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EL DIA reunió a dos mujeres que fueron violadas de niñas y a los padres de cuatro chicos que sobrevivieron al mismo espanto. Las experiencias en común. Y el rol de la Justicia
De derecha a Izquierda: analía, Laura, Samanta, Jimena, Diego y Alberto. “Queremos que nos llamen sobrevivientes y no víctimas”, pidieron en la charla que compartieron / gonzalo mainoldi
Marcelo Carignano
mcarignano@eldia.com
Premisa: la sociedad argentina y, en consecuencia, el sistema judicial, no están -estamos- preparados y/o capacitados para tratar con propiedad casos de abuso sexual. Con casos, un sustantivo “frío” si tomamos en cuenta la temática que se está tratando, nos referimos a las víctimas y familiares de los actos a los que se hace mención y al proceso que deben atravesar una vez denunciado el mismo. Durante y después, se ven revictimizados por los dos actores descritos arriba.
Situación: en una mesa oval hay ocho sillas. En seis de ellas se sientan los intérpretes de esta historia: Samanta (31), Laura (33), Alberto (42), Jimena (41), Diego (39) y Analía (41). Las dos primeras fueron sometidas sexualmente por dos conocidos cuando eran menores. Las cuatro personas restantes son padres cuyos hijos vivieron situaciones equivalentes.
Quienes no se conocían entre sí realizaron, a modo de introducción, un breve raconto de sus vivencias. Las similitudes se hicieron visibles al instante, lo que motivó un enlace que tuvo la promesa de una correspondencia postrera.
A lo largo de una conversación que se extendió por más de dos horas, sus testimonios aportaron datos certeros en torno a una realidad que, en vista del crecimiento exponencial de denuncias por abuso sexual que se registra en canales oficiales, merece ser revisada y modificada.
No se trata de una opinión del cronista basada en entrevistas con más de una docena de víctimas, fiscales, psicoanalistas y médicos durante los últimos meses. La problemática trasciende por completo el dictamen de un periodista: un estudio internacional reciente arrojó datos conclusivos, con Argentina ocupando el 35to puesto sobre 40 países que peor tratan a los menores de edad que fueron forzados a mantener algún tipo de relación sexual con un mayor. (ver aparte)
A pesar de estar separadas por los kilómetros que se extienden desde La Plata hasta Brandsen, las vidas de Laura y Samanta se conectaron aún antes de que ellas se conocieran en una sala de la redacción de un diario.
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Ambas tenían ocho años cuando un allegado a la familia se acercó a ellas.Para comprender la gravedad de los hechos, dejemos el relato en boca de los protagonistas.
Laura: “Yo pude hablar recién de grande, a los 20; tres años antes me había ido a vivir sola. Un vecino me violó hasta los once. Pero no sólo a mí, a veces éramos hasta cinco chicos del barrio. Mi mejor amigo se suicidó porque no pudo superarlo y yo lo intenté alguna vez. Cuesta un montón salir adelante, pasé por las drogas, por depresión, y acá estoy, a pesar de que la persona que me violó sigue libre. Por eso no me gusta que nos victimicen, nosotros somos sobrevivientes”.
Samanta: “Mi abusador era conocido de mis padres. La situación comenzó en 1999 y también duró tres años. Cuando culminó, comenzó el acoso, con gestos en la calle, insultos. Guardé durante años el secreto, nadie sabía lo que pasaba. Me casé y, sin saberlo, me mudé a tres cuadras de dónde vivía él. Hasta que, en uno de esos encontronazos, mi marido fue testigo y entonces le conté todo y radiqué la denuncia”. Luego de ese incidente, otras dos mujeres se sumaron a la acusación. Carlos Daniel Elizalde, “El pochoclero de Brandsen”, como fue conocido cuando los casos saltaron a luz, terminó detenido. Fue apresado en Tres Arroyos, luego de una serie de allanamientos, bajo el cargo de “tentativa de homicidio calificado y lesiones leves” en perjuicio de Gabriela de Gaetano (48) y su marido, Sergio Nagode (51), los padres de Samanta. Los atacó en la puerta de la Comisaría con un bate de béisbol, cuando la familia se disponía a presentar más evidencias sobre el acoso al que era sometida la joven.
Jimena, Diego, Alberto y Analía son los padres de cinco menores que declararon haber sido abusados por adultos en diferentes contextos.
Los dos primeros son pareja y padres de L., una adolescente de 14 años que denunció a un vecino, papá de una amiga de ella, que se metió en su cama e intentó violarla. En ese entonces, L. tenía 13 años. Ahora, “está con ataques de pánico y no quiere salir de casa, mientras el tipo camina libre por las calles de Ensenada como si nada”, aseguró Jimena, al tiempo que añadió: “Nos amenazó de muerte a mí y a mi familia más de una vez y después de hacer la denuncia correspondiente, otra chica aportó su caso. Todo sigue igual, pareciera que la Justicia no tiene tiempo para encargarse de estas cosas.”
