#Capítulo 23: Lo mal que estás

"Don Horacio enrolla la punta de su bigote y mira lejos. Inmerso, tal vez, en algún lugar de sus recuerdos. Es muy temprano para un feriado y pareciera que toda la ciudad decidió dormir un rato más. El poco movimiento en la calle debe aburrirlo profundamente."

   Don Horacio enrolla la punta de su bigote y mira lejos. Inmerso, tal vez, en algún lugar de sus recuerdos. Es muy temprano para un feriado y pareciera que toda la ciudad decidió dormir un rato más. El poco movimiento en la calle debe aburrirlo profundamente.

   Él, como todas las mañanas, habrá llegado a su almacén a las ocho menos diez para arrancar con su rutina diaria: esperar en la puerta a su ayudante para que suba la pesada reja -que en otros tiempos él mismo había colocado- para poder sacar su silla y acomodarse en la vereda.

   Pasa las mañanas sentado en la puerta del local. Mientras el chico se encarga del negocio, él se entretiene viendo a los demás. Lo horroriza el rumbo que está tomando la sociedad. Dice que todo se viene a pique y junta pruebas. Le brillan los ojos cuando encuentra algún nuevo material que confirme sus certezas. Siempre lleva, mentalmente, su expediente a cuestas, deseoso de sacarlo a relucir. El que puede huye cuando lo ve; y el que no, aguanta hasta encontrar una oportunidad de escape.

   Yo tampoco tengo ganas de escucharlo, y menos ahora que estoy con la cara hinchada de recién levantada y sin haber tomado un solo mate por falta de yerba.

   Avanzo despacio para no traerlo de regreso a la realidad, pero fracaso en el intento. Mis pasos lo despabilan de su ensueño.

   —Buen día —dice el viejo, y me lanza una mirada escáner buscando qué decir. Apuro el paso para desaparecer de su campo visual antes de que se le ocurra algo.

   —Dígame una cosa… — me detiene con un pie en el aire a punto de cruzar el umbral hacía su local.

Espero debajo del marco de la puerta a que complete la frase. Pienso liquidar el asunto lo más rápido posible.

   —Venga, venga para acá.

   —La verdad es que estoy un poco apurada, Don Horacio.

   —Es un minuto, che… —resopla—. Además quiero que me ayude a pararme, la ciática me está matando. Ya le va a tocar y ahí la quiero ver.

   Me acerco. “Agáchese un poco”, ordena. Tira de mi brazo pero no consigue despegar el culo del asiento. Pide un minuto para descansar. Después de tomar y soltar una bocanada de aire, pregunta:

   —¿Salió anoche?

   —No.

   —¿Y qué hizo?

   —Me quedé mirando una película.

   Con una mueca de sonrisa, desvía la vista y se alisa el bigote. Vuelve la mirada con aires de gloria:

   —¿Y todavía sale la gente de su edad?

   Huelo la mala intención en su pregunta, pero igual respondo:

   —Sí, todavía salimos.

   Se vuelve a prender de mi brazo como si estuviera decidido a no dejarme escapar, y sigue:

   —¿Y usted qué piensa hacer?

   —¿Con qué? —pregunto incómoda.

   —Con su situación, con qué va a ser… Se está pasando y sigue sola.

   —No considero que me esté pasando, como dice usted. Y no me preocupa estar sol…

   —Bueno, bueno, no se ofenda —interrumpe.

   —No, no me ofendo —me inclino un poco hacia delante decida a levantarlo para después huir—. De verdad estoy apurada.

   —Ya va, ya va... Deme un segundo más —respira—. ¿Y qué piensa usted?

   —Nada… no importa. Me tengo que ir…

   —Es una lástima porque de verdad me encantaría comprenderla…

(Silencio)

   —El término “estar pasada” se usaba en su época, porque las mujeres tenían pocas posibilidades y encontrar un marido para formar una familia era el principal objetivo. Ahora no es tan así. Las mujeres tenemos también otras metas y se sabe que ni el matrimonio ni los hijos garantizan la felicidad ni una vida plena.

   Vuelve la mano a su bigote y se queda pensando con la vista lejos.

   —Mire…—me clava la mirada— probablemente no se de cuenta de lo que le voy a decir porque suele ser un mecanismo inconsciente —ataja—. Así que no espero que me de la razón. —Hace una pausa y se alisa el bigote— Usted dice eso para no aceptar lo mal que esta.

   Tira fuerte de mi brazo y finalmente se para.

   —Y bueno, qué le voy a decir entonces… Suerte con la ciática.

   Volví a mi casa pensando en cuan revelador puede ser la necesidad de mirar, opinar y juzgar la vida de los demás. Probablemente ese vicio crezca o decrezca en relación directa con las propias miserias.

 

Agáchese
avanzó
buen
Dígame
Don Horacio
Huelo
Pasá
salió
Venga

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