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Un “aristócrata” del delito que vio venir su final, con una captura con detalles sorprendentes y que pudo terminar en masacre
Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com
“Usted tiene que aprender a mirar a los costados”, le dijo Cajón de Piedras al joven policía que un rato antes le había puesto las esposas. Cajón de Piedras esperaba sentado en una silla sin respaldo, apoyado contra un viejo armario en un codo de una oficina oscura y algo húmeda, mientras le preparaban el trámite de las huellas digitales y todo lo que sigue a la rutina de un detenido reciente.
¿Por qué me dice que tengo que aprender a mirar a los costados?, preguntó el policía, un poco inquieto a pesar de saber que ese “pesado” ya no representaba peligro.
Cajón de Piedras le devolvió una risa ahogada, enroscada en una tos de años de tabaco negro y que cargaba desde que tenía uso de razón. Y le contó.
Decían que a los 9 años había sido campana del Bebe Laginestra y en el mundo del hampa eso era como decir que le había atado los botines a Maradona un rato antes del segundo gol a los ingleses. Decían que antes de entrar en la adolescencia, Enrique Ríos le limpiaba los fierros de mano y le empavonaba las escopetas. Y que de él aprendió esas formas que hicieron famoso a Laginestra, “el aristócrata del hampa”, leyenda por sus comentados asaltos en diferentes puntos de la geografía nacional, que robaba a mano armada pero se las ingeniaba para no causar víctimas. Supo meterse en secuestros extorsivos donde sus víctimas dirían de él cualquier cosa menos que las había maltratado.
También se decía que a Cajón de Piedras del “Bebe” le había quedado esa costumbre de dar golpes lejos de casa, en lo posible en otras provincias. Y uno de esos golpes sería el primer capítulo de su temporada final.
La policía de La Plata lo conoció como El Viejo Ríos, pero también con el alias con que algunos detectives le ponían un poco de humor a ese asunto de jugarse el pellejo: Cajón de Piedras. Por lo pesado.
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La leyenda urbana que ataba a Cajón de Piedras con ese hampón de novela siempre fue confusa y hay hasta quienes dudan de que hayan coincidido en el tiempo. Pero lo cierto es que Enrique Ríos tenía fama de pesado y acaso no necesitaba de esas historias.
En los primeros tramos de los 90 las andanzas de Cajón de Piedras mantenían ocupada a la policía de investigaciones de la capital provincial. Golpes a mano armada en que las víctimas coincidían en descripciones y detalles, como el caso de una zapatería de 68 entre 14 y 15 donde el dueño contaría que Cajón de Piedras le había hablado en tono paternal, tratando de calmar al pobre hombre mientras era despojado de todo el efectivo que tenía en la caja.
Aunque se lo reconocía como un ladrón que prefería actuar como solista, había registros de que en algunos golpes grandes contaba con apoyos, como el caso de los hermanos Quevedo o del “Ojito” Vignale, otro conocido “de la casa”, como se bromeaba entre detectives de entonces. Vignale se había convertido en hampón, decían, medio por casualidad porque lo suyo siempre había sido el juego clandestino y de “pasador” de uno de los más conocidos capitalistas de la Región, y un día quedó en la nómina de Cajón de Piedras, como los hermanos Quevedo. Cuentan que el viejo Cajón de Piedras no les tenía mucha simpatía y que cada vez que encaraban juntos un “trabajo” no veía la hora de sacárselos de encima y no volver a verlos por varios meses. “Son unos giles que salen a gastar la plata por cuanto cabaret abierto encuentran”, dicen que se quejaba.
A los 63 años y con cinco by pass, Cajón de Piedras seguía activo y su participación en un sonado asalto en el centro de Rosario, en la Santa Fe del Bebe Laginestra, sería para él su primer capítulo de la temporada final de su carrera, con una detención con detalles de novela.
Cajón de Piedras, el Ojito Vignale y un “socio” rosarino emprenderían el asalto a una joyería donde segundos antes de huir con el botín, ocurriría algo que no estaba en los cálculos de nadie. A último momento la dueña del local no se resignó a perder lo que le estaban llevando y empezó a gritar. Una bala la cruzó desde el estómago y le salió por la espalda. Para la policía, la bala había salido del arma que empuñaba Cajón de Piedras, acaso por la fama que lo precedía. Pero ese asunto nunca se aclaró.
Lo cierto es que la huida se complicó y se complicaría todavía más. La joyería era de esos negocios familiares de local abajo y vivienda de los dueños arriba. Y ante el alboroto salió al balcón el hijo de la joyera, un pibe de 14 años que a esa altura ya tenía la habitación llena de trofeos ganados en campeonatos de Tiro.
El pibe le acertó a la cabeza del rosarino que oficiaba de chofer y en un glúteo a Ojito Vignale. Cajón de Piedras alcanzó a zambullirse en el auto, tomar el volante y escapar llevándose a Ojito herido y dejando al otro hampón en medio de la calle, nadando en una laguna de sangre y pedazos de masa encefálica.