Alberto es el papá del nene que acusó al celador del turno noche del Hogar María Luisa Servente, entre otras cosas, de sacarlo de la institución y someterlo de forma sexual en su propio domicilio. El niño tenía seis años y en su declaración aseguró que de los abusos también eran parte algunos de sus compañeritos del lugar. “Me pasó como a los chicos de Independiente”, fue la frase que utilizó para exteriorizar lo que le había ocurrido. A la víctima le costó mucho hablar con sus padres. Cuando por fin estuvo listo narró lo que sucedía durante las noches que pasó en el Hogar. Hoy, el acusado está detenido y permanecerá en esa condición, por lo menos, hasta el juicio oral.
“A mí se me cayó el mundo cuando mi hijo de tres años me contó en 2017 que mi esposo (un bombero de Ensenada) le bajaba los pantalones y le tocaba la cola”, le dijo a EL DIA Analía hace más de 15 días. Ella lo enfrentó y lo denunció esa misma noche. Sus dos hijas, de 9 y 18 en ese momento, añadirían sus propios infiernos más tarde. El rescatista fue aprehendido el jueves por la DDI, tras una celada montada en la puerta de su casa.
Con excepción de Alberto (él ya vivía en otra ciudad) y Analía, todos tuvieron que mudarse de sus respectivos hogares pese a ser los damnificados. Laura se fue a Mendoza, Jimena y Diego se trasladaron a otra casa de Ensenada.
“Yo pensé en irme, en vender la casa e irme a vivir a Mar de Ajó. Pero, ¿por qué nos teníamos que ir nosotros? Ahora te digo que no me mueve nadie de acá”, aclaró Analía. Antes de comenzar a referir el periplo, para ellos funesto, que conlleva el proceso de denuncia de un abuso, los presentes se permiten hacer dos aclaraciones al respecto. La primera guarda relación con la política, a la que desterraron de la totalidad de la entrevista. No se trata de algo relacionado a uno u otro gobierno; el reclamo los atraviesa a todos.
La segunda apostilla tiene que ver con la investigación llevada adelante por las autoridades pertinentes. El consenso general es que, a ese respecto, “se trabaja bien”.
Contrapuesto a estos dos puntos es la imagen que, tanto “sobrevivientes” como sus familiares, poseen del inicio de ese procedimiento. Desde la revisión médica hasta las citas con los fiscales, “se trató de un calvario”, indicaron. Es Jimena quien, con el caso de su hija más fresco en la memoria por tratarse del más reciente, contribuyó con un ejemplo: “La médica que la atendió, lo primero que le dijo fue que no iba a pasar nada porque era un abuso simple”.
Cada palabra de la docente ensenadense fue asentida por el grupo y el veredicto de cada uno al final de esa descripción se tradujo en un “a mí me pasó lo mismo”. Y colocaron al nivel de esa afirmación la tarea de los fiscales, al señalar en conjunto que “dependés de quién te toca para ver si la causa avanza o se queda estancada”. Alberto agregó que “si uno no se mueve y les toca la puerta todos los días, queda en foja cero”.
Él atribuye esa insistencia (y la labor de María Eugenia Di Lorenzo, de la UFI N° 17) a que el celador del Servente, sindicado como abusador de su hijo, se encuentre detenido. Lo mismo piensa Analía, al aseverar que “el tema se empezó a mover cuando me di cuenta de que si yo no hacía nada, las cosas iban a seguir igual. Pasaron dos años desde que nos presentamos en la comisaría; durante ese tiempo (con tres medidas de prohibición de acercamiento a su ex pareja, que no habrían sido cumplidas) no ocurrió mucho. Una vez que golpeé puertas y fui a los medios, todo cambió y ahora él está preso”.
“Cinco marchas con casi todo el pueblo presente, tuvimos que hacer para que la causa se moviera un poco”, explicó Samanta. A ella, a Romina y a Paola -las otras damnificadas-, cuando les creyeron, las acompañaron. Sin embargo, Elizalde está en la cárcel por un delito distinto al denunciado originalmente.
Merece mención una catacterística muchas veces dejada en segundo plano y que tiene un vínculo directo con el comienzo de esta crónica: la sociedad. En esa hipótesis expuesta, se habló de que la comunidad no está preparada o capacitada para tratar con una víctima de abuso sexual. En los casos descritos aquí y en otros de los que se tiene conocimiento por haberlos investigado, subyace un patrón de comportamiento que amerita ser modificado. Como se dijo, Laura, Samanta, Jimena y Diego debieron mudarse de sus domicilios tanto por el asedio de sus abusadores como por el vilipendio de algunos de sus vecinos.
La última reflexión, aventurada por Alberto, funcionó también como una suerte de sentencia y anhelo futuro: “Esto es algo que nos pasó a todos. Hay que unirse”.
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