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Luis Moreiro
lmoreiro@eldia.com
Esa fue una noche de sorpresas. Primero, mamá confirmó que el jueves llegaba Sara con sus hijos para pasar Navidad en casa. Y después que, antes de Año Nuevo, todos juntos nos íbamos de vacaciones al mar.
Hoy no acierto a recordar cual de las dos noticias, en mi caso, fue la más conmocionante. Primero, porque en aquel lejano 1968, entre mis amigos eran muy pocos los que conocían el mar, selecto grupo para el que, obviamente, yo no calificaba; y segundo, porque la llegada de Sara anunciaba el lógico arribo de Pedro, su hijo mayor, pero también el de Silvia, la menor, un año más chica que yo (por entonces sumaba diez), y dueña de la cabellera más rubia y de los ojos más celestes que pueden caber en la imaginación de cualquier pibe.
Lo que por entonces genéricamente llamábamos “el mar” era una imprecisa playa situada entre San Clemente del Tuyú y Villa Gesell, destino que finalmente se definiría una vez que ambas madres hicieran el obligatorio recuento de capital, ahorros y posibles préstamos.
Nosotros, sin voz ni voto, queríamos, aunque sin saber muy bien por qué, que fuera Gesell. Pero no. Ese verano nos tocó San Clemente.
Para nosotros, en definitiva, era lo mismo. La cuestión de fondo, como se sabe, era conocer el mar.
Ese fue el verano en el que aprendimos que a los sonámbulos jamás hay que despertarlos. Fue durante una siesta en la que mi hermana, totalmente dormida, se encargó de ir de habitación en habitación preguntando: “¿Vieron a mi mamá?”
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Tras obtener todas respuestas negativas regresó a su cama tal como había salido. Mamá, lógicamente, dormía plácidamente y nunca se enteró del incidente.
Después, en la playa, un pibe como de 14 años y que ya iba al colegio secundario, nos dijo que el shock que sufre el sonámbulo cuando se lo despierta de golpe, podía causar “irreparables consecuencias” en la salud del afectado. Y nosotros le creímos, para susto de mi hermana, a quien de ahí en más amenazamos con esas siniestras e “irreparables consecuencias”.
“Para nosotros, en definitiva, era lo mismo. La cuestión de fondo, como se sabe, era conocer el mar”
Fue también el verano en el que aprendí a desenterrar almejas, a ubicar las estrellas para no perder el rumbo en las caminatas nocturnas y a escapar de las temibles aguas vivas.
Pero, sobre todo, fue el enero en el que descubrí que, invariablemente, hay una directa relación entre los males de corazón de un pibe de diez años y los ojos celestes de una niña
Era de noche, en ese momento indefinido en el que uno ya está bañado y cambiado a la espera de la hora de la cena. El juego lo empezó Pedro. “A vos te gusta mi hermana. A que no te animás a darle un beso”, desafió.
Y uno, que jamás hubiese dado un solo paso hacia ese abismo, comprendió que ese era un momento trascendente. Que allí, entre esas cuatro paredes, no había resquicio alguno para huir. Y que, de hacerlo, tendría que batallar todos los días contra el indeleble estigma de la cobardía.
Mi hermana miraba como si no entendiera lo que estaba pasando. En cambio, ella, la de los ojos lindos, sonreía.
Me le acerqué. Cerré los ojos y mis labios chocaron contra los suyos. No recuerdo nada más.
Sólo sé que años después descubrí que lo de San Clemente no era mar y que ese beso no era amor. Pero se parecían.
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