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En el Hospital de Niños un equipo de profesionales propone una valiosa alternativa para poner freno a la violencia de género: sostienen que “se trata de una conducta aprendida y por tanto se puede desaprender”
Nicolás Maldonado
nmaldonado@eldia.com
Quienes trabajan en violencia de género saben que los casos generalmente reproducen un ciclo difícil de romper: tras cada golpiza los agresores suelen caer en una etapa de arrepentimiento y búsqueda de reconciliación que termina tarde o temprano cuando la acumulación de tensiones deriva en un nuevo estallido de agresividad. Pero además de esto, muchos funcionarios de la Justicia, trabajadores sociales y psicólogos abocados a la temática saben también -porque lo observan con frecuencia- que los posibles desenlaces que tiene ese ciclo (el abandono del hogar, las restricciones de acercamiento y hasta la cárcel) no siempre logran poner fin al patrón.
Eso fue precisamente lo que empezaron a observar hace unos años las profesionales de Servicios Sociales del Hospital de Niños Sor María Ludovica. Por el hecho de intervenir en los casos en que los chicos llegan al hospital por presuntos maltratos no tardaron en advertir que muchas de las familias atendidas volvían por nuevos episodios y que los nombres de los denunciados reaparecían por reincidir hasta en nuevo entorno familiar. Y es que si bien había programas de atención para mujeres golpeadas, las conductas de esos hombres quedaban sin otra respuesta institucional que la meramente punitiva cuando la Justicia ordenaba su detención.
El problema es que “tampoco la respuesta punitiva a este tipo de conductas parece ser la solución: en muchos casos la cárcel sólo se convierte en un agravante. En general lo agresores salen muy enojados y al volver a su casa, donde está esa mujer que los denunció, responden de la única forma en que saben hacerlo: con más violencia. Lo vemos constantemente en los medios”, señalan las profesionales de Servicios Sociales en referencia a la gran cantidad de femicidios que ocurren en medio de una intervención judicial.
Fue frente a esta encrucijada que tres trabajadoras sociales y una psicóloga de ese Servicio resolvieron en 2014 empezar a poner en práctica una alternativa que ya se venía aplicando de manera incipiente en otros puntos del país. Así surgió el Programa Desaprender, el primer espacio de atención en La Plata para hombres que ejercen violencia contra sus parejas, una valiosa apuesta por evitar el enorme sufrimiento en torno a las casi 5 mil causas por violencia familiar y de género que surgen cada año en nuestra ciudad.
“Nadie se levanta violento de una mañana a otra. La violencia es una conducta aprendida y repetida, una construcción social que se va repitiendo de generación en generación. El ámbito en que cada quien se crió y las experiencias que tuvo al crecer llevan a que algunas personas se apropien o no de determinadas formas violentas de conducirse, de determinados abusos de poder que están insertos en un sistema patriarcal con siglos de existencia. La violencia no es una enfermedad, es una conducta aprendida y, como tal, se puede desaprender”, sostiene Sandra De Andrés, la coordinadora de esta iniciativa que se enmarca en el Programa de Violencia del Ministerio de Salud.
Con este convencimiento, ella y sus compañeras llevan adelante un taller semanal de resocialización al que asisten actualmente ocho hombres. Si bien la mayoría de ellos llegó ahí por sugerencia o indicación de los juzgados de Familia, algunos lo hicieron también por iniciativa propia tras comprender que necesitaban ayuda para cambiar.
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Y es que en un momento en que la violencia de género ya no pasa inadvertida y la presión social para que se la sancione judicialmente es cada vez mayor, “algunos hombres que ejercen violencia empiezan a darse cuenta de que corren un serio riesgo de terminar detenidos o condenados socialmente; pero también -señalan desde el Programa- que no pueden poner freno por sí mismo a sus conductas violentas; que necesitan ayuda profesional”.
Más allá de que la mayoría de los que llegan al Hospital de Niños en busca de esa ayuda tienen entre 25 y 55 años de edad, sus perfiles son diversos: entre ellos se encuentra tanto a personas que sólo terminaron la escuela primaria y viven al borde de la pobreza como a profesionales con una buena posición social.
“Un hombre que ejerce violencia de género puede ser cualquiera; hasta el más macanudo de nuestros vecinos o compañeros de trabajo porque es algo que en general no se ve fuera de su entorno familiar”, señala Sandra De Andrés quien reconoce sin embargo que los integrantes del taller suelen tener un rasgo en común: “se trata de personas con una visión muy rígida de los roles que les corresponden al hombre y a la mujer; pero que además tienen una escasa capacidad para reconocer la singularidad del otro y comunicar lo que les pasa -dice-: su ira es fruto de su incapacidad de dialogar”.
“Muchos hombres recién empiezan a reconocer que ejercen violencia cuando les cae encima la ley y entonces su mundo se desmorona. Porque de estar trabajando e integrados socialmente pasan de pronto a encontrarse detenidos, a veces junto con delincuentes peligrosos, y quienes no tienen suficientes recursos, quizás están un año hasta lograr salir. Entonces se encuentran con que ya no tienen trabajo, que no tienen tampoco donde vivir y que hasta su familia los aisló. Nunca se imaginaron que iban a estar en esa situación y llegan pidiendo ayuda para no reincidir”, explica la licenciada Mariel Tobalo Garay.
Para lograr que quienes asisten al taller reconozcan sus conductas violentas se trabaja en grupo compartiendo situaciones cotidianas y poniendo en debate creencias instaladas que tienden a justificar ese accionar (como “la mujer es la que cocina”, “los hombres no lloran”, “las que se visten de tal forma son prostitutas” …). “Se busca que cada quien identifique las diferentes formas en que ejerce violencia; lo que no es fácil, ya que al principio todos tienden a justificarse o minimizar lo que ocurrió”, comenta la profesional.
El trabajo del equipo pasa por lograr que esos hombres aprendan además a reconocer en sí mismos el ciclo de la violencia, y que hay varias etapas entre la bronca, el insulto y el empujón. Que “logren identificar en su cuerpo las señales del estallido de ira a fin de que lo puedan desactivar. El objetivo es enseñarles recursos para que sean capaces de responder a esas situaciones de un modo distinto”, cuenta Tobalo Garay.
Aunque abierto a la comunidad y gratuito, el Programa tiene un estricto sistema de admisión: sólo recibe a quienes “están en condiciones de desaprender”. “Como el trabajo consiste en ayudarlos a que se den cuenta de que han causado daño a otros, es necesario que reconozcan mínimamente su responsabilidad y tengan una verdadera intención cambiar. Pero además que estén en condiciones de hacerlo”, aclara De Andrés al explicar por qué no admiten a personas “en situación de consumo problemático de sustancias” y con problemas de salud mental.
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El equipo a cargo del programa desaprender está compuesto por una psicóloga y tres trabajadoras sociales / Sebastián Casali
Sandra De Andrés (coordinadora del Programa Desaprender).- “La violencia es una conducta aprendida y repetida, una construcción social que se va repitiendo de generación en generación. La violencia no es una enfermedad, es una conducta aprendida y, como tal, se puede desaprender”
Mariel Tobaio Garay (trabajadora social del Programa Desaprender).- “Con los hombres que ejercen violencia de género la respuesta punitiva no alcanza: en muchos casos la cárcel sólo se convierte en un agravante. En general salen muy enojados y al volver a su casa, donde está esa mujer que los denunció, responden de la única forma en que saben hacerlo: con más violencia”
El taller para hombres que ejercen violencia de género es un espacio semanal al que la mayorìa llega por sugerencia de los juzgados de familia
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