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Policiales |OCURRIÓ EN LA PLATA

El silencio de las inocentes

En 1989 la Ciudad se conmovió por un femicidio que para muchos estaba anunciado, con instancias difíciles de creer pero terriblemente reales

El silencio de las inocentes

Horacio De Ortube / Fotos: archivo

Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

29 de Noviembre de 2020 | 03:56
Edición impresa

“Jefe, me avisan que se equivocaron de piba”.

El oficial de servicio estaba pálido y le temblaban las manos. Había hecho una interpretación disparatada y macabra del mensaje que tenía que dar. Cuando le explicaron cómo era la cosa, se tranquilizó. El mensaje era que habían enterrado a una persona, confundiéndola con otra que estaba viva y seguía luchándola en el Policlínico.

Corrían los primeros días del final de 1989 y los asesinatos de mujeres no se llamaban femicidios. Si hasta había un rubro para describir a los que “mataban por amor” y les decían “crímenes pasionales”, como si la pasión tuviese algo que ver con la cobardía.

En La Plata no estaban Las Mirabal (llamadas así por las luchadoras sociales asesinadas a palos por orden del dictador centroamericano Rafael Leónidas Trujillo), ni otros colectivos de defensa de la causa de género, que hubiesen inundado las calles de la Ciudad con reclamos por Justicia. Más allá de las instancias judiciales que parcialmente se ventilarían después en el juicio oral, flotaba en la Ciudad un pesado silencio sobre el caso de tres mujeres inocentes: Celia Lunazzi y sus hijas María Gabriela y María Valeria De Ortube, el apellido de su verdugo, el contador Horacio Tadeo De Ortube.

En la tele habían dicho que ese verano venía muy caluroso y a lo mejor por eso, recién desenvuelto el papel de regalo de ese diciembre de 1989, ya zumbaba un ventilador en el hall de la Unidad Regional de Policía, en 12 y 60.

Era uno de esos ventiladores de pie, de los que se amontonaban en las vidrieras de los comercios de calle 12 y que en algunas oficinas les pegaban tiritas de papel, como serpentinas, para hacer que el aire circulara mejor o por decoración nomás.

El hombre llegó respirando mal pero calmo. Apoyó el revólver sobre el mostrador y le dijo al oficial de servicio que con “eso” había matado a sus hijas y que las podían encontrar por la Ruta 2, cerca de La Plata. Y no dijo nada más.

Lo que vino fue un silencio pesado, una trinchera que lo pondría a salvo de quienes más tarde querrían enviarlo a una cárcel-infierno como la de Olmos, o la de Sierra Chica, pero que tendrían que conformarse con que fuese a parar a un neuropsiquiátrico. Porque en el juicio que se hizo dos años después su defensa lograría que lo declaren inimputable.

“Aquel que no supo lo que hacía no puede recibir castigo”, diría su abogado defensor, Carlos “el Negro” Acevedo, un letrado reconocido entre los mejores de la época. Frente a Acevedo y su estrategia había otro peso pesado: Alfredo Gascón Coti, que sostenía que si bien De Ortube necesitaba ayuda profesional, de loco no tenía un pelo.

Los hechos que vinieron casi le darían la razón porque poco después el “inimputable” se escaparía de su encierro terapéutico para tratar de seguir su vida con una nueva identidad en Mendoza. Cuando lo recapturaron lo devolvieron a Melchor Romero, pero antes habría algunas sorpresas.

MALAS VISITAS

El caso del contador Horacio Tadeo De Ortube quedó escondido detrás de la sombra del odontólogo Ricardo Barreda. Acaso porque ese mediodía del 3 de diciembre de 1989 solo tuvo oportunidad de disparar sobre sus hijas y no de su ex esposa. O porque no hubo una suegra para ofrecerle en sacrificio al morbo popular. A diferencia de lo que hicieron con Barreda, los medios de comunicación nacionales e internacionales ni se mosquearon por lo que hizo De Ortube.

