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La Ciudad |CALESITEROS DE AYER Y DE HOY

Los dueños de la calesita

Con el encanto y la magia de otro siglo, los dueños de las calesitas de La Plata resisten el paso del tiempo. De las 20 que había, hoy sólo quedan 11. Historias de quienes a fuerza de trabajo y actitud, hacen posible que esta colorida tradición atraviese generaciones de platenses

Los dueños de la calesita

CALESITERAS. Steiner y Bonita, guardiana del carrusel de Parque Saavedra

1 de Julio de 2017 | 04:47
Edición impresa

Por YAEL LETOILE

Si el tiempo ayuda -coinciden los calesiteros viejos y nuevos -nosotros estamos. Y el tiempo ayuda. Los 22 grados desafían la temperatura promedio del invierno. Suena Gabi, Fofó y Miliqui en la calesita del Parque Saavedra, en 64 entre 13 y 14, frente al Hospital de Niños. Su dueña, Silvia Steiner, 62 años de pura estampa alemana y una de las más antiguas del rubro, junta las hojas caídas. Bonita, su perra adorada, la mira desde la cabina.

-Mientras a mí no me saqués la calesita, todo va bien.

No es calesita, en rigor. Todas las tardes, desde hace 17 años, Steiner pone a andar este carrusel de estilo veneciano, de caballos móviles, taza giratoria, fibra y bronce. Allí, en el movimiento de las piezas, está la diferencia: la calesita artesanal tiene figuras fijas y de madera; el carrusel, como el de Silvia, es de fibra y los equinos suben y bajan. El costo de la vuelta, sin embargo, para todas es igual: entre 10 y 15 pesos.

Tres de la tarde, la hora pico de la temporada invernal. Steiner apenas puede repartirse para vender boletos, juntar fichas y dar arranque al motor. Unos 15 seres de menos de un metro pululan entre los juegos pensando con cual se quedarán. Algunos se dejan ayudar por los papás. Dos hermanas pelean por el caballo negro hasta que la más grande cede y se sienta en el sillón tipo Luis XV. Desde la cabina, la dueña relojea que todos estén en sus puestos, pulsa el botón verde e invita a mirar: “La calesita tiene magia”, dice, “fijate la felicidad de esos chicos”.

CALESITERA DE CORAZÓN

Silvia siempre se dedicó a los niños. Primero con su marido y los mini kartings en la República de los Niños, ahora con su único hijo, Gastón. “La calesita es el corazón de mis papas”, acota él, flaco y alto, con visera. Se ocupa del mantenimiento y vende chucherías para “sumar un mango más”. En verano, dice, la ayuda es para el padre: tiene calesita en Chapadmalal.

Pero ¿qué tiene la calesita? ¿De dónde viene su encanto? ¿Qué magia hace que Silvia recorra todos los días 10 km desde Berisso para ponerla a funcionar? Si, como dicen todos “no es un negocio muy rentable”, “nadie puede vivir de esto”, “es una ayuda más”. Dependiendo de la ubicación, los calesiteros llegan a ganar entre 10 y 15 mil pesos al mes.

La respuesta a todo está en la caras de los chicos, afirma Silvia, cien por ciento cara de abuela, y ensaya una explicación: “Tantos años en este lugar “, señala el hospital, “una no se quiere involucrar”. Pero se involucra. En tercera persona como una Maradona de las calesitas, afirma: “Acá adentro Silvia escucha aunque no quiera”. Por ejemplo: “¿Ves esas plantas de ahí?, las puso una nena trasplantada que ya no está”.

La calesita, claro, también es un negocio: pagan un canon a la Municipalidad -que varía entre los 600 y 1.500 pesos según el caso- espacio público y un seguro. “Los ingresos dependen del clima y del tiempo que le dediques. ¿Quién trae a los chicos al parque cuando hace frío?”, esquiva Silvia.

El trabajo de la calesita tiene que ver con otra cosa. “Estar acá es la alegría, estás acompañado por alguien, es muy familiero”, opina, “vemos generaciones enteras, algunos que antes traían a sus hijos ahora vienen con los nietos”. También, cambios de hábitos: “Antes venían con el mate y ahora con cerveza”, se queja Gastón.

