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Alejandro Castañeda
Alejandro Castañeda
La semana se llenó de adioses y tristeza. La omnipresente pandemia, reina mundial de las noticias, parecía imbatible, pero Maradona le ganó por goleada. Una sola muerte pareció simbolizar mejor que nada el resumen fatídico de este año mortífero.
¿Qué agregar a este suceso que copó todo? Se ha dicho tanto que más vale recordar a Diego en respetuoso silencio, sin detenerse en los claroscuros, lejos de las grietas y las revueltas que ha despertado su partida.
Su despedida tuvo el mismo culto a la exasperación que su existencia. Pero Roberto Arlt ya lo sabía: “El Hombre en cualquier extremo de la pasión es siempre un espectáculo extraordinario”.
A Diego hay que sacarle de encima el palabrerío interminable de estos días. Aligerarle su carga en el viaje final y hacer a un lado tanta teoría. Apagar los reflectores y permitirle que, otra vez junto a sus padres, pueda reencontrarse con aquel cebollita del sueño increíble que desde la pobreza del cielo de Villa Fiorito entrevió que había un potrero celestial que lo estaba esperando. Dejémoslo divertirse con la pelota, sin palmadas ni griteríos. No manoseemos su vida. Los ídolos siempre están más allá de interpretaciones y juicios. Lo disfruté en varios partidos. La última vez en el Monumental, frente a Australia y por las Eliminatorias, junto a mis hijos, lo que significa bastante más que un recuerdo. Y así quiero evocarlo. En la cancha, donde lució en plenitud sus genialidades incomparables y donde dejó la mejor marca de una vida hecha de fulgores y sombras.
A su lado no caben los términos medios. Los ribetes violentos que alcanzó su velorio van de la mano con las costumbres de un hombre que sólo con su apellido generaba tumultos. Hubo desbordes y enfrentamientos, ¿pero alguien cree que Diego hubiera deseado algo juicioso y ordenado?
La ceremonia fúnebre en el cementerio de Bella Vista le puso fin a un desfile luctuoso que amagaba con llevarse todo por delante. Y le devolvió algo de calma y silencio a una existencia exuberante y ruidosa.
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Su final recoge parte de sus contradicciones: vivió siempre rodeado de multitudes, pero estaba solito cuando llegó la muerte. Nadie se encontraba a su lado cuando sintió la pitada final. Las hilachas de esos últimos momentos lo muestran en medio de una desolación que quizá fue deseada. No tuvo tiempo ni de pedir la hora.
La Justicia ya actúa en una causa con derivas imprevisibles a la hora de los repartos. Ni siquiera muerto lo dejarán en paz. Diego se había cansado de tantos cuidadores y tantos doctores. Y obligó a que lo llevaran a un barrio cerrado. Fue un acto de rebeldía que pareció anunciar el final de un ídolo que se venía muriendo y que le dio incomparable vibración a nuestra pasión futbolera. Y así lo seguiremos recordando. Sin querer someter su biografía al escrutinio despiadado de los que han querido desguazarlo para ver todo lo que escondía esa alma triunfal y atormentada. Sin ponerlo de ejemplo ni exigirle más de lo que pudo dar. Una figura enorme que despertaba comentarios extremos a su paso. Como se vio en Bella Vista, cuando Claudia, su ex mujer, se erigió como la viuda absoluta, sumándole nuevos contrastes a un vínculo que el tiempo fue destruyendo y que ni la muerte ni el llanto podrán recomponer. Cuando todos se marcharon, sobrevoló el fantasma de aquel viejo epitafio: “El que yace aquí, ahora cuerpo derrotado, fue antaño esclavo sólo de su amor a la vida”.
¿Qué le faltó? ¿Qué le sobró? “En el momento de la muerte, nuestra vida siempre está completa”, decía Sartre. No hay nada que agregar. Diego estaba agotado porque venía de un interminable partidazo con infinitos alargues. Y quizá prefirió vivir su última mañana sin enfermera ni amigos, asistido sólo por sus mejores recuerdos, escuchando a las tribunas y sintiendo “la soledad de estar vivo en una vida que ya se había muerto”.
Entró sereno y solito a jugar el último partido, como buscando una tregua entre tantas guerras vividas. Nadie lo vio en el instante final. Nadie estuvo allí para tomarle la mano. Nadie recibió su última mirada. La muerte entró en puntas de pie para llevarse en silencio una vida que le puso letra y música a todo un pueblo.
Vivió siempre rodeado de multitudes, pero estaba solito cuando llegó la muerte
La omnipresente pandemia parecía imbatible, pero Maradona le ganó por goleada
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