Hacía ya mucho tiempo que los encuentros con su padre se habían vuelto difíciles para las hermanas De Ortube. Consta en los archivos que incluso habían pedido que la Justicia las pusiera a salvo de esas visitas que, se diría en el juicio, “empezaban bien pero al rato él se descontrolaba y empezaban las agresiones”. Y las agresiones eran imputaciones a ellas, a la madre de las chicas y en ese contexto la ligaban su suegra y otros miembros de su familia política. “Si De Ortube hubiese podido, mataba a toda la familia”, apuntaba por entonces un investigador. Nunca quedó claro a qué se refería De Ortube al hablar de “complot” en su contra. Siempre se supuso que tenía que ver con divisiones de bienes y otros temas económicos devenidos de un divorcio conflictivo. Lo que sí quedaría claro en el juicio es que Celia Lunazzi y sus hijas María Gabriela y María Valeria eran víctimas consecuentes de un hombre que amenazaba, insultaba y hasta escupía. Y que una vez, al menos, en una escena cinematográfica y grotesca, persiguió a la madre de sus hijas por la vereda de Plaza Paso y la avenida 44, con la intención de aplastarla con el auto.

“Cuando te vea por la calle te parto”, fue el mensaje antes de irse.

En el juicio quedó claro por lo que habían pasado esa madre y sus hijas pero pareció que nadie lo había tenido en cuenta y que el silencio de aquellas inocentes había ayudado al maltratador.

Las hermanas De Ortube habían dejado claro, a través de una declaración ante el juez en lo Civil y Comercial Aldo Bihanor Di Carlo, que no querían ver a De Ortube por aquello de “las visitas empiezan bien y terminan mal”. El 13 de octubre de ese mismo año ese juez escribió en una resolución que “la expresa voluntad de las jóvenes no puede ser desoída”.

“Cuando te vea por la calle te parto”

Horacio De Ortube,
Lo dijo antes de irse

 

Pero el mandato de la Justicia no tuvo correlato en la realidad. Y De Ortube, acostumbrado a hacerlo, la desoyó. Y ese 3 de diciembre fue a buscar a sus hijas para almorzar y proponerles pasar las fiestas en Mar del Plata con su nueva familia. Las hermanas dijeron que no, justo en el momento en que el paseo en auto por la Ruta 2 se detuvo cerca del paraje donde una década antes encontrarían asesinada a la profesora de inglés Aurelia Catalina Briant.

Lo que siguió fue rápido, desesperante. Cuando vieron que De Ortube enfurecía, las hermanas percibieron que las cosas se podían salir de madre porque el hombre tenía un revólver que nunca antes le habían visto. Instintivamente se tomaron de la mano y corrieron hacia los pastizales.

De Ortube ejecutó a sus hijas y cuando las vio inmóviles y las creyó muertas, se subió al Falcon y fue a entregarse.

“Aquel que no supo lo que hacía no puede recibir castigo”

Carlos “el Negro” Acevedo,
Abogado defensor

 

“NO VAS A IR”

Aquel día el encuentro empezó bien, con un almuerzo y terminó de la peor manera. Valeria acaso quería que la visita terminase cuanto antes porque ese día era para ella uno de los más importantes de su vida: la fiesta de egresados del Colegio Nacional. Cuentan que en medio de la discusión que siguió al almuerzo, De Ortube le habría dicho entre enigmático y amenazante: “No vas a ir”.

A las dos de la madrugada de ese día de graduación, cuando nadie se explicaba las razones por las que Valeria no estaba en la fiesta del Quinto 2°, alguien llevó la terrible noticia y el baile se suspendió. “Un accidente en la Ruta 2”, dijo la directora Graciela Ibarra, como para ahorrarles un poco de dolor a los pibes y las pibas que preguntaban cómo había muerto su compañera. Debe haber sido la fiesta de egresados más triste que se recuerde en el Colegio Nacional de La Plata, como triste fue ese fin de año en el Liceo Víctor Mercante, donde estudiaba María Gabriela.

Tantas veces se dice que la realidad supera a la ficción que es para creer que algunas historias de la vida real no son otra cosa que la obra de guionistas del infierno. Unos tipos a sueldo de la Corte Infernal que se la pasan mirando películas y series; que revuelven en las literaturas del crimen y que después se sientan a escribir con el único ánimo de superarlas, de matarles el punto.