Si algo la desgasta es la inseguridad. “Para mí la calesita es mi casa y si abro tiene que estar lustrada”, explica, pero le rompen todo. Antes había una verja baja, después una de dos metros y ahora alambre de púa, muestra. “Llegaron hasta a quemar la boletería”, se resigna.

Sobre sus espaldas, en la pared de la cabina reconstruida, cuelga un cartel con la cara de Cristo. Dice: NO TE CANSES DE HACER EL BIEN, YO TE RECOMPENSARÉ.

UN MILLON DE AMIGOS

Martín Rulli (42) empleado en Musimundo, hace 12 años es dueño de la calesita de Plaza Olazábal. “Es un negocio familiar”, define. Trabajan su padre jubilado, las hijas, antes también ayudaba un primo, y así. Ahora es el turno de Florencia, de 22 años, la más grande de las cuatro. Le siguen de 20, 15 y 3. Flaquísima, de risos rubios y ojos celestes, pasaría por novia, pero no. Es la hija del calesitero.

-¿Estamos Flopi?, lanza desde la cabina. Ella asiente con la cabeza, y acompaña el arranque con el cuerpo, la espalda sobre el barral, las rodillas a 90 como sentada en un sillón de aire.

Rulli es de los nuevos. Pero cualquiera diría que nació en la cale al ver su despliegue social y humano. “Tengo un millón de amigos”, jura este Roberto Carlos de aspecto rockero y confirma en rondín amistoso: asegura a una nena de tres en el caballo, saluda a una mujer de jogging y pestañas postizas con su bebé y presenta al placero: “Se llama Pablo. Yo le digo placero y el loco me corrige: guardián de plaza”, se ríe.

Rulli recuerda que primero fue cliente. “Venía siempre con las nenas y había hecho onda con la dueña”. Era invierno y ella le dijo: “Éste no lo paso”. Le compró el fondo de comercio, que a plata de hoy estima en $ 150 mil pesos, y se quedó con el negocio. Pequeño, insiste Rulli , “sin el otro trabajo no me alcanzaría para vivir”.

Otro tema clave, para él, es la música: No cumbia, No radio. “Canciones infantiles es la que va”, hace un guiño. Un clásico inoxidable.

-Volvimos con una regresión.

Interrumpe Andrés Leiría, vecino del barrio, junto a sus hijos: Violeta, de 12 años, y Simón, de 9. “Andábamos por acá y dijimos si está Martín, damos una vuelta”. El calesitero vuelve a salir de la cabina abraza al padre, da un beso a los chicos, contesta preguntas y dispara: “No hacemos esto sólo por la guita, acá ningún pibe se queda mirando detrás del cerco sin poder subir”.

RELIQUIAS, SORTIJA Y UN JUEGO DE GUERRA

Las calesitas son reliquias y en La Plata resisten el paso de los años. En otra época llegó a haber 20, hoy son al menos 11 distribuidas en las plazas Belgrano (13 y 38), Paso (13 y 44), Alberti (25 y 38), Olazábal (7 y 38), Sarmiento (19 y 66), Irigoyen (19 y 60), Castelli (25 y 66), San Martín (25 y 51), Saavedra (13 entre 63 y 64), Iraola (530 y 2), y City Bell, (Cantilo y 3).

La calesita de Plaza Olazábal, donde los chicos pueden disfrutar 1 x $ 8 y 3 x $ 20, todos los días de 15.30 a 18 horas, está emplazada allí desde hace 60 años. Otras, como la que hoy está en Tolosa, fueron cambiando de sitio: sus dueños cuentan que cuando la desarmaron para mudarla a su actual ubicación notaron que las piezas no tenían grabadas las fechas de fabricación. Estiman que el mecanismo tiene más de 100 años.

Por si faltaba el dato curioso, aquí van un condimento puramente criollo: la sortija, esa calabaza de madera que premia con una vuelta gratis a quien le quita el gancho es, señores, un invento argentino, aseguran los calesiteros. ¿Más? Y aquí se confirma la excepcionalidad nacional: a diferencia del resto del mundo, en Argentina las calesitas giran en sentido antihorario.

