Clive Owen, un nuevo tipo de héroe
6 de Diciembre de 2009 | 00:00
"Dormiré tranquilo cuando esté muerto", hoy por Space a las 17.10. Buen cine negro inglés. No se trata de esos policiales geométricos deductivos o inductivos que impuso Conan Doyle o la señora Christie. Nada de eso, sino puro cine negro, con fuerte influencia de los hijos norteamericanos (inventores de la variante) y de aquel "free cinema" de los 60 que introdujo la calle, lo urbano, la mugre y la mediocridad de los ambientes proletarios. Los franceses también hicieron su aporte, con el cine "noir", y cada uno lo desarrolla a su manera. No hay que confundir (según hacen los legos) con el llamado "de acción". El policial negro puede o no tener algún momento de acción, pero lo principal son el drama del protagonista y de los otros personajes que lo convocan, el registro del contexto social urbano y cierto pesimismo en torno a las posibilidades de felicidad del hombre de las grandes ciudades. Se trata del micromundo de los gángsteres y clandestinos como síntesis y quintaesencia del mecanismo global de acumulación del dinero por parte del capitalismo. Se sabe que el último cuatro de siglo, con el neoliberalismo, la financierización del capital y la "patria financiera" global, Londres se convirtió en un centro mundial de tráfico de dinero, con el agregado de capitales no del todo claros por parte de financistas de Rusia y territorios de producción y lavado de flujos de dinero ilegal.
Aquí, en el resultado de este clima cultural, es donde se ubica "Dormiré cuando esté muerto", del 2003, recibida con indiferencia por el gran público aunque no se lo merecía dado que tiene suficientes mecanismos de atracción por el lado del espectáculo y el "entertainment" (lo digo así, en el inglés-norteamericano original, porque este concepto propio de Hollywood y de la cultura como espectáculo de Estados Unidos no tiene traducción que implique lo mismo en la palabra "entretenimiento" de Argentina, salvo que se piense en la televisión de Tinelli). En "Dormiré cuando esté muerto" el protagónico está a cargo del gran Clive Owen, el de "Niños del hombre", entre otras muchas. El Reino Unido ha dado en los últimos años la mejor generación de actores, muy por encima de lo aportado por Hollywood, en este último caso tal vez no por limitaciones de sus intérpretes (que las tienen, como el pibe casado con Demi Moore) sino por las significación y sentido bobos de casi toda la producción en la que intervienen según el mencionado concepto de "entertainment". Es un tema para analizar, porque en su época de oro los grandes estudios hollywoodenses produjeron nutridas galerías de estupendos actores en películas que apuntaban al espectáculo sin que muchas veces fuera obstáculo para resultar en valiosas expresiones de cine de autor.
Lo cierto es que Clive Owen marcha junto a magníficos actores como Jude Law, Colin Farell, Ewan McGregor ("Moulin Rouge"), Robert Carlyle ("Full Monty"), Jonathan Rhys Meyers ("Match Ponit"), sin contar a los un poco más veteranos Jeremy Irons, Daniel-Day Lewis y Alan Rickman. Owen es alto, esbelto y de figura maciza, recia. Es morocho y no responde a la biotipología típica sajona, entre blanca y roja, rosada. Da el tipo de galán recio, su presencia lo ayuda, aunque no es el inverosímil monolítico sin fisuras humanas. A eso contribuyen sus características fundamentales: la máscara-rostro y su voz. Digo máscara-rostro porque, como espectadores, no sabemos qué cara real tienen Owen; conocemos sólo la imagen de su rostro en la pantalla, representación de su cara, esto es, la máscara. Y la máscara es de rasgos firmes, no duros, con una mirada de tinte melancólico o de cierto escepticismo que puede remitir, por ejemplo, a Robert Mitchum y, acaso, un poco, al Gary Cooper preocupado. Como si, más allá del bando en que juega en cada película -muchas veces el suyo propio, el que le marca su ética individual-, descreyera de todo lo que le ofrece el mundo, sobre todo el suntuoso y del poder. Se completa con el sonido de su voz, vigoroso y decidido, que viene muy de adentro y que infunde respeto, sin ser intimidatorio. Una voz varonil, como entre tenor y barítono, apagada pero profunda. No hay estridencias ni declives en ella; resalta por sí sola como complemento de sus ojos de mirada penetrante y brillo de tristeza, al igual que si llevaran una carga que se hace sentir aunque se maneja con hombría.
"Lloraré cuando esté muerto" encara un tema clásico en el drama policial: la del gángster que "tiene que volver" a lo suyo, a su antiguo oficio, después de haber abandonado por redención y vergüenza. En paradoja, ha de redimirse en el enfrentamiento con sus antiguos jefes y colegas de delito, gente pesada. El modelo remite a viejas mitológicas fuentes del cine, no sólo del policial sino también del western, por ejemplo. Recuérdese "Shane, el desconocido", esa obra superior con Alan Ladd. En tiempos recientes el remito es "Los imperdonables", otra película mayor, en la que el personaje de Clint Eastwood, él mismo en el pasado un impiadoso asesino de hombres, mujeres y niños y "cualquier cosa que se arrastre", abandona su apacible pero modestísimo trabajo rural para intervenir y ajusticiar a un torturador y aleccionar a un pueblo de cobardes "buenos ciudadanos" preocupados por la seguridad pero que admiten el maltrato de mujeres por ser prostitutas.
Este tipo de héroe, como el que hoy vuelve a encarnar Clive Owen en la reposición de "Dormiré cuando esté muerto", se aleja de escuela brandiana (de Brando, Marlon) y del Actor's Studio y retorna un poco a la espontaneidad de la plástica que logra la cámara al retratar una máscara y hacer escuchar una voz. No hay gestos pronunciados y el conflicto, un verdadero y tortuoso conflicto ético y moral, surge no tanto de palabras y parlamentos sino de "acciones" con el rostro adusto y la presencia que "llena" la pantalla. Es una presencia física la de Owen, volumen y sonido. Los planos finales de su personaje con sobretodo negro en el borde los riscos junto al embravecido mar muestran al protagonista como atado a su pasado (cada ser humano es su pasado y sus arrugas; un humano sin años ni marcas en la cara es incompleto, tullido. Hoy todo puede parecer presente, pero eso es ficción. El pasado está allí y no hay cirugía estética ni olvido que lo borre. Si no se hace cargo el responsable de sus propios días anteriores, el conflicto resurgirá en otro). Clive Owen frente al mar parece ser un ángel vengador que cede y traspasa tamaña responsabilidad, o un aventurero que mira al otro lado de las aguas y duda entre lanzarse hacia la lejanía desconocida o hundirse en el anonimato. Modesto, seguro de sí mismo, en valiente aceptación de su ordinaria (ordinaria como opuesto a extraordinaria) parece que el héroe opta por desaparecer en las brumas del humilde y laborioso destino desconocido, como aserrador y hachero.
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