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Por JUAN BECERRA
Escritor
Un sábado de diciembre pasado, a las seis de la tarde y rodeados de un marco de agitación prenavideña, se citaron en la Plaza Belgrano de City Bell dos “mejores amigos” de trece años, T. B. y T. R. Ambos son alumnos regulares de escuelas con prestigio y pertenecen a familias de clase media. La razón del encuentro fue el desencuentro. Una diferencia mínima pero específica entre ambos los llevó a la cita, que en principio estuvo destinada a que esa diferencia se olvidara, pero el entorno de amigos con sed de sangre los fue presionando hasta que desembocaron, muy posiblemente sin querer, en la disputa física.
T.B. y T. R. se trenzaron primero con timidez para darles el gusto a sus espectadores, y luego con una saña bestial en la que uno se impuso claramente sobre el otro. Los golpes finales fueron violentísimos porque se descargaron contra quien ya había asumido su derrota; y pudo haber terminado en una tragedia porque mientras los luchadores se revolcaban en el piso, un tercero (muy amigo de uno o muy enemigo del otro) se acercó a la escena, midió el revoltijo con un bate de béisbol, amagó a usarlo y finalmente se replegó.
La pelea, que puede verse en YouTube, duró varios minutos y es llamativo que los adultos que ocupaban la plaza no hayan sido capaces de intervenir. El resultado inmediato del incidente es que el que “ganó” se florea por Cantilo mientras que el que “perdió” trata de no hacerse ver. Así terminan casi siempre las guerras, en las que no se hace otra cosa que luchar por la autoridad del espacio.
La razón del encuentro fue el desencuentro. Una diferencia mínima pero específica entre ambos los llevó a la cita, que en principio estuvo destinada a que esa diferencia se olvidara, pero el entorno de amigos con sed de sangre los fue presionando hasta que desembocaron, muy posiblemente sin querer, en la disputa física
El de la violencia es el primer lenguaje, el más directo, tan directo que para utilizarlo no hace falta hablar. La prueba en este caso es el escarceo previo a la pelea entre T.B. y T. R., quienes en la cita de mejores amigos que los enemistó tal vez para siempre no cruzan una sola palabra. No ahí, en el escenario de la violencia. Sí lo habían hecho antes por las redes sociales, esa cápsula de intimidad con vista al exterior donde cualquiera dice cualquier cosa de los demás en el registro del romanticismo.
No es tan extraño que el lenguaje desemboque en la violencia, bien lo saben los Estados violentos que primero declaran la guerra y luego la hacen. Esto respecto de una violencia macrométrica. En cuanto a la pequeñez de los jóvenes burgueses que debutan en la violencia mediante el mero acto negativo de dejarse llevar hacia ella, ¿cuál es la causa que los enciende? Muy posiblemente el hecho de que cuando comentan sus impresiones en tiempo real en las redes sociales -ya no en Fecebook, que quedó para usuarios veteranos, sino en Instagram o en Twitter- lo hacen en la modalidad del monólogo interior, ese proceso que pone en un mismo nivel lo que se siente, lo que se piensa y lo que se dice.
Pero decir lo que se siente o lo que se piensa es una bomba en las costumbres sociales administradas por el lenguaje, donde mandan la cortesía, la diplomacia y la reserva. Vivimos en un mundo donde nadie le dice nada a nadie, donde es preferible no decir, y cuando aparece un uso incontinente de la lengua (en el que los adolescentes son campeones del mundo) lo más lógico es que lo dicho termine en un hecho.
Tengo otro ejemplo de escaramuza, que también está en YouTube, de los primeros días de enero. Dos chicas, J.B. y G. A., también de trece años, discuten en la vereda del Mc Donald’s del Camino Centenario. Es una hermosa noche y las hermosas niñas (una de ellas de anteojos), alumnas esta vez de colegios religiosos del centro, intentan zanjar una discusión que empezó en Twitter y terminará a las piñas cuando una de ellas, en medio del diálogo, se lance sobre la otra. Pero, ¿no estaban hablando?, ¿no habían elegido un intercambio pacífico para limar sus asperezas? ¿Qué pasó? Pasó que el lenguaje no alcanzó a apagar las pasiones que había contribuido a desatar pero, además, había también en las niñas un “estilo” de mujeres grandes disputando poder, o trenzadas en alguna discusión ideológica sin retorno. Con “estilo” quiero decir “disfraz”. Era como si las niñas se hubieran disfrazado de sus madres (hablamos de un disfraz de lenguaje más que de vestuario) con el único propósito de sostener una posición intransigente, una identidad sólida y una idea fija, todas cosas que nunca podrían llevarlas al puerto de la tolerancia.
