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¿Pasa el tiempo?

Carlos Leyba (*)

5 de Diciembre de 2020 | 08:52

La pregunta es pertinente para emprender la próxima década. Hoy, nuestro PIB por habitante, una medida aproximada de nuestra productividad promedio, es igual al de 1974, dice Martín Rapetti.

La productividad mide la capacidad de una economía para generar el bienestar colectivo de la sociedad. Desde el punto de vista de la productividad es como si el tiempo no hubiera pasado.

En cuarenta y seis años no hemos hecho nada para mejorar sólidamente nuestro bienestar colectivo. Tal vez alguna lluvia pasajera que la persistencia de la seca rápidamente desvaneció.

Pero sí hemos empeorado la calidad de la vida de más de la mitad de los niños.

Primer problema para resolver en la próxima década: la pobreza.

Con más de la mitad de los niños en la pobreza, no hay futuro. Y el presente se torna moralmente irrespirable. Sin duda.

Sabemos que todos juntos casi hemos enterrado el futuro. Digo todos juntos porque nadie puede eludir, en los últimos 46 años, su parte de responsabilidad. Los unos y los otros. Todos.

Y  digo “casi”. Porque siempre hay una oportunidad y tenemos que apostar a ella.

Pero este “casi hemos enterrado el futuro” es una manera de decir que es probable que, así como el tiempo no ha pasado en tantos años, desde el punto de vista de la productividad, puede ser que nos hayamos condenado a que el tiempo futuro tampoco vuelva a pasar. Que se estanque como la economía lo ha hecho al tiempo que todo se degradaba.

Un puro presente. Los argentinos, aquí y ahora, a este presente lo estamos haciendo eterno.

Pero no es un presente gozoso. Todo lo contrario. No hace falta hacer el inventario. Todos lo sufrimos.

Hay, sin duda, un hecho económico concreto que nos ha desplazado hacia el pasado: la declinación sistemática de la tasa de inversión: el ahorro convertido en decisiones productivas de futuro.

Nuestro ahorro, gran parte excedente fugado, es también reflejo de un horizonte encajado. Y de una sociedad paralizada y sin apetitos de grandeza.

Sin inversión reproductiva en crecimiento, no hay futuro. En ese escenario se multiplica la pobreza, se hace insostenible el gasto público y no hay manera de lograr el saneamiento de las cuentas externas.

La acumulación es la condición “sine qua non” de todos los derechos. Es difícil de aceptar pero sencillo de entender.

Es este, el de la inversión, el segundo problema para resolver en la próxima década.

Se trata de la multiplicación de la tasa de inversión reproductiva. La actual tasa de inversión no alcanza a reponer el stock de capital.

Para incrementar el empleo productivo y para mejorar significativamente la productividad media, necesitamos como mínimo incrementar en 50% la tasa de inversión promedio de los últimos años: un esfuerzo colosal.

Si para enfrentar la pobreza es imprescindible enfrentar la ausencia de inversiones, para enfrentar ambos problemas necesitamos “tener ideas claras qué hacer desde el Estado para lograrlo”.

Necesitamos una política lo suficientemente densa como para que pueda garantizar su propia continuidad por una década, hasta que las transformaciones positivas den lugar a otro proceso superior.

¿Cómo podemos garantizar una política que, en la década, nos garantice, a la vez, el shock de inversión y el shock de reducción de la pobreza?.

Ese es el tercer problema: lograr un “consenso” que garantice la continuidad de la política en la próxima década. Sin “consenso” no hay garantía de continuidad y no hay shock de inversión posible.

Alberto Fernández consumió el 25% de su gestión, si bien condicionada por la pandemia, incrementando la pobreza y reduciendo la tasa de inversión. No fue su objetivo. Fue una consecuencia. La pregunta es si podrían haberlo evitado o podrían estar tratando de evitarlo.

La gestión anterior tuvo el mismo resultado. Pero sin pandemia. Hizo lo mismo y peor, porque dejó una deuda en dólares.

Pobreza y desinversión productiva es un continuo que se repite desde el origen de esta decadencia que, por los números objetivos e irrefutables de la Contabilidad Nacional, comienza en 1975.

En este marco de crecimiento de los problemas, esta gestión está subiendo la temperatura de la grieta. Todo el tiempo. Y desde todos sus espacios. La aumenta Máximo K. y la aumenta Alberto; y no la aplacan ni Sergio Massa ni sus aliados. Cristina los gobierna, pero tiene razones extrapolíticas para la discordia.

Del otro lado, Mauricio Macri, y a través de su legión de comunicadores desaforados, realiza esfuerzos denodados para calentar el asfalto de modo que, por el mero tránsito por el mismo carril, todos sus aliados queden pegados. Notable y lamentable.

¿En qué manos hemos caído?

La grieta, porque impide el “consenso”, es un impedimento absoluto para “garantizar una política para la próxima década”

En un régimen democrático, que implica la posibilidad de la alternancia, no hay posibilidad de política sostenida a lo largo de una década sin consenso político.

El “consenso” es la condición necesaria. Pero no sólo no es suficiente, sino que es imposible lograr “el consenso” sin una previa “visión de largo plazo” puesta a disposición del diálogo. La “materia correlativa” del consenso es la visión de largo plazo.

