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Por JOSÉ LUIS DE DIEGO
El librero
El librero se había muerto el 19 de octubre de 1976, cuando los militares se llevaron a Graciela, su hija, de sólo 20 años. Se volvió a morir el 6 de mayo de 2005, hace seis años, en un hospital, y todavía no sabemos bien de qué. Un grupo de familiares y amigos arrojaron sus cenizas al Río de la Plata. El librero se llamaba Emilio Pernas.
El librero se había muerto el 19 de octubre de 1976, cuando los militares se llevaron a Graciela, su hija, de sólo 20 años. Se volvió a morir el 6 de mayo de 2005, hace seis años, en un hospital
La librería se llamaba “Libraco”, y estaba en la calle 6, entre 45 y 46, un local largo y estrecho en la entrada de una galería. Allí me pasaba horas, conversando de libros y de política. Emilio me daba libros y repetía, casi como un eslogan: “Llevalo y leelo; si no te gusta, me lo devolvés; si te gusta, me lo pagás”. Tan así era que no resultaba raro encontrar libros ya hojeados, algo manoseados, como si la librería fuera un híbrido con biblioteca. No lo caracterizaba ninguna forma de la moderación: o bien lo encontrabas en un día malo, con mal carácter de gallego cabrón, o bien en un día bueno, y te contagiaba esa risa asmática, ese afecto de abrazos desmesurados. Grandote y torpe, generoso y juguetón, con algo de chico. Se sentía inferior ante aquellos que ostentaban algún título universitario, y creía que su cultura aluvional de librero y autodidacta era imperfecta, y no solía exhibirla. Estaba rodeado de jóvenes, de los jóvenes que poblaban la librería, tan distintos a esos que hoy, antes de ir a la librería, indagan en un buscador on line si el libro que necesitan está o no está. A “Libraco” también se lo llevó la dictadura.
El librero era un socialista confeso, no de los socialistas duros formados en el marxismo revolucionario, sino de los otros, de aquellos socialistas que reconocían sus raíces en las víctimas del pensamiento libre, en Giordano Bruno y Galileo, en algunos faros de la Revolución Francesa, que se emocionaban con las gestas de los republicanos españoles y del Quinto Regimiento, que reivindicaban a Sacco y Vanzetti y a los mártires de Chicago. Anticlerical, pacifista e internacionalista, creía que el legado civilizador de Sarmiento y Alberdi podía ser recuperado por el pensamiento progresista, que lo mejor de la tradición nacional se encontraba en Alfredo Palacios y en Alicia Moreau y no en las claudicaciones (incluso pro-militares) de Américo Ghioldi y sus secuaces. Y creía que el peronismo había herido de muerte a aquella trama de solidaridad social que la izquierda había construido trabajosamente. Pero no sólo creía; actuaba en consecuencia. En años de la dictadura fundó el Centro José Luis Romero, un lugar de encuentro casi clandestino a donde íbamos a discutir y a sentirnos menos solos. Después intentó difundir “El socialista”, un periódico en el que escribimos varios pero que sólo funcionaba gracias a su entusiasmo renovado. Según lo indicaba la tradición libertaria, Emilio tenía de la política una idea antiburocrática y aun anti-institucional; la política nunca era para él obra de sistemas o partidos sino de hombres y mujeres admirables, de pioneros y de maestros, de ejemplos del pensamiento libre.
Ya de grande, se lo veía triste. Y descubrimos que escribía: editó primero un poemario, “Algo que decir”, en 1998, y después retomó aquel libro y lo completó en “Enverso” un hermoso ejemplar que editó el Gurí Ordenavía en 2003. Y escribía muy bien; sus poemas destilan un dolor antiguo en versos cuidados, artesanales, hospitalarios. En uno de ellos dice que morirá sin inventario, y fue cierto. No dejó propiedades, ni Audi, ni corbatas italianas. Dejó sí aquellos poemas, unos pocos libros, algunas recetas de cocina, un puñado de amigos desolados, “un corazón cansado de latir”.
Ñeca, su primera mujer, encontró hace un par de años unas cajas con papeles de “Gracielita” y editó, con el título “Pájaros rojos”, sus poemas de adolescencia, los poemas de una niña que no sabía, no podía imaginar, que la oscura barbarie truncaría tan pronto su vida. Como soy de los que no tienen el consuelo del más allá, en mi biblioteca tengo mi íntimo, acaso inocente, consuelo: guardo, juntos, los libros de Emilio y de Graciela, uno al lado del otro.
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