Porque al horror vivido, Celia Lunazzi tuvo que sumarle que días después, mientras cuidaba a su hija herida en una habitación del Policlínico, advirtió que una marca en la espalda era de María Valeria. La que habían enterrado horas antes con su nombre era María Gabriela.

El escándalo que vino, las sanciones disciplinarias, los sumarios internos y todo lo que se declamó después no alcanzaron ni para las propinas del dolor extra que el sistema policial y judicial le habían causado a esas mujeres.

La cuestión judicial arrancaría con polémica, de entrada nomás cuando en primera instancia, el fiscal Antonio Raimundi pediría 15 años de prisión para De Ortube, contra la perpetua que esperaba la familia.

“Personalidad psicopática, un hombre obsesionado en que hay un complot contra él”, sería la base de ese convencimiento.

Uno de los jueces que avaló la teoría de la inimputabilidad no pudo evitar expresar su fastidio para con el público que seguía la audiencia. La gente había aplaudido el alegato del abogado defensor de las mujeres agredidas, el doctor Gascón Coti, y el Magistrado se vio venir la rechifla.

“Me hago cargo de que esto pueda ser difícil de entender para el público lego, de otro modo no se justificaría el aplauso impropio de una audiencia judicial con el que parte de los presentes premiaron la exposición del letrado del particular damnificado”.

No sería esa la única “expresión impropia” durante el juicio. A De Ortube también le gritarían “asesino y cobarde” y revolearían algún que otro insulto también para los peritos de parte y otros que también ayudarían al fallo de inimputabilidad.

Pero si hubo algo en ese juicio que desgarró a la audiencia, fueron las palabras de la señora Lunazzi cuando sacando fuerzas quién sabe de dónde se dirigió a su ex marido y le preguntó: “¿Por qué?”.

De Ortube ejecutó a sus hijas y cuando las vio inmóviles y las creyó muertas, se subió al Falcon

 

“¿Por qué no me mataste a mi, por qué te la agarraste con las nenas?”, imploró saber la mujer. Pero De Ortube no levantó la vista del piso y acaso siguiendo a rajatabla el consejo de su hábil abogado, no dijo palabra. Ahí fue donde desde el fondo le volvieron a gritar “cobarde” y el presidente del Tribunal dijo que esa era la anteúltima vez porque a la próxima, hacía desalojar la sala.

El tribunal que juzgó a De Ortube y lo consideró inimputable estuvo integrado por los jueces Sanucci, Lasarte y Silva Acevedo. Para explicar su fallo unánime dijeron, entre otras cosas, que toda la prueba aportada por el particular damnificado no era incompatible con el “delirio sistemático remarcado por los peritos”. Y, entre otras instancias, se oyó el testimonio de algunos abogados que habían asistido a De Ortube en el juicio de divorcio. Dijeron que el hombre era irritable y que cuando se enojaba cambiaba de abogado.

Considerado inimputable, De Ortube no fue a parar a Olmos, ni a Sierra Chica ni a ninguna de esas sucursales del infierno conocidas.

CAMINANDO, LO MÁS PANCHO

El 8 de julio de 1994, un rato antes del timbre de llamada al almuerzo, Horacio De Ortube hacía tareas en la huerta de la Unidad Neuropsiquiátrica 10 de Melchor Romero. Nunca llegó al comedor. La fuga de De Ortube disparó temores. El primero y mayor fue que el contador decidiera ir a buscar a su ex esposa, a su suegra y a su hija sobreviviente para terminar la macabra tarea que había empezado cinco años antes. Pero eso no ocurrió. Se libraron varias órdenes de allanamiento: una casa en la calle 120, otra en Adrogué, dos departamentos y un chalet en La Perla, de Mar del Plata, otro en Pinamar y en la quinta “La Cautiva”, en Punta Indio. De Ortube estaba en Mendoza.

