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Por SERGIO SINAY
sergiosinay@gmail.com
Se cuenta que cierto día una persona muy afligida llegó a ver a Buda (hay versiones en las que se habla de otros maestros espirituales). Necesitaba alivio para una preocupación muy honda. Contó que había difundido todo tipo de habladurías sobre un vecino de su comunidad y ahora, al descubrir que nada de eso era cierto, y que le había causado un gran daño al hombre, necesitaba reparar urgente esa acción. Buda le indicó que fuera a buscar un almohadón de plumas. La persona siguió esa instrucción y regresó al rato con el almohadón. La siguiente indicación fue que subiera al techo de su casa, abriera la funda del almohadón y desparramara las plumas en el aire. Al cabo de una hora el individuo estaba de vuelta con la misión cumplida. A continuación, y para terminar, debía recuperar todas las plumas, ponerlas otra vez en la funda, cerrarla y regresar con el almohadón tal como lo había traído al principio. “¡Pero eso es imposible, clamó la persona, no las puedo rescatar, ya se las llevó el viento y las desparramó por todas partes!”. A lo que el maestro espiritual le señaló que eso mismo había ocurrido con los chismes que la persona diseminó. No había reparación posible. A lo más que podía aspirar era a que su conducta le dejara algún aprendizaje.
Todos los días, en todos los ámbitos, públicos y privados, se destrozan almohadones de plumas y estas vuelan irrecuperables. Esas plumas tienen un nombre. Chismes. Estos dañan reputaciones. Pero la cuestión no termina ahí. A los chismes se les agregan las noticias falsas, las fotos trucadas, las declaraciones atribuidas a personas que nunca las dijeron y que, en muchos casos, están muertas y no pueden desmentirlo. Aquí ya no solo es una reputación individual la dañada, sino que se crean atmósferas, se estimulan creencias, se generan psicosis colectivas. A esta natural inclinación humana a hablar de los otros, especialmente de los ausentes, y de hacerlo con maledicencia, las redes sociales e internet le han agregado una dimensión especialmente tóxica. La velocidad conque vuelan las plumas en esas redes es letal. Y también lo es la desaprensión de quienes las echan a volar y luego se despreocupan de los efectos causados.
Hace 179 años se publicaba por primera vez “La cartuja de Parma”, del escritor francés Stendhal (seudónimo de Henri Beyle), considerado como maestro del realismo. Allí se narran las aventuras, desventuras y amores del joven Fabricio del Dongo durante los años finales del imperio napoleónico. En la novela se puede leer esta frase: “Los cortesanos, que no tienen nada que contemplar en su propia alma, están atentos a todo”. Con el fino conocimiento que tenía de la mente humana, Stendhal daba una clave sobre el chismorreo y la fiebre de difusión y consumo de información falsa que se produce en tiempos actuales. El vacío existencial. Cuando uno pierde el timón de su propia vida, deja de preguntarse (o no le interesa) para qué vive y desea huir de la angustia que inevitablemente produce esa deriva, se sumerge en la vida de los otros.
Los chismes en el orden individual y las informaciones falsas en el plano general (bajo la forma de declaraciones nunca dichas, de fotos intervenidas, de videos engañosos o manipulados, de supuestas investigaciones o estudios que jamás se hicieron en universidades o instituciones que no los patrocinaron o que, peor, no existen) tienen como origen el vacío de sus impulsores, así como intereses ideológicos, políticos o comerciales de organismos diversos. Para la divulgación se valen de herramientas tecnológicas o de instrumentos humanos llamados “trolls”, personas que se ganan la vida una manera moralmente miserable dedicándose a estas tareas.
Para que un chisme corra, no sólo es necesario que alguien lo invente
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Sin embargo, como suele decirse, la culpa no es del chancho (en este caso habría que agregar “solamente”), sino de quien le da de comer. Para que un chisme corra o una información falsa se difunda no solo es necesario alguien que lo invente y lo eche a rodar. Es fundamental que alguien lo recoja y lo divulgue. Con una suficiente cantidad de receptores, crédulos o maliciosos según el caso, es posible llegar al fenómeno conocido como viralización. Y si en los medios falta la responsabilidad exigible en esta profesión, ellos mismos se convierten en cómplices del fenómeno. Porque informar no significa difundir cualquier cosa. En su novela “Así empieza lo malo”, el novelista español Javier Marías (autor de obras extraordinarias como “Tu rostro mañana”, “Corazón tan blanco” y “Mañana en la batalla piensa en mí”, entre otras) pone en la mente de un personaje esta idea: “En realidad, todo lo que se cuenta, todo aquello a lo que no se asiste, es sólo rumor, por mucho que venga envuelto en juramentos de decir la verdad. Y no podemos pasarnos la vida prestándole atención, todavía menos obrando con su vaivén”.
Aun así, demasiadas personas, tantas como para conformar una peligrosa masa crítica, gastan horas de su vida y precioso espacio de su atención en el seguimiento y difusión de todo eso que no es verdad y que se pretende tal. Sin ellas, y sin ese auto desprecio de su inteligencia y de su tiempo existencial, el material tóxico que corre primero por las venas de las redes sociales y luego por las bocas de quienes las siguen como a la Biblia, quedaría estancado, moriría al nacer y no intoxicaría el aire y las mentes del modo en que lo hace. Acceder a las herramientas de las nuevas tecnologías de conexión para usarlas de esa manera no solo significa un desperdicio y una mala praxis de esos recursos, sino también una manera de malograr el tiempo de vida que nos ha sido concedido para hacer de nuestra existencia una travesía que deje el mundo un poco mejor de cómo lo encontramos.
En “Anna Karenina”, una de las grandes obras de la literatura universal de todos los tiempos, el gran escritor ruso León Tolstoi (1828-1910) escribe: “La conversación se desarrolló en un principio en un tono agradable, pero precisamente por eso volvió a languidecer. Hubo que recurrir, pues, al único medio seguro e infalible: la maledicencia”. Parecía advertir contra una tendencia humana a despreciar el valor profundo de un encuentro y un tiempo compartido con el otro de buena fe, sin herir ni desvalorizar a nadie. Como si la ausencia de rencor, de conflicto, de maledicencia y de tensiones fuera en sí misma sospechosa y hubiera que condimentar las relaciones humanas con chismes y rumores. Sobre esto vale la pena recordar un pensamiento del filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860), hombre implacable a la hora de observar el escenario humano: “La cantidad de rumores inútiles que una persona puede soportar es inversamente proporcional a su inteligencia.”
Si no fuera peligroso dar consejos, bien valdría la pena impulsar el siguiente. Dudar antes de creer en cualquier chisme o aparente información que se recibe. Resistir a la tentación de echar plumas al viento difundiendo de inmediato en chats y grupos de whatsapp u otras redes la basura que contamina nuestros celulares, tabletas y computadoras, negarse a creer sin investigar y, sobre todo, rescatar, para mejorar la propia vida, el tiempo secuestrado por las redes de rumores y pseudo informaciones tóxicas que se nos tienden.
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