Pensar que todo empezó con un juego de guerra. La historia se remonta al siglo XII cuando se libraban las primeras guerras entre jinetes árabes, musulmanes y turcos. Los cruzados arrojaban bolas de barro perfumado o ensartaban aros suspendidos entre pilares. El juego no tardó en llegar a Europa donde comenzaron a usarlo para entrenar a los nobles y de ahí se hizo popular. Carosella, en italiano, quiere decir, “pequeña guerra”.

LA PITUQUITA DE TOLOSA

La pituquita es la clásica calesita con figuras de madera y caballos fijos. “Mirá, tía, mirá”, prueba las riendas una morocha de remera blanca y calzas, pelo largo, debe andar por los 6.

- Esa abolladura del biombo fue el viento del domingo pasado.

Se queja Ana (55), momentáneamente a cargo del entretenimiento, y empuja el barral para que la plataforma gire. “Poné que los señores la tuvieron que arreglar de nuevo porque en enero la rompieron toda”, ordena.

Los señores son Adelia Brito (71) y Néstor “Chino” San Martín (81). Llevan 53 años de casados y una vida dedicada a las calesitas. A fines de los 80 ella compró la que funcionaba en Plaza Azcuénaga, en 44 y 19, y él la de Plaza Brandsen, en 25 y 60. La misma que gira ahora, en 2 y 530, al son de Piñón Fijo.

Desde hace una semana ella y el Chino, de 81 años, están encerrados a causa de una gripe. Porque a pesar de los días feos, la cale abre igual: “Se encarga Ana, una hija del corazón que está con ellos nosotros hace 40 años”, cuenta Adelia. Se dedica al rubro desde el 88, cuando pasó de promotora de ventas a comprar su primera calesita.

“Estar acá es la alegría, estás acompañado por alguien, es muy familiero”, opina, “vemos generaciones enteras, algunos que antes traían a sus hijos ahora vienen con los nietos”

Es difícil sacar a Brito de su enojo: dice que la última vez, en enero, le rompieron el motor, la rueda y la correa. No dejaron una sola luz. Estuvieron tres meses sin trabajar. “Hice la denuncia en la fiscalía, hay imágenes de las cámaras de seguridad, todo”. Arreglarla les costó mucha plata y ya están cansados de tanto atropello.

Cuando la indignación baja, Brito rememora días felices. Tiene guardado el traje de Papá Noel y de Piñón Fijo, porque los días de la madre o del niño repartía chupetines y bombones. “Y no lo hacíamos para vender una ficha más”, aclara y confiesa: “Volvería a elegir la calesita”.

EL VIENTO EN MONOPATÍN

Dos caballos, un dumbo azul eléctrico, la foca, el avión y una nave giran bajo el techo amarillo de la Calesita Plaza Belgrano. La vuelta vale $12, pero conviene la promo: 3 x $ 30 , 4 x $ 35, 8 x $ 60. Pocos clientes se le animan a la última, pero “es con la que más gano”, se entusiasma Patricia Franchi (41), ingeniera en sistemas y dueña de la calesita desde 2011.

Antes de volcarse a esto, Franchi trabajaba para un banco haciendo auditoría de sistemas financieros en Capital Federal. Viajaba toda la semana, el día entero encerrada en una oficina. “Para dedicarme a las nenas -una de 10 y otra de 4- le metí pata a este proyecto”, cuenta. Ahora está unas 3 horas en la calesita, dependiendo del clima, y refuerza sus ingresos como profesora de informática en escuelas.

-Me gusta estar acá. Estoy en la plaza, charlo con la gente, tomo mate, estoy con los chicos, no podés pasarla mal.

Corre a la cabina a vender los boletos, otro pique hasta la columna donde está el arranque, otro más a agarrar la calabaza y vuelta a empezar. “Los chicos me miran no porque soy linda”, se ríe, “sino porque quieren la sortija”.

ABIERTA Y GRATUITA

La calesita del Parque Saavedra es gratis para los chicos con discapacidad, para los que viven en hogares o van a comedores. “Vienen de la Ex Casa Cuna, de todos lados”, cuenta Steiner, “acá nadie se queda sin dar su vuelta”. También la de Plaza Olazábal está abierta a visitas escolares o contingentes con previo aviso.

 

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