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Por ALEJANDRO CASTAÑEDA
Mail: afcastab@gmail.com
Nada más delator que los celulares. La red y sus menudencias a esta altura son un confesionario más que un servicio. La telefonía ha ganado en rapidez, pero ha perdido intimidad y decoro. ¿Cómo se explica que los tramposos sigan utilizando algo tan vulnerable y expuesto como los mensajitos? Scioli, Diego Latorre y hasta el fugaz técnico Lucas Nardi son por ahora las últimas víctimas de una costumbre que crece en avances y damnificados. Y que obliga a repensar cada palabra que se arroja a una red que, como la de los pescadores, recoge lo mejor y lo peor de los bajos fondos. El celular no borra ni olvida; todo sigue allí, en un limbo acusatorio que ni se agota ni prescribe.
Es cierto, ya no existe intercambio seguro; pero siempre es mejor hablar que dejar mensajes. Por eso, más de un pecador debe extrañar al viejo teléfono, aparatoso, lento y discreto. Entonces, reproducir las llamadas era imposible. Los desconfiados no tenían otro recurso que el pálpito y el chisme. Pero sin evidencias, los cargos se evaporaban. Aquel teléfono era un colaborador no un amo. Hoy, en cambio, toda falta es detectable. Estamos bajo constante supervisión y ya nada es perecedero. Hasta lo más trivial pasa a la posteridad. Y la mujer, que siempre se encargaba de guardar los secretos de la casa, hoy se olvida la tablet en una mesa y pone intimidad y discreción al alcance de todos.
Ahora venimos a desayunarnos que la ancestral demora de Telefónica, algo tan criticado entonces, era una ayuda involuntaria para los escondedores. Aquellos aparatos no eran infidentes ni cuenteros. Hacían su parte y no dejaban rastros. Pero ahora han claudicado ante el avance imparable de unos celulares que nos controlan, nos dominan y nos tientan. Y que en su afán de sumar más aplicaciones pone todo al aire. A la ingenua promesa de Latorre a su amiga de ocasión (“quédate tranquila, yo borro todo”) le faltaba la letra chica de una señorita que lo deseaba imborrable e intranquilo. Hoy se sabe todo y al instante. Y con un detallismo que termina siendo un deleite para morbosos y parientes ¿Por qué los celulares muestran tanto? Antes no se llamaba porque sí. Se respetaba el tiempo ajeno. Nadie te pedía que le prestaras atención a ocurrencias insignificantes. Cada llamada respondía a un propósito ¿No había tanto para contar? El teléfono alguna vez fue nada más que un artefacto utilitario. Y siempre, un aliado para esos amores susurrados. Nada y nadie se entrometía. Lo que se decía, se evaporaba. Sólo la memoria de los amantes se hacía cargo de las confesiones. Y entre los dos, sin dejar archivos, se construía con sigilo la narrativa del engaño, que siempre está hecha de atrevimientos y descuidos.
Cuando Latorre en TV ponderaba lo del falso 9, estaba en pleno acto de contrición. De las tardanzas en casa se encargaba una Natacha propaladora y con cámara en el vestíbulo que le facilitaba goleadas vespertinas
A la ingenua promesa de Latorre a su amiga de ocasión (“quédate tranquila, yo borro todo”) le faltaba la letra chica de una señorita que lo deseaba intranquilo e imborrable
El riesgo de la evaluación continua nos obliga estar en guardia. En plena era digital, el rumor adquirió más relevancia y legitimidad. Se corrobora y dura. Para los tramposos, todo se complicó. El mundo ha resignado intimidad. No hacen faltan detectives. Ellos mismos, las futuras víctimas, aportan pruebas. Olvidos, hacker, distracciones y traidores se aprovechan de una tecnología que invita al uso y al abuso. Es cierto, el viejo teléfono de línea está obsoleto, pero al menos garantizaba que nada de lo que allí prometíamos y hacíamos iba a quedar flotando en esta nube que trae truenos y tormentas.
Esta semana la tribu futbolera sintió que Latorre vino a vengar en cámara lenta a Cubero. Su desliz dejó triste y arrasada a su señora, una comentarista de tropezones que por ocuparse tanto de las trampas ajenas no reparó que cada noche se acostaba con el mayor secreto de la casa. A Diego lo mandaron al sofá, que es el pre embarque del viaje final. Y palabas y mensajes nos han mostrado en TV las idas y vueltas de un amante pedigüeño y una señorita comedida. Ahora nos enteramos que cuando Latorre en pantalla ponderaba lo del falso nueve, estaba en pleno acto de contrición. Y que de las tardanzas en casa se encargaba una Natacha propaladora y con cámara en el vestíbulo, que le facilitaba goleadas vespertinas. A Diego en la cancha le decían “Gambetita”. Y al final el destino vino en auxilio del sobrenombre. Yanina esta semana expuso en pantalla sufrimiento y sorpresa. Dolía verla desmejorada y decepcionada. Rabiosa por el engaño y sobre todo por no haberse dado cuenta. Desazón y amor propio se disputaban la partitura musical de unas lágrimas que exhibían madre desilusionada y profesional burlada. Aún no se explica cómo se le había pasado por alto que el Gambetita que llegaba cada anochecer, agotado, sereno y afectuoso, gambeteaba en casa y festejaba en vestuario visitante.
(*) Periodista y crítico de cine
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