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Utopías

Por JOSE LUIS DE DIEGO ESPECIAL PARA EL DIA

Utopías

Utopías

19 de Septiembre de 2008 | 00:00
Cuando se utiliza, a veces abusivamente, el adjetivo "utópico/a", se ignora con frecuencia el origen del mismo. La utopía fue, en principio, un género, consagrado a partir del reconocimiento que obtuvieron algunos clásicos renacentistas, especialmente "Utopía", de Sir Thomas More -conocida en latín en 1516 y en inglés en 1551-; "La ciudad del Sol", del dominico italiano Tommaso Campanella, de 1602; y "La Nueva Atlántida", la utopía proto-tecnológica que dio a conocer, en 1627, el filósofo inglés Francis Bacon. En aquellos casos, se trataba de postular un mundo posible, distinto de lo que llamamos el mundo real, en el que se hubieran corregido los males que aquejaban a la sociedad por entonces. Un mundo posible y mejor.

Cuando, por los años setenta, yo era más joven que ahora, el adjetivo solía circular acompañado de un tono malicioso y despectivo. Porque no eran los clásicos los que resonaban en el uso de la palabra, sino un texto muy difundido en aquellos años en los círculos intelectuales y políticos: "Del socialismo utópico al socialismo científico", de Friedrich Engels, publicado originalmente en francés en 1880; de su amplia difusión da cuenta el propio Engels en su prólogo a la edición inglesa: "En 1883 nuestros amigos de Alemania publicaron el folleto en su idioma original. (...) No sé de ninguna otra publicación socialista, incluyendo nuestro 'Manifiesto Comunista' de 1848 y 'El Capital' de Marx, que haya sido traducida tantas veces". Allí, el adjetivo utópico sirve para calificar a variantes del socialismo que se basaban en una fe más o menos ilusoria en el progreso de la humanidad y en un diagnóstico equivocado de la situación social y, por ende, de las soluciones posibles para remediar sus males. Dice Engels: "En 1802, vieron la luz las 'Cartas ginebrinas' de Saint-Simon; en 1808, publicó Fourier su primera obra, aunque las bases de su teoría databan ya de 1799; el 1 de enero de 1800, Robert Owen se hizo cargo de la dirección de la empresa de New Lanark". El texto es una abierta polémica contra las influyentes teorías de principios del siglo XIX, inspiradas en estos tres hombres, y la posición de Engels hizo caer en descrédito a las utopías y a los utópicos. Decía el escritor uruguayo Mario Benedetti en 1973: "Muchos escritores que se dijeron revolucionarios, demostraron más tarde que en realidad sólo apuntaban a una revolución utópica. (...) Tiene la ventaja de que es perfecta, pero la desventaja de que nunca se realiza, lo cual constituye para algunos pusilánimes un panorama nada decepcionante. La revolución posible, en cambio, tiene la desventaja de que es imperfecta, pero la ventaja de que es verosímil; es decir, que a veces la historia le otorga su aval". Curiosamente, ya en los años ochenta y en democracia, se asiste al resurgimiento de la dimensión utópica esta vez con connotaciones marcadamente positivas. Las citas podrían, en este sentido, multiplicarse al infinito, ya que el uso del término -con un alcance semántico muy difuso- excedió los límites del debate intelectual y se extendió a ámbitos muy diversos: agrupaciones estudiantiles y elencos teatrales se denominan "Utopía"; un disco de Joan Manuel Serrat tiene ese título; "Clarín" publicó un suplemento encabezado por la pregunta "¿Necesitamos los argentinos una utopía?"; David Blaustein filmó una película sobre los Montoneros: quienes rechazaban de plano esa calificación, ahora son "Cazadores de utopías".

DISTOPIAS

Sin embargo, varios años antes, el género que conocemos como ciencia ficción había trastocado en sus fundamentos a la tradición utópica. Si las utopías clásicas postulaban, como dijimos, mundos posibles mejores que el real, la ciencia ficción invierte el sentido del género mediante la representación de mundos posibles pero peores que el real. Se los ha llamado distopías (aunque también puede pensarse que las distopías anclen en otra tradición: la que inaugura, en Occidente, el Apocalipsis atribuido al apóstol Juan). La génesis literaria de esta variante se asienta en un trípode de novelas largamente consagradas: "Un mundo feliz" (1932), del inglés Aldous Huxley; "1984" (1949), de George Orwell (en la que aparece el omnipresente Big Brother, que aún soportamos en televisión); "Farenheit 451" (1953), del estadounidense Ray Bradbury. En estos casos, el mundo posible representa una consecuencia o efecto de las tendencias existentes en el mundo presente y los textos tienen un carácter de advertencia: esto es el horror que nos espera si todo sigue así; si no cambiamos algunas cosas, desembocaremos fatalmente en esto. El cine ha multiplicado las versiones de ese futuro distópico: el dominio de las máquinas sobre los hombres ("Terminator"); una sociedad regida por la más feroz racionalidad burocrática ("Brazil"), o dominada por despóticas multinacionales ("Blade Runner"); un hombre alienado y perdido en las encrucijadas de la realidad virtual ("El vengador del futuro", "Videodrome", "Matrix"); un mundo que ha sufrido un colapso energético ("Mad Max"), o que ha dejado escapar un virus incontrolable ("Soy leyenda"), entre cientos de ejemplos. No deja de ser llamativo que se produzca en estos días tal proliferación de utopías negativas, de fantasías paranoicas. Incluso es más llamativo que se haga poco y nada para evitar lo que no es inevitable.

Sea como fuere, hay algo que hermana y articula a utopías y distopías. Los mundos posibles diferentes, mejores o peores, tienen en común el desencanto con el presente, la rebeldía contra el pragmatismo reinante, contra la conveniencia de acomodarse como sea a lo dado, contra el conservadurismo inmoral del que quiere salvarse solo. El mundo y el hombre son fatalmente imperfectos y las utopías, se sabe, son inalcanzables, pero marcan el norte de nuestras acciones, son el motor de nuestra esperanza. Y eso no es poca cosa.

dediego_jl@yahoo.com.ar


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