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El último libro de Rafael Felipe Oteriño -Pensar la poesía- procura desentrañar un pretérito misterio. El caso de Almafuerte y López Merino, dos figuras opuestas y admiradas por los platenses
El poeta platense Rafael Felipe Oteriño
Marcelo Ortale
Marcelo Ortale
Paul Valery, Antonio Machado, Mallarmé, Jorge Luis Borges, Alberto Girri y T. S Elliot, entre muchos otros, se ocuparon de analizar la poesía para determinar si es producto de una emoción o de un acto de pensamiento. Las imágenes las crean las palabras, pero a estas quién las crea y de dónde vienen.
El último libro del poeta Rafael Felipe Oteriño, Pensar la poesía (Ediciones del Dock, Buenos Aires, 202) escrito en prosa, se ocupa de indagar el lenguaje poético y, por consiguiente, se hace cargo de profundizar en un pretérito interrogante intelectual.
Y si bien el discurso oscila sobre la ecuación emoción-razón, en las primeras páginas ofrece un testimonio que propone una salida concertada entre la gestación emotiva del poeta y la racionalidad del lector.
El fenómeno poético, dice, se trata de una experiencia estética de partida doble: primero en el autor, “como irrupción de un contenido que busca refugio en las palabras, y luego en el lector, cuando hace suyo el objeto verbal denominado poema (que es, en sí mismo, una partitura a la espera de alguien que, mediante la lectura, la ejecute). De manera que la poesía es un acontecimiento que tiene su manifestación en el encuentro del autor y del lector con las palabras”.
Pero además del intento por desentrañar el origen misterioso de la poesía –algunos concluyen que, seguramente, surge de la fusión de lo emotivo con lo racional- el libro de Oteriño trae, entre otro temas de interés, el referido a dos de los poetas más emblemáticos de La Plata –Almafuerte y Francisco López Merino- que pese a ser tan diametralmente opuestos en vida y obra, en personalidad y estilo, fueron asumidos como los creadores de excelencia de la Ciudad. Pese a ser tan diferentes, los platenses adoptaron a los dos.
Conviene aquí adelantar un párrafo: “No se conocieron, no hubieran podido conocerse. Cuando Almafuerte murió en 1917, López Merino tenía apenas trece años. Pero si en la Ciudad, todavía joven, se hubieran cruzado, seguramente ninguno hubiera reparado en el otro, pues, fuera de la diferencia de edades, eran temperamental y literariamente distintos. Sin embargo, la ciudad de La Plata hizo de ambos sus hijos dilectos. Uno, Almafuerte, inflamado y colérico, capaz de llegar hasta el escritorio de un funcionario público para exigirle el nombramiento de una maestra en una localidad pueblerina del interior bonaerense; el otro, López Merino, intimista y melancólico, más cómodo en la confidencia del ámbito familiar que en los salones del poder.
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El otro tema de real interés pasa por el rescate de poetas platenses que vivieron su profesión “en silencio”, a la manera de un Enrique Banchs y que, sin embargo, fueron reconocidos por la posteridad.
Dividido en cuatro secciones, en sus 204 páginas el libro se ocupa de los siguientes temas:
Parte I.- Pensar la poesía; La poesía en el ensayo; Apostillas sobre el lenguaje poético; El acto y el lugar de la poesía; Acerca del estilo tardío; La prédica de un lenguaje claro.
Parte II.- Las Cartas a un joven poeta cien años después; El Cementerio marino de Paul Valéry; Sobre el silencio de algunos escritores; El Anábasis de Saint-John Perse.
Parte III.- La poesía en la casa de la mente; Una defensa de la poesía; La autonomía del hecho poético; Formas abiertas y formas cerradas; Capturar lo inasible; Cosmopolitismo, juego y fiesta.
Parte IV.- La historia de un poema.
Bien los llama “escritores antípodas” a Almafuerte y a López Merino
Cabría agregar que 2024 fue un año fecundo en lo que se refiere a la publicación de libros por parte de Oteriño, a quien su cargo de vicepresidente de la Academia de Letras lo obligó a brindar conferencias y asistir a congresos literarios en nuestro país, en España y en Ecuador. No obstante ello editó en los últimos meses dos libros de ensayo y uno de poesía, este último Ciudad platónica, con poemas dedicados a La Plata (Hybris Ediciones, 2024).