Nadie se explicaba las razones por las que Valeria no estaba en la fiesta del Quinto 2º

 

Francisco Morilla, el propietario del hotel donde se alojó el prófugo, pensó que le estaban tomando el pelo cuando los miembros de la comisión policial que había llegado desde La Plata (entre ellos iba Fabián “El Perro” Perroni, que llegaría a Jefe de la bonaerense durante el gobierno de María Eugenia Vidal) le dijeron que ese hombre educado, atento y bien vestido que ocupaba la habitación 14 era un “loco peligroso que escapó de un neuropsiquiátrico”.

De Ortube se entregó manso. En su poder le encontraron 3.000 mil dólares y varios cheques en blanco firmados por su madre. Esto último más su vestimenta, los medios utilizados para escapar y el hecho de que había intentado conseguir un empleo en San Rafael, hicieron suponer que había contado con ayuda externa. Y también interna, por lo que se abrió una causa para establecer si en la Unidad 10 de Melchor Romero también había tenido ayuda. En la intimidad de su despacho, el entonces juez de Instrucción, Braulio Fonseca, caminaba por las paredes. El hombre sabía que se le estaban riendo en la cara y se le hacía difícil probarlo. Para colmo, después de aquello a De Ortube se le ocurrió romper el silencio y salir a decir que en ese neuropsiquiátrico del que se había escapado no era necesario contar con la complicidad de nadie porque “ahí nadie controla nada y cualquier se va caminando como me fui yo”.

Pero si todo aquello fue escandaloso, lo que siguió después es de no creer. Muy suelto de cuerpo, De Ortube dijo que ya se había escapado otras cuatro veces, que en dos de ellas había ido a Mar del Plata al cumpleaños de sus hijas “de allá”, de 6 y 8 años, y que hasta había podido renovar su DNI y conseguir un carnet de conducir para poder viajar a Chile, donde no descartaba radicarse. Lo que parecía un escándalo que amenazaba los cimientos del sistema penitenciario, quedó en la nada.

Como si algo faltara se supo que el doctor Bartolomé Capurro, el perito psiquiatra que había sido consultado para resolver un pedido de los abogados de De Ortube para ingresar a un “plan de integración familiar”, había dicho que no era factible que “haya desaparecido el síndrome delirante del filicida”. Sin embargo, De Ortube fue trasladado a la cárcel de Batán, en Mar del Plata desde donde salió varias veces para estar con su familia de allá, pese no contar con el aval de la Justicia. La investigación sobre esas salidas también quedaron en la nada y De Ortube regresó a Melchor Romero.

RESILIENCIA

De Ortube hoy está alojado en el Bloque C del Pabellón 8 de la Unidad 34, un Instituto Neuropsiquiátrico de Seguridad. Hasta que se declaró la pandemia recibía dos únicas visitas: las de María Marta y María Julia, sus hijas de Mar del Plata. Tiene 76 años y problemas digestivos. “Es adicto a la Buscapina”, deslizó un confidente.

Diagnósticos negativos sobre su estado mental le han impedido irse a su casa al cumplir los 70. Si algún día eso ocurre lo más probable es que vuelva a Mar del Plata, donde en aquel tiempo en que baleó a sus hijas de La Plata, tenía una pareja de la que nacieron otras dos hijas. Paradoja, broma negra del destino o sencilla y brutal perversidad, esas dos hijas marplatenses llevan el mismo primer nombre que sus medias hermanas de La Plata: María.

Llenas de cicatrices de esas que no están a la vista, y a fuerza de nunca bajar la guardia, Valeria y su madre siguieron adelante.

Viven en La Plata.

De Valeria se sabe que se dedica “a cosas que le hacen bien a la gente”, como deslizó hace unos días una fuente muy confiable.

Resiliencia es lo que se dice que tienen las personas que se enfrentan a destinos brutales y responden en positivo.

Por eso mismo, a esa fuente que dice que Valeria hoy “hace cosas que le hacen bien a la gente”, no cabe otra que creerle.

 

Un horror
Celia Lunazzi, mientras cuidaba a su hija herida en una habitación del Policlínico, advirtió que una marca en la espalda era de María Valeria. La que habían enterrado horas antes con su nombre era María Gabriela.

 

 

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