calidad, o sea, ¿cuando uno las pronuncia se deterioran y se dejan de usar?”. Hubo risas, pero, claro, no respuestas.
Las religiones –la Biblia, el Talmud, el Corán- las condenan. No es bueno faltarle el respeto a nadie, de Dios y Alá para abajo, es lo que dicen. Mahoma sostenía que todo hombre que crea en Dios y en la trascendencia, debe hablar algo beneficioso o guardar silencio. Intercambiar insultos con un creyente es terrible y pelear con palabras es una forma menor de incredulidad. Maldecir a un creyente es como matarlo.
Y ahora en la Argentina una de las clásicas malas palabras se puso de moda. Se trata de “carajo”, asociado en distintas culturas al miembro viril. Más tarde se lo relacionó con la pequeña canastilla que se encontraba en lo alto del palo mayor de los buques antiguos. Así, al marinero indisciplinado lo mandaban a subir a ese lugar como castigo.
Ocurre que ahora esa palabra –sin duda que no convencional, perteneciente al lote de las “malas- rebrotó con fuerza en la última campaña electoral de nuestro país, convertida en ariete electoralista.
No es nueva, claro. Por ejemplo la usaron en Malvinas los combatientes que ofrendaron su vida en monte Tembledow y los pilotos de aviones de combate al iniciar sus ataques contra barcos de la flota inglesa. Allí dijeron “viva la Patria, carajo”. Dicen que en esos momentos críticos, cuando la vida está en juego –como cuando hace falta descargar estrés o lamentarse por una desgracia- una mala palabra no viene mal.
“La pregunta que ahora me hago es por qué son malas las malas palabras”
“Falta mucho para que las obscenidades sean un tema respetable de investigación”
Algunos lingüistas sostienen que, en realidad, las malas palabras son pocas
“En Argentina, por ejemplo, una de las clásicas malas palabras se puso de moda: carajo”
Roberto Fontanarrosa
Emma Byrne
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