#Capítulo 17: Buenos vecinos

"Si no fuera porque la idea me viene pegada a la imagen de una vieja amargada, con ruleros, deshabillé, pantuflas y un gato negro zigzagueándole entre las patas, en este momento agarraría una escoba y le daría palazos al techo".

   Si no fuera porque la idea me viene pegada a la imagen de una vieja amargada, con ruleros, deshabillé, pantuflas y un gato negro zigzagueándole entre las patas, en este momento agarraría una escoba y le daría palazos al techo para que mis vecinos, los conchudos de arriba, se enteren de que los escucho discutir y de que me tienen harta.

   Estoy desvelada. Quiero dormir y ellos que no se callan. Esta vez discuten de política. Él grita exasperado que no puede creer lo que le dice, que es una pelotuda que se deja lavar el cerebro en el trabajo y otras cosas más. Ella, con vocecita histérica y algo entrecortada, apenas logra meter unas frases defensivas que hasta desde un piso más abajo -o sea desde el mío- se perciben inseguras. Compruebo que es una boluda.

   Odio escucharlos, enterarme de sus problemas y de lo que piensan. Me caen mal. Creo que un día de estos perderé la compostura y un impulso me hará subir, quizás en pijama. Sus gritos enmudecerán con el sonido del timbre. Ella abrirá la puerta con una sonrisa tirante y le pediré, con tensa amabilidad, que se sigan matando -si quieren- pero, por favor, en un volumen más bajo, cosa de que sus voces no se filtren por su suelo y se cuelen en mi departamento.

   Para colmo vienen de mal en peor: las discusiones ya alcanzarán un promedio de tres veces por semana contra un garche al mes. Y yo, además de tener que fumarme los sonidos de su intimidad, tengo que soportar también los malos ánimos. A medida que su trato empeora, más seguido lo tengo a él tocando mi puerta. Ayer fue la última vez:

  —Hola –risita que emana ira-. Mirá, no te quiero joder, pero me dejaste el auto muy de mi lado… en diagonal…

 —No, te juro que no— dije con cara de sorprendida. Lo estaba de verdad, no recordaba haberlo estacionado mal.

—Sí, sí. Tuve que bajar todo escurridizo para poder salir.

—No sé, se habrá movido…—tiré—. Ya bajo. Disculpá.

   Me puse un saco largo para tapar el pijama y bajé. Efectivamente estaba en diagonal. ¡Unos centímetros en diagonal! La mitad de la rueda de atrás estaba pisando la línea amarilla que delimita mi espacio. ¡Qué hijo de puta! ¡Qué exagerado! Y después nos acusan a las solteras de histéricas. Igual lo acomodé.

   Llamé al ascensor. Se abrió la puerta y ahí estaba.

—¡Ah! Vine por si necesitás ayuda –dijo.

—No, ya está. Gracias—y amagué a subir.

—¿Viste que estaba mal?

—Apenas…—dije bajito mirando el suelo.

—Vení un minuto, por favor. Te muestro.

 Fastidiada, lo seguí. Lo dejé hablar de las formas correctas para estacionar y enseñarme “sus” maniobras. Al final de su lección, arremetió:

 —Pasa que es por la otra… si fuera por mí no te digo nada. Ni te jodo. Pero aquella me va a rayar todo el auto…

—Está bien, no hay problema. Disculpame, pero me tengo que ir.

    A  la hora, otra vez la vocecita chillona irrumpió mi lugar.

    En la cama, antes de dormir, pensé en príncipes, perdices y finales felices. Una sensación rara me sobrecogió. Casi por impulso, me acomodé en el medio de la cama y abrí las piernas y los abrazos ocupando todo el espacio. Fue como un abrazo. 

Hola
llame
Odio
vení
Viste

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