Otra causa para que lo que se empieza hablando termine a los golpes es que las citas se dan en el punto más elevado del ciclo del disgusto. Los adolescentes (también muchos adultos bobos), lejos de llamar a la calma de una pausa son empujados por su arrogancia o su ansiedad hacia el escenario equivocado. En otras palabras: se encuentran justo cuando deberían evitarse. Pero para evitarse hace falta madurez, cosa de la que los adolescentes carecen, y muchos de nosotros también.
Pero hay una cuestión aparte, que no deja de importar, si es que no es la que verdaderamente importa en esta nota. Se relaciona con la generación 3.0, esos millones de niños y jóvenes que nacieron con una velocidad vital artificial pero naturalizada por las conexiones de sus artefactos. En el futuro se los reconocerá por ser criaturas con manos de apenas dos dedos (los pulgares) y por la tendencia a abandonar la conversación biológica, que ya no se lleva a cabo ni siquiera por teléfono, para saltar a la pura charla escrita y al comentario express de imágenes íntimas.
La verdadera experiencia consiste en transitar de un mundo a otro (del mundo del lenguaje al mundo de la violencia) sin que se interpongan barreras. Y habría que aclarar que la realidad también sucede en la esfera de lo virtual porque en esa esfera, y hoy en día como en ninguna otra, suceden la mayoría de los hechos del lenguaje y de las imágenes personales
Una anécdota. Llevo a mi hija de doce años y a una amiga llamada A. a un lugar. El viaje dura veinte minutos, en los que ninguna abre la boca. Como viejo ejemplar de la generación letrada que necesita el escenario de la conversación para que la realidad se haga presente, le pregunto a mi hija por qué no habla, y me contesta: “¿Cómo que no hablo? Si estoy ‘charlando’ con A.”. En efecto, estaban charlando por escrito a través de sus teléfonos, de modo frenético, del asiento de adelante al asiento de atrás. Eran dos escritoras del siglo XIX o XX en situación de correspondencia febril, concentradas en una larga conversación que sólo podía darse ¡si no hablaban!
Pero nos equivocaríamos si pensáramos que los adolescentes viven en un mundo virtual. Lo que ocurre con ellos es que conviven en una nueva experiencia de “progreso”, una especie de ecosistema lleno de puentes entre sus partes que no los lleva a vivir exclusivamente en la esfera virtual sino que coloca la esfera de lo virtual y la esfera de lo real en una misma nube de hibridez.
La verdadera experiencia consiste en transitar de un mundo a otro (del mundo del lenguaje al mundo de la violencia) sin que se interpongan barreras. Y habría que aclarar que la realidad también sucede en la esfera de lo virtual porque en esa esfera, y hoy en día como en ninguna otra, suceden la mayoría de los hechos del lenguaje y de las imágenes personales. Mientras tanto, los hechos del cuerpo -sexo, violencia- siguen sucediendo a la antigua, en la realidad-realidad a la que los adolescentes, como bien sabemos, no son para nada ajenos.
Nadie es más realista que los adolescentes para percibir el mundo en el que viven. Solamente ellos son capaces de vivir en todas las dimensiones de la actualidad, mientras que nosotros, por lo general, no hacemos otra cosa que vivir en el pasado, como quien dice en blanco y negro. Deberíamos aprender de ellos, si no sus métodos, al menos los peligros a los que se enfrentan, que siempre son premonitorios.
En todas las épocas, la literatura escrita o filmada se encargó de registrar esos momentos en los que los adolescentes nos están diciendo algo sobre el futuro de todos. En el Holden Caulfield de “El cazador oculto”, de J.D. Salinger, publicado en 1951, está la semilla de la generación beat, el abandono del hogar por la ruta y, muy posiblemente, el primer perfil de star rock de la historia. Así como en las películas de Larry Clark de los últimos veinte años, los adolescentes son los jóvenes-viejos sórdidos que vemos deteriorados por el fracaso y la incomprensión en los suburbios de las grandes ciudades.
Lo que vayan a ser mañana los adolescentes de hoy, luego de que por fin cristalice su caldo de Whatsapp y otras herramientas de contacto, no podemos saberlo. Pero lo más seguro es que no sean ni mejores ni peores que los adolescentes del pasado.
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