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El que descansa pierde

El que descansa pierde

SERGIO SINAY
Por SERGIO SINAY

27 de Enero de 2019 | 08:49
Edición impresa

El cansancio y la fatiga no son la misma cosa. La fatiga es el debilitamiento de la energía y de la potencia vital que sobreviene a un esfuerzo intenso o prolongado. Afecta esencialmente al cuerpo y solo llega al alma, en forma de tristeza, cuando se prolonga en exceso. El cansancio, en cambio, se percibe en el alma. En su “Diccionario filosófico” el pensador francés André Comte-Sponville dice que “se debe menos a la intensidad del esfuerzo que a su duración, menos al trabajo que al tedio, menos al exceso que a la repetición”. La fatiga es un fenómeno físico, mientras el cansancio es un fenómeno existencial.

Ambos conviven hoy como síntomas emblemáticos de lo que el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han llama la sociedad del cansancio, título de uno de sus ensayos. En esta sociedad, explica Byung-Chul, el trabajo, su sentido y su trascendencia importan menos que el rendimiento y la actividad. El que la filósofa alemana Hanna Arendt (1906-1975) había bautizado como “hommo laborans” ha dejado de serlo para convertirse en un ser hiperactivo e hiperneurótico. El “hommo laborans” de Arendt, sucesor del “sapiens”, es un ser humano que, a través de las cosas que produce, deja su impronta en el mundo y trasciende al tiempo que le toca vivir y a la finitud. Lo que elaboramos, señalaba la filósofa en “La condición humana”, queda, mientras nuestra vida pasa. Pero en lo que hicimos para transformar el mundo tal como nos fue entregado, y en cada una de nuestras producciones, desde una cucharita hasta un tratado literario, perduramos y seguimos presentes en próximas generaciones.

TAN PRODUCTIVOS Y TAN NEURÓTICOS

Trabajo y trascendencia irían entonces de la mano y laborar encerraría un sentido. Pero Arendt avizoraba también que el trabajo podría derivar en lo que Byung-Chul llama “una actividad desnuda”, algo en sí, desligado de todo significado más allá del simple hacer. El “hommo laborans” llegaría a convertirse en un productor mecanizado, en un artefacto meramente productivo. Por eso ella reivindicaba la facultad de pensar y la de contemplar. No abandonar el ejercicio de reflexionar, de hacerse preguntas acerca de nuestro devenir en el mundo. Allí se abría, según advierte Byung-Chul, una contradicción o un desafío, que podría sintetizarse en estos interrogantes: ¿pueden convivir la actividad y la contemplación? ¿acaso no es la intensa promoción de la vida activa y productiva la que termina por producir incapacidad para contemplar y reflexionar? Para el filósofo alemán la entronización del productivismo hiperactivo es la causante “de la histeria y el nerviosismo de la moderna sociedad activa”.

De esta manera podemos comprender cómo se relacionan fatiga y cansancio. Por una parte, estamos inducidos a la productividad y al rendimiento constantes. Recordemos el aviso de un analgésico cuyo argumento de venta es “el dolor para, vos no”. El dolor, esa señal de alerta que la naturaleza instaló sabiamente en nosotros para advertirnos de daños que nuestro organismo pide atender, es concebido como una anomalía, algo a desterrar. Como si quisiéramos eliminar del tablero del auto la luz que anuncia escasez de combustible, para que no nos moleste obligándonos a detenernos en una estación de servicio. Tanto el auto como el que siente dolor solo pararán cuando sea tarde. Por otra parte, atendamos a la proliferación en el consumo de energizantes y suplementos dietéticos o farmacológicos que prometen un “plus” en el rendimiento laboral, deportivo, sexual o mental, es decir un desconocimiento de los límites y necesidades del organismo, el que es forzado al precio de que su “rendimiento” de hoy será el agotamiento y las patologías de mañana.

Tanta actividad y tanto rendimiento suelen terminar en un cansancio físico crónico y en la aceleración del círculo vicioso de analgésicos y energizantes. Mientras de manera constante y sigilosa, se va gestando una profunda fatiga que se instala en el alma y la psiquis. Toma la forma de una insatisfacción persistente, de desasosiego, de desconcierto ante las situaciones de la vida. La presión constante, tanto subliminal como explícita, por el rendimiento y la actividad termina, señala Byung-Chul en lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera la principal y continua pandemia del siglo veintiuno: la depresión. Lejos de preocupar a la industria farmacéutica (una de las cuatro más poderosas e influyentes del mundo) esto la pone de parabienes. El consumo de psicofármacos crece de manera geométrica, pero el mal, lejos de atenuarse, se extiende. Es que el antídoto no está en el consumo de drogas cada vez más complejas (con efectos colaterales cada vez más graves), sino en transformar los modos en que trabajamos y nos relacionamos, en atender nuestras necesidades y aspiraciones existenciales, en preguntarnos para qué (y no por qué) hacemos lo que hacemos, y si hay en ello un sentido que vaya más allá de lo inmediato y material.

EL DESCANSO COMO PELIGRO

La depresión es la fatiga del alma. Un estado, dice Comte-Sponville, en el que ninguna alegría nos descansa y ningún descanso nos alegra. No es sorprendente su extensión cuando se ha expandido por Occidente un modelo económico y de producción que afecta a las relaciones sociales y a la salud física y psíquica de las personas. En su ensayo titulado “El realismo capitalista”, el crítico cultural británico Mark Fisher (1968-2017) describe cómo un modelo económico voraz y desregulado ha llevado a un punto en el que el tiempo de trabajo no alterna con tiempo de descanso sino directamente con el desempleo. Quien se detiene es eliminado. Muchos desempleados esperan por ese puesto. Se ha hecho normal, escribe Fisher, “pasar por una serie anárquica de empleos de corto plazo que hacen imposible planificar el futuro”. Y cuando no hay modo de planificarlo ni de visualizarlo el futuro desaparece del horizonte.

Vida y trabajo son sinónimos, no entra otra cosa en esa dura amalgama. Mucho menos la idea del descanso. Descansar es peligroso, puede significar la pérdida de un empleo, de un encargo, de un cliente, de una oportunidad económica. “El capital persigue al sujeto hasta cuando está durmiendo”, recuerda Fisher. “El tiempo deja de ser lineal y se vuelve caótico”. Desaparece la alternancia entre actividad y reposo, tan natural y necesaria como la secuencia sístole-diástole conque funciona el corazón, la mutación de inhalación a expiración conque respiramos, el prolijo encadenamiento de la noche y el día o la sucesión de las estaciones. A esto hay que agregar que la cuestión no termina en la compulsión por la actividad, sino que a esta se agrega la obligación, impuesta o auto impuesta, del rendimiento. Con ella termina de perderse la posibilidad de explorar el sentido de la tarea. La productividad convertida en un fin en si mismo tiene mucho de trastorno compulsivo, aunque el sistema la premie. Es allí donde el “hommo laborans” deviene lisa y llanamente en “animal laborans”.

Aunque cansancio y fatiga no sean la misma cosa, hay modos de vida, de trabajo, de producción y de relación que los une y los complementa. Podemos deshacer ese nudo para recuperar el sentido del trabajo y la funcionalidad del descanso, o buscar atajos hacia ninguna parte.

 

(*) El autor es escritor y periodista. Su último libro es "La aceptación en un tiempo de Intolerancia"

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