¿Acaso no es una responsabilidad del que ejerce la conducción del Estado ofrecer esa visión? ¿Qué es un estadista?

En otras palabras, con “grieta” no hay posibilidad de consenso. Pero aún “sin grieta”, “sin visión de largo plazo” ofrecida, el consenso es imposible.

La razón es que “el consenso” es hacer “sentido común” de una visión de largo plazo.

El gran disparador del “consenso”, el misil contra la grieta, es una oferta de visión de largo plazo.

Si la dificultad del consenso es el tercer problema con el que inauguramos la década próxima, la ausencia de “visión de largo plazo” es el cuarto problema, cuya resolución ha de ser previa al consenso. Resolver esa ausencia bien podría ser el camino de la inteligencia para disolver la grieta que es la expresión más acabada de una dirigencia miope y carente de valores. Si no fuera así ¿por qué hemos llegado hasta aquí?

Sé que lo que citaré a continuación puede resultar una mirada parcial y hasta errada, para muchos de aquellos con los que comparto la misma visión acerca que “la economía del futuro/ es hacer la vida más hermosa” como cantaba el monje y enorme poeta Ernesto Cardenal: el bien común pacíficamente construido.

Dice Tulio Halperín Donghi: “El progreso argentino es la encarnación en el cuerpo de la nación, de lo que comenzó por ser un proyecto formulado en los escritos de algunos argentinos cuya única arma política era su superior clarividencia (…) la realización de un proyecto de nación previamente definido por sus mentes mas esclarecidas” (“Una nación para el desierto argentino: 1846 a 1880”).  La “visión”.

En 1890, Carlos Pellegrini, presidente por el Partido Autonomista Nacional, pronunciaba la frase rectora “sin industria no hay Nación” y en 1896, Juan B. Justo, el líder del socialismo, sostenía: “Si los agricultores y estancieros quieren, pues, disminuir sus gastos de producción, deben hacer que los alimentos, las ropas y demás artículos de consumo del pueblo, entren al país libres de derechos”.

Claramente “el consenso no es unanimidad”. Pero es el de una amplia mayoría, integrada por todos los que tienen posibilidad de gobernar aunque matices los diferencien, siendo todos conscientes que los extremos quedarán al margen hasta que el progreso los conquiste.

Desde la salida de la crisis de los ‘30 y hasta 1974, Argentina también fue la realización de un proyecto de muchas mentes esclarecidas.

Ni la presencia rectora del Estado, ni la industrialización por sustitución de importaciones, ni las conquistas sociales, fueron la obra de una minoría ni de una fracción, ni de una impronta revolucionaria. Citar las coincidentes escandalizaría a muchos. Pero sin ellas las realizaciones no habrían sido posibles. Esas ideas estuvieron presentes en sectores divergentes.

Esta última “visión”, de otro tiempo, reconoció la continuidad de una realización histórica. Un ejemplo preciso es el de Juan Perón que, al nacionalizar el sistema ferroviario, llamó a las líneas Roca, Sarmiento, Mitre, Urquiza, San Martín, Belgrano, reconociendo así el territorio de la independencia, el de la Constitución y del progreso económico de su tiempo como continuidad histórica de lo heredado, la Patria como heredad.

¿Tenemos hoy en oferta una visión de largo plazo? ¿El Consejo Económico y Social que anuncia Fernández crear por decreto es la arquitectura de un consenso?

Dos carencias evidentes: sin consenso político, que presupone la amistad política y no la deslegitimación del otro, y sin una previa oferta de visión a discutir y a consensuar, todas esas propuestas son pompas de jabón. Huelen bien, pero se disuelven en el aire.

Como parte de esa visión de la que no disponemos deben estar explicitados los objetivos de terminar con la pobreza y acrecentar drásticamente la inversión.

Lograr la realización progresiva de esos objetivos, sin generar conflictos adicionales, partiendo de un inventario realista del presente y de las condiciones objetivas, implica diseñar el mapa de construcción de la “visión de largo plazo”.

Sin una “visión” inicial es imposible discutir y lograr un consenso para la década.

El kirchnerismo, como intento de reinterpretación del peronismo porque acude a esas bases electorales, careció de visión de largo plazo cuando ejerció el poder. Fue una más de las etapas del corto placismo que nos ha quitado el tiempo. En ese marco no hay diferencias sustantivas entre el radicalismo de Raúl Alfonsín y el de Fernando de la Rúa, el menemismo o el experimento o de Macri. Palabras diferentes sin construcciones estructurales.

Ninguno apeló al “consenso” justamente por no tener una “visión de largo plazo para ofrecer”. Ninguno se privó de deslegitimar, en los hechos, al otro. La excepción fue Alfonsín.

Algunos de los protagonistas de esas lides están en el presente. ¿Qué nos ofrecen desde estas vertientes, sea en el poder o en el llano?

Por ahora nada. La década comienza con una hoja de ruta en blanco. Difícil llegar si no sabemos dónde vamos mientras pasa el tiempo.

 

(*) Opinión publicada en eleconomista.com.ar

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