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Aunque esencial para la vida, su consumo excesivo representa uno de los principales factores de riesgo para enfermedades cardiovasculares, renales y neurológicas. Qué dice la ciencia
Las tostadas de pan integral y los vegetales frescos ayudan contra el exceso de colesterol / Pixels
Una cuchara de sal puede parecer inocente. No tiene calorías, ni grasas, ni azúcares. Es blanca, discreta, casi invisible. Pero en silencio —y muchas veces sin que lo sepamos— se convierte en una amenaza crónica para la salud. En la Argentina, según datos del Ministerio de Salud, el promedio de consumo diario de sal es de 11 gramos por persona, más del doble de lo recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que establece un máximo de 5 gramos al día.
La sal no solo se encuentra en el salero. Más del 70% del sodio que ingerimos proviene de alimentos procesados y ultraprocesados: fiambres, sopas instantáneas, snacks, productos de panadería, quesos, conservas y hasta bebidas. ¿Por qué está en todas partes? Porque conserva, potencia sabores y tiene bajo costo. El problema no es la sal en sí misma —de hecho, el sodio es necesario para funciones vitales como la transmisión nerviosa o el equilibrio de líquidos—, sino el exceso.
El sodio, principal componente de la sal, es imprescindible para vivir. El cuerpo lo necesita para mantener el equilibrio hídrico, ayudar al funcionamiento muscular y regular la presión arterial. Pero cuando se consume en exceso, el organismo no puede eliminarlo del todo. El resultado: retención de líquidos, aumento del volumen sanguíneo y, en consecuencia, mayor presión arterial.
La hipertensión es la puerta de entrada a múltiples enfermedades crónicas. Entre ellas, las más frecuentes son el infarto de miocardio, los accidentes cerebrovasculares (ACV) y la insuficiencia renal. Según datos de la Sociedad Argentina de Hipertensión Arterial, más del 30% de la población adulta del país sufre hipertensión, y un tercio de quienes la padecen no lo sabe. La causa principal es el consumo excesivo de sal.
Además, hay evidencia científica creciente que vincula la sal con otros problemas de salud: osteoporosis (por pérdida de calcio urinaria), deterioro cognitivo, enfermedades autoinmunes y ciertos tipos de cáncer gástrico. Incluso, estudios recientes advierten sobre su influencia en la microbiota intestinal, afectando el sistema inmune y el metabolismo.
¿Por qué cuesta tanto reducir la sal? Porque el umbral del gusto se adapta. A medida que consumimos más sal, la lengua se acostumbra, y necesitamos dosis mayores para sentir sabor. Es un fenómeno comparable al del azúcar o la cafeína: se construye tolerancia. Pero hay más. El sodio activa ciertos receptores cerebrales relacionados con el placer, lo que refuerza su consumo. En otras palabras, es un gusto adquirido con efectos adictivos.
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Reducir la sal implica un proceso de reeducación del paladar. Si se baja progresivamente el consumo de sal, en unas pocas semanas los receptores gustativos se reajustan y los alimentos “menos salados” vuelven a percibirse sabrosos. Es una cuestión de paciencia y persistencia.
En Argentina, la Ley Nacional N.º 26.905 —sancionada en 2013— establece límites máximos de sodio en alimentos procesados y promueve campañas de concientización. Gracias a esta legislación, se logró una reducción promedio del 25% de sodio en productos clave como panificados, embutidos y snacks. Sin embargo, los especialistas advierten que las metas no se han actualizado y que el cumplimiento es irregular.
Además, la reciente Ley de Etiquetado Frontal de Alimentos (2021) representa un avance importante: obliga a identificar los productos con exceso de sodio mediante un sello negro visible. Esto permite al consumidor tomar decisiones más informadas. Pero aún falta mucho por hacer: según encuestas del INDEC, sólo el 30% de los argentinos lee con atención las etiquetas nutricionales, y apenas un 15% modifica su conducta de compra en función de esa información.
Lo cierto es que reducir el consumo de sal no es solo una cuestión de gusto o moda saludable. Es una necesidad sanitaria. Según la OMS, disminuir la ingesta de sodio a menos de 5 gramos diarios podría evitar cerca de 2.5 millones de muertes por año en el mundo. Y lo más importante: es una medida preventiva, económica y al alcance de todos.
La próxima vez que un paquete diga “saborizados” o “conservados con sal”, vale la pena pensarlo dos veces. Porque detrás de esa pizca de sal —invisible, cotidiana, culturalmente arraigada— puede esconderse un precio muy alto. Uno que se paga con salud.
Usar especias y hierbas aromáticas:
Orégano, tomillo, albahaca, cúrcuma, jenjibre, pimienta, entre muchas otras.
Leer las etiquetas:
elegir versiones reducidas en sodio y priorizar productos sin sellos de advertencia.
Aprovechar ácidos naturales:
jugo de limón o vinagres, que realzan el sabor sin aportar sodio.
Evitar el salero en la mesa:
muchas veces se agrega sal sin siquiera probar el plato.
Cocinar desde cero:
evitar productos ultraprocesados, preferir alimentos frescos y caseros.
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