La figura del padre en la literatura
Edición Impresa | 25 de Marzo de 2018 | 09:48

Por MARCELO ORTALE
marhila2003@yahoo.com.ar
Sería muy extraño que en la obra de un gran escritor –sea varón, sea mujer- no aparezca la figura del padre como una de las principales claves. En la mayoría de los casos se habla del padre muerto, que desencadena en el autor el sentimiento de orfandad y el del punto final de la infancia. Sin embargo, Franz Kafka no necesitó de esa muerte para escribir su tan patética y desgarrada “Carta al padre”, en la que le reclama por la rígida educación que le impartió y, antes que eso, intenta desesperadamente una aprobación paterna que nunca llegó.
“Hace poco me preguntaste por qué digo que te tengo miedo. Como de costumbre, no supe darte una respuesta, en parte precisamente por el miedo que te tengo, en parte porque para explicar los motivos de ese miedo necesito muchos pormenores que no puedo tener medianamente presentes cuando hablo. Y si intento aquí responderte por escrito, sólo será de un modo muy imperfecto, porque el miedo y sus secuelas me disminuyen frente a ti, incluso escribiendo, y porque la amplitud de la materia supera mi memoria y mi capacidad de raciocinio” dice el primer párrafo de esa carta que el joven Kafka, aterrado, le entregó a su madre para que se la diera a su padre. El escritor checo nunca supo que su madre no cumplió con su pedido y lo cierto es que el resabio de su sentimiento marcó en forma decisiva toda su obra.
Hablando de otro escritor, pero también de si mismo, el crítico español Eduardo Boix resume en pocas palabras los sentimientos tan encontrados que un padre suele generar entre los escritores: “En España podríamos rememorar aquel relato de Delibes titulado La mortaja, en el que básicamente nos cuenta cómo un hijo se enfrenta a la muerte de su padre y acaba amortajándolo. Yo, me siento más identificado con el escritor de Valladolid que con el Kafka rabioso. En uno de mis muchos artículos que lo empiezo “Hasta los 16 mi padre no fue mi padre, era el hombre que se acostaba con mi madre”, aparte de provocar, lo que vengo a decir básicamente, es que debido al mucho trabajo que realizó mi padre para poder pagar las facturas, no pude disfrutar de él. No le reprocho nada y estoy más que orgulloso de él, pero sí que eché de menos su figura y cada vez me doy más cuenta que es un tema esencial en mi literatura”.
Hasta los 16 mi padre no fue mi padre, era el hombre que se acostaba con mi madre”
El novelista estadounidense contemporáneo, Paul Auster, se enteró una mañana de enero de 1979 que su padre había muerto. Quebrado anímicamente se sentó a escribir “La invención de la soledad”, considerada como la semilla de su obra, como el “comienzo de todo”, según lo definió él propio Auster Allí se vio por primera vez como el hijo huérfano de un padre al que nunca sintió cerca suyo. Asimismo, otro novelista contemporáneo, el neoyorquino Philip Roth, aborda la figura del padre muerto como si fuera una suerte de piedra fundacional de su obra.
POESÍA
En la literatura argentina e hispanoamericana abundan ejemplos de enorme riqueza. Hay dos breves poemas de la maravillosa poeta porteña Alejandra Pizarnik dedicados a su padre. El primero dice así: “Emboscado en mi escritura/ cantas en mi poema. / Rehén de tu dulce voz/ petrificada en mi memoria./ Pájaro asido a su fuga./ Aire tatuado por un ausente./ Reloj que late conmigo/ para que nunca despierte”.
Este es el otro poema de Pizarnik: “Y fue entonces/ que con la lengua muerta y fría en la boca/ cantó la canción que le dejaron cantar/ en este mundo de jardines obscenos y de sombras/ que venían a deshora a recordarle/ cantos de su tiempo de muchacho/ en el que no podía cantar la canción que quería cantar/ la canción que le dejaron cantar/ sino a través de sus ojos azules ausentes/ de su boca ausente/ de su voz ausente./ Entonces, desde la torre más alta de la ausencia/ su canto resonó en la opacidad de lo ocultado/ en la extensión silenciosa/ llena de oquedades movedizas como las palabras que escribo”.
Un caso difícil de categorizar se presenta con el padre de Jorge Luis Borges. Según Vlady Kociancich “la figura de la madre fue dominante en la vida pública de Borges y relegó al olvido la del padre. Creo que fue en el año de la publicación de El Hacedor, en 1960, cuando Borges me habló de su padre, por primera vez y largamente. No recuerdo la fecha precisa (pudo ser antes o después de la salida del libro) ni las circunstancias, aunque debió ocurrir una mañana de los días en que estudiábamos inglés antiguo, quizá en la Biblioteca Nacional, quizá en una calle del barrio sur, andando y conversando en dirección al norte, donde estaba su casa. Pero recuerdo bien mi asombro”.
Recuerda que, un tiempo después, Borges escribió de su padre: “El me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música. Cuando ahora recito un poema en inglés, mi madre me dice que lo hago con la voz de mi padre”. Agrega que “en los últimos versos de “La lluvia”, en uno de los poemas del libro, se filtra una inesperada evocación del padre: ...La mojada tarde me trae la voz, la voz deseada,/de mi padre que vuelve y que no ha muerto”.
Contemporáneo de Borges, el madrileño Vicente Aleixandre, que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1977, autor de una vasta obra, escribió un poema titulado “Padre mío”, considerado como uno de los más bellos homenajes literarios.
Valga aquí su reproducción completa: “Lejos estás, padre mío, allá en tu reino de las sombras./ Mira a tu hijo, oscuro en esta tiniebla huérfana,/ lejos de la benévola luz de tus ojos continuos./ Allí nací, crecí; de aquella luz pura/ tomé vida, y aquel fulgor sereno/ se embebió en esta forma, que todavía despide,/ como un eco apagado, tu luz resplandeciente./ Bajo la frente poderosa, mundo entero de vida,/ mente completa que un humano alcanzara,/ sentí la sombra que protegió mi infancia. Leve, leve,/ resbaló así la niñez como alígero pie sobre una hierba noble,/ y si besé a los pájaros, si pude posar mis labios/ sobre tantas alas fugaces que una aurora empujara,/ fue por ti, por tus benévolos ojos que presidieron mi nacimiento/ y fueron como brazos que por encima de mi testa cernían/ la luz, la luz tranquila, no heridora a mis ojos de niño”
“Alto, padre, como una montaña que pudiera inclinarse,/ que pudiera vencerse sobre mi propia frente descuidada/ y besarme tan luminosamente, tan silenciosa y puramente/ como la luz que pasa por las crestas radiantes/ donde reina el azul de los cielos purísimos./ Por tu pecho bajaba una cascada luminosa de bondad, que tocaba/ luego mi rostro y bañaba mi cuerpo aún infantil, que emergía/ de tu fuerza tranquila como desnudo, reciente,/ nacido cada día de ti, porque tú fuiste padre/ diario, y cada día yo nací de tu pecho, exhalado/ de tu amor, como acaso mensaje de tu seno purísimo./ Porque yo nací entero cada día, entero y tierno siempre,/ y débil y gozoso cada día hollé naciendo/ la hierba misma intacta: pisé leve, estrené brisas,/ henchí también mi seno, y miré el mundo/ y lo vi bueno. Bueno tú, padre mío, mundo mío, tú sólo./ Hasta la orilla del mar condujiste mi mano./ Benévolo y potente tú como un bosque en la orilla,/ yo sentí mis espaldas guardadas contra el viento estrellado./ Pude sumergir mi cuerpo reciente cada aurora en la espuma,/ y besar a la mar candorosa en el día,/ siempre olvidada, siempre, de su noche de lutos”
“Padre, tú me besaste con labios de azul sereno./ Limpios de nubes veía yo tus ojos,/ aunque a veces un velo de tristeza eclipsaba a mi frente/ esa luz que sin duda de los cielos tomabas./Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco/ que así, en los brazos, desvalido, me hubiste./ Huérfano de ti, menudo como entonces, caído sobre una hierba triste,/ heme hoy aquí, padre, sobre el mundo en tu ausencia,/ mientras pienso en tu forma sagrada, habitadora acaso de un sombra amorosa,/ por la que nunca, nunca tu corazón me olvida./ Oh padre mío, seguro estoy que en la tiniebla fuerte/ tú vives y me amas. Que un vigor poderoso,/ un latir, aún revienta en la tierra./ Y que unas ondas de pronto, desde un fondo, sacuden/ a la tierra y la ondulan, y a mis pies se estremece./ Pero yo soy de carne todavía. Y mi vida/ es de carne, padre, padre mío. Y aquí estoy,/ solo, sobre la tierra quieta, menudo como entonces, sin verte,/ derribado sobre los inmensos brazos que horriblemente te imitan.”
LOS SURREALISTAS
En 1934 una mujer francesa, Violette Noziere, mató a su padre. El caso conmovió a todo el país y los escritores y pintores surrealistas –Paul Elouard, André Bretón, René Char, Magritte, Giacometti, Salvador Dalí e Yves Tanguy, entre otros-, vieron a Violette como una heroína sometida por las barbaries de un padre violento y despótico. La mujer había matado al padre para facilitar así su casamiento con un joven al que amaba. Y detonó un reclamo colectivo que impidió, por lo pronto, la ejecución de Violette que terminó indultada por el presidente Lebrun.
El poema que escribió Elouard quedó para siempre, ya en sus primeros versos, como un testimonio imperecedero de lo que significa la figura del padre. El poema convierte a Violette Noziere en la narradora.
Dice así: “Un día ya no habrá padres/ En los jardines de la juventud/ Habrá desconocidos/ Todos los desconocidos/ Los hombres para quienes una siempre resulta nueva”.
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