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Incentivados por las redes, muchos adultos intentan subirse a una tabla y, en gran parte de los casos, no paran de darse golpes. Esta es la historia de uno de ellos
Pedro Garay
pgaray@eldia.com
ENVIADO ESPECIAL A LA COSTA ATLÁNTICA
Esta no es una historia inspiracional. Porque hay pocas tan terribles como percatarse de que uno no es especial, que una actividad en la que uno sospechaba que sería bueno, un talento natural que recibiría palmadas en la espalda y azoradas ovaciones, en realidad lo revela mediocre, sin gracia, forzosamente consciente de las limitaciones del propio, castigado cuerpo.
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Esto le ocurrió a un hombre de unos 34 años cuando intentó subir a una tabla de surf. Influenciado como muchos por las imágenes y videos de Instagram donde surfistas blondos de sol cabalgan en gigantescas olas sin esfuerzo, enamorado de esas postales, casi pornográficas (son muchos los estudios que señalan como la red social de fotos nos vuelve adictos, obsesionados con un estilo de vida inalcanzable y, por lo tanto, bastante más frustrados), decidió probar con producir él mismo esas imágenes, y empezó por donde hay que empezar: tomando una clase.
Pero aquí hay que aclarar que el hombre, llamémosle Pablo, imaginó que su comienzo no sería como el de todos: aunque nunca había tenido contacto con una tabla, imaginaba una biografía previa que lo había preparado para la ocasión, y que lo revelaría como un surfista nato. De pequeño pasaba horas en el mar, aprendió muy chico de chupones y corrientes, y, por supuesto, barrenaba. Sin tabla, solo con el cuerpo. Y barrenaba mucho mejor que nadie que conoció: ni sus amigos de quince años de veraneo, ni sus familiares, nadie podía deslizarse por las olas con la velocidad que él alcanzaba, sin chocar contra el piso del mar; nadie podía llegar más lejos subido a una sola ola.
Según le relata a EL DIA, testigo de sus desventuras, Pablo creía, entonces, que tenía un cierto talento, un conocimiento de las mareas y los secretos del mar, y que subir a una tabla sería aprender apenas un conjunto de técnicas, pero que la base ya había sido establecida, años antes, de forma autodidacta e inconsciente, como aprenden las cosas los chicos: por absorción.
Y su profesor, Federico, dueño de Buena Olas, una escuela en el ingreso a Mar de Ajó, contaba en la previa del desastre que le tenía fe. Quería, probablemente, convencerlo de que se podía, sin sospechar que él no traía dudas de que se podía. Sin embargo, sin que le preguntaran, advertía: “Se necesita una cierta condición física para entrar al mar, necesitás sortear a veces condiciones difíciles para sortear una ola”. Cargando un importante sobrepeso, Pablo no era la imagen del fitness.
“Pero hoy el mar está tranquilo, chiquito, de lectura fácil, mucho mejor que días anteriores que estaba fuerte”, lanzaba su instructor. En sus ojos, sin embargo, ya se deslizaba que él sabía que esta historia no tendría final feliz.
Tras las advertencias, la lección: con una tabla blanda para que no duelan los esperables golpes producto de la inexperiencia, Pablo comenzó a entrenar para el anunciado fracaso. Primero, sobre la arena, practicó movimientos básicos. El primero es tan sencillo que le salió bárbaro: había que dejarse caer sobre la tabla para ver qué pie reacciona para evitar la caída. Ese será el pie que va delante cuando el surfista va deslizándose por el agua: no tiene que ver con ser derecho o zurdo al escribir, explica el profesor. Derecho toda la vida y envidioso del talento zurdo, Pablo, confiesa luego, quería ser distinto, “goofyfoot”, al menos en el surf. No lo logró: es regular. “La palabra sola revela ya una decepcionante mediocridad”, afirmaría luego Pablo.
Pero después de esa primera decepción, llegaría algo mucho peor: la pesadilla. Todo comenzó cuando el profesor le explicaba al alumno cómo incorporarse. Recostado, con los pies juntos, boca abajo en la tabla, aunque con la cabeza levantada, primero hay que remar con las manos, persiguiendo la ola: hasta ahí, bien. Luego, se debe apoyar las palmas de las manos en la tabla, a la altura de los pectorales, levantando el torso.
Luego, existen dos variantes. Una, para quienes tienen fuerza en sus músculos, es incorporarse de un salto, colocando el pie que va delante en su posición al caer. Por supuesto, Pablo hizo la otra, que permite levantarse de forma paulatina: primero, el pie que va detrás se acuclilla, queda cerca de la rodilla y los codos; luego, el pie que va delante lo sigue, colocándose debajo del cuerpo encorvado sobre la tabla, entre las dos manos. Luego, lo que queda es pararse.
A esta altura es importante contarles que Pablo sufre de una virulenta hernia de disco que lo dejó postrado durante buena parte de 2019. Perdió masa muscular, reflejos, y pararse de una silla es un ejercicio molesto que realiza de forma lenta, para evitar el latigazo. Imaginen ahora a esa persona intentando levantarse de un tirón sobre una tabla de surf, en el mar...
Pero además, y este es el más duro golpe para Pablo, “me percaté de que no soy genéticamente un elegido para surfear. Los brazos y las piernas cortas no me permiten generar un arco suficientemente grande bajo el cuerpo cuando me acuclillo. La panza achica ese espacio: la idea de erguirme desde esa posición agazapada y dolorosa se me ocurre imposible”. Pablo se da por vencido.
Es el momento del terror. El terror no es no poder, sino saber, ser totalmente consciente de que no se puede. “La frustración es una cosa: más grave es el pánico de no poder, con una cámara registrando, en vivo, ser siquiera digno”, le dice Pablo a las cámaras de EL DIA que registran su intento frustrado.
Con ese estado mental se dirige al mar. Intenta pararse sobre la tabla una, dos, tres veces. No consigue nada. A la cuarta, al menos se arrodilla sobre la tabla. La ola lo lleva puesto. Decide abandonar, y contar que con una clase de cinco minutos casi se para. Esta no es una historia inspiracional, pero no porque no sostenga que el que quiere, puede: seguramente, quien se esmere, aún con 34 años y una hernia de disco, lo logre. Esta historia no puede motivar porque es la historia de un fracaso, de alguien que se dio por vencido.
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