Bien los llama “escritores antípodas” a Almafuerte y a López Merino porque nada más opuesto que ambos. El primero nació en San Justo, llegó joven a La Plata y a poco fue calificado como uno de los poetas más destacados. A tal punto que se lo incorporó a los cinco sabios de la nuestra ciudad, junto a Florentino Ameghino, Juan Vucetich, Carlos Spegazzini y Alejandro Korn.
Las metáforas de Almafuerte salían de un yunque ruidoso y musical; las de López Merino, nacido en nuestra ciudad, sonaban atenuadas e intimistas. Dice también Oteriño que “las comparaciones podrían seguir y señalarse que lo que Almafuerte tiene, aún hoy, de energía oral, López Merino lo conserva en cuanto a variedad cromática. Lo que permite, a su vez, afirmar que el primero es leído como un poeta de conceptos, enfático y fundacional, que se abre a la realidad, mientras que el otro despliega una sensibilidad lindante con el impresionismo (si hubiera sido pintor estaría enrolado en la escuela del “puntillismo”). Ambos fueron musicales, pero a su manera. Ambos igualmente rigurosos en la construcción de sus poemas y de ahí su permanencia: las formas vehementes del primero -sonetos, cuartetos, endecasílabos, alejandrinos- y la palabra pulida, irreemplazable, del otro, los salvan del desgaste del tiempo.
De los dos se ocupó Borges en varios escritos y poemas. De Almafuerte dijo que era “desordenado e inculto o, lo que es más grave, semiculto. Innovó en la ética y es quizá el único poeta genial de la literatura argentina”, para añadir en una conferencia que él no había entendido el poema “El misionero” de Almafuerte, pero qué en su caso “qué puede importar la comprensión intelectual, si se trataba de versos”.
Oteriño valora a este Almafuerte social y tonante, mientras que de López Merino recupera el sentimiento platense que lo evoca, “la devoción recoleta, expresada en voz baja, entrecortada por silencios, como en un duelo que no tuviera fin hacia la persona y el secreto del poeta entrañable”.
La Plata vivió desde sus inicios en un dilema irresuelto desde entonces, consistente en saber si nació como faro intelectual de las ciencias duras o, en cambio, cultora de las ciencias humanísticas.
A su modo, en la poesía y con estos dos autores ocurrió algo parecido. Así lo expresa el texto de Pensar la Poesía: “Digo que si Almafuerte pudo ser la expresión de la ciudad recién fundada -el espíritu y la voluntad proyectándose sobre la tierra nueva, sin historia ni antepasados a quienes honrar, López Merino fue la expresión del perfil que la ciudad adoptó a poco de que sus habitantes la fueron haciendo suya y le imprimieron el ritual emotivo de sus costumbres”.
El libro dedica también un capítulo a los “escritores del silencio”
La síntesis explica y une casi todo. “Almafuerte significa para La Plata la irrupción de una fuerza exógena, vital, animosa, que hoy podría ser rastreada en la efervescencia de las aulas universitarias y en el debate parlamentario, mientras que López Merino traduce un lirismo tenue, elegíaco, atravesado por el resplandor insoslayable de la cercana capital cosmopolita, pero identificado con la ciudad hasta el punto de representarla”, señala Oteriño.
El libro dedica también un capítulo a los “escritores del silencio”, aquellos que dejaron su obra y enmudecieron luego, porque la tarea estaba cumplida. Razones de espacio impiden extenderse en esa nómina que, entre los platenses, Oteriño incluye en ese recatado grupo al primero que hizo versos en La Plata, Matías Behety, continuado por figuras como las de Alberto Ponce de León, Benito Lynch, Roberto Themis Speroni, Horacio Ponce de León, Gustavo García Saraví y Horacio Castillo, de quienes resume sus aportes tan valorados y narra anécdotas imperdibles.
El poeta platense Rafael Felipe Oteriño
El poeta Almafuerte en la puerta de su casa de avenida 66 entre 5 y 6, en el año 1905
Francisco López Merino
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