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"Perdidos en Tokio": un vacío más allá del amor

24 de Febrero de 2004 | 00:00
Pudorosa aunque no ascética, limpia de imagen, sin muchas palabras y explicaciones, "Perdidos en Tokio" es una de esas películas que parece "fácil" pero desborda de implicaciones y colateralidades. Película de implícitos. Personajes, situaciones, clima son sus tres soportes, ha advertido un crítico. La primera imagen de la película de Sofía Coppola (32) es la cola de Scarlet Johansson (18 años que parecen 25) en bombacha recostada en la cama del Hyatt Hotel de Tokio, abandonada, sin saber qué hacer en una ciudad de 12 millones de habitantes de cuyo idioma ideográfico desconoce todo. Charlotte (Johanssson) duerme, o mira televisión sin rumbo, se toma de las piernas en posición fetal, o mira por los ventanales la gran ciudad expulsiva por inabarcable. La segunda situación es el rostro de Bill Murray en el ascensor del hotel. Es el rostro reconocible, filosófico de Murray, inmutable pero intensamente expresivo, no de aburrimiento sino de tedio, con un dejo de ironía que todavía no es cinismo, oscilante entre la resignación y la desesperación. Esa cola y esa cara, simbólicas, dicen casi todo. Falta que sus dos propietarios se encuentren. Es ella la que le sonríe en el ascensor a Bob (un ya cincuentón Murray). Desatendida por su esposo a quien empieza a no reconocer ("No sé con quién me he casado", le confiesa una noche a una madre que tampoco escucha), Charlotte no busca un amante. En realidad, parece que ninguno de los dos busca ya nada. A lo sumo, encuentran, desorientados como están, desconcertados con sus elecciones de vida anteriores, esas que traen en su traslado fugaz a Tokio.

En "Perdidos en Tokio" no hay escenas de sexo. Apenas, dos leves contactos físicos. En la cama los dos, Bob le acaricia un pie a Charlotte. En la barra del bar del lujoso hotel, él la toma de la mano. No se sabe qué va a pasar con los enamorados -ambos casados- después de Tokio. Esta elección de Coppola por "lo que no fue" ¿no encaja a la perfección con la prédica moralista de abstención sexual que propone como política la gestión bushista? Los suspicaces freudianos dicen que el abstencionismo sexual es paralelo al intervensionismo guerrero. ¿Acaso "haga el amor, no la guerra" no definió mejor que nada el fracaso interno de Estados Unidos en Vietnam, guerra nunca declarada por el Congreso y provocada a partir de un incidente fraguado en el golfo de Tonkin. No obstante, sería injusto decir que "Perdidos en Tokio" es una película puritana. Al contrario, muestra que dos matrimonios no funcionan, como si la institución no contuviera. Además, el desenlace amoroso queda abierto. Los enamorados siguen perdidos y se separan, pero ¿tal vez para siempre? ¿Y en el abrazo final, qué le dice al oído Bob a Charlotte? ¿Fija una cita en Estados Unidos? ¿Se despide? ¿Le advierte que ya no hay retorno entre los dos, o bien que fue lo mejor de sus últimos años pero que no podrá ser? Más que tristeza, en "Perdidos en Tokio" hay pena. Algo se ha perdido y no es sólo la posibilidad del amor. La ciudad japonesa y el hotel lujoso son interregnos. Un intervalo. Ambos están en estado de suspensión. Tal vez en sus propios hogares y en su país no tengan tanto en común. ¿Quién sabe? La idea de fugacidad (sobre la posibilidad de conectar con alguien y ¿ser feliz?) y la idea del tedio (de matrimonios devenidos frustrantes y trabajos que prodigan dinero pero no conformidad existencial) hablan de algo impreciso y molesto que está más allá y más adentro.

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