Después de algunas semanas, una comisión de la policía rosarina llegó a La Plata con un dato clave, conseguido entre tanto bucear en esas aguas turbias de lo inconfesable.
El dato apuntaba a delincuentes platenses como autores del robo a la joyería.
En la Brigada de Investigaciones de La Plata les ofrecieron lo que estaba a su alcance. Esto es, los datos que a esa altura coleccionaban sobre Cajón de Piedras y el Ojito Vignale. Pero no alcanzaba.
Hasta que llegó un dato clave que casi termina con la captura del Ojito cuando inesperadamente un detective se lo encontró en un bar de la calle 13, por entonces famoso por una escasa iluminación que aseguraba a los concurrentes la discreción necesaria para encuentros que no podían tener lugar en sitios más iluminados. En la jerga popular se le llamaba “boliche de trampa” y en sus mesas incontables cantidades de platenses deben haber escrito mil y una versiones de complejas, ardorosas e inconfesables historias de amores malogrados. Y de los otros.
El Ojito fue más rápido que su perseguidor y escapó, pero dejó la señal que todos andaban buscando. Todos: los policías de La Plata y los rosarinos, que a una semana en la ciudad seguían con las manos vacías.
Nunca se admitió oficialmente pero se decía que los policías platenses esperaron pacientemente a que se fueran los rosarinos para apretar el acelerador y tratar de alcanzar a Cajón de Piedras. Si alguien tenía que ponerle los ganchos eran los locales y no los visitantes, decían.
Cuentan que el jefe de esa Brigada no estaba muy convencido de eso y que dudaba del tiempo en que podía pasar hasta que los rosarinos tirasen la toalla y se volvieran.
“Jefe, ¿cuánto cree que las esposas de estos tipos van a aguantar sin empezar a llamarlos todos los días preguntándoles cuándo vuelven y diciéndoles que acá en La Plata están de joda?”, habría sido la sugerencia de uno de los detectives platenses. Y algo de eso es posible que haya habido, porque al otro día los rosarinos se presentaron a dar las gracias por todo y decir que cualquier novedad se comunicaban.
La leyenda decía que de chico le limpiaba los fierros al Bebe Laginestra, otro hampón de novela
Entre esa bruma del invierno berissense que en las noches envuelve al barrio del Puente Roma y la humedad que le pone más brillo al brillo de las casas de chapa, alguien había visto a Cajón de Piedras. Sobretodo marrón, boina, bufanda, pantalón de vestir y zapatos negros. A pesar de los años conservaba una tupida cabellera que le alcanzaba para un jopo altivo y grisáceo como el bigote que usaba.
“El Viejo se parecía a ese actor...Fernando Siro, pero más regordete y más cara de malo”, hace memoria hoy uno de aquellos detectives.
¿Ese viejo atrevido que le dice cosas a mi mujer?”, preguntó el dueño del kiosco-almacén que funcionaba a pocos metros de la casa donde decían haber visto a Cajón de Piedras. Cuando le mostraron las fotos y le contaron quién era, el tipo se puso pálido. Y contó que alguna vez había tenido que salir del fondo del local, apurado, con la escoba en la mano, para ponerle fin a una de las charlas que ese hombre insistía en mantener con su esposa, que era linda y más joven.
“Yo si lo veo por acá, los llamo”, prometió el comerciante.
No hizo falta el aviso. Se hicieron guardias de jornada completa entre los pastizales del otro lado del canal, matizadas por los sandwiches y el jugo que amablemente les llevaba el comerciante, entusiasmado en que la policía apresara por fin a ese atrevido que le piropeaba a la mujer.
Tres mañanas después, Ríos entró a una casa de chapa, cerca de una parada del 214.
Hacia el mediodía, Cajón de Piedras salió de la mano de un nene de unos 8 ó 9 años, de impecable guardapolvo blanco y portafolios marrón. A la voz de alto se tiró al piso y el pibe corrió a meterse otra vez en la casa.
Casi sin ruido, imperceptible hasta para el kiosquero celoso, terminaba la carrera de Cajón de Piedras.
La policía rosarina acusó inmediatamente recibo de la detención y lo primero que quiso saber fue si junto con la detención del Viejo habían secuestrado las armas, prueba clave para incriminarlo en el asunto de la joyería.
Cuando entró a esa oficina oscura y húmeda de la Brigada La Plata, Cajón de Piedras agradeció la deferencia de que lo hubiesen esposado con las manos hacia adelante.
Cuando vio entrar al joven que lo había esperado tantas horas entre los pastizales, lo felicitó.
- “Usted va a ser un buen policía. Pero tiene que aprender a mirar a los costados. ¿Vio el pibe que salió corriendo cuando usted gritó: alto policía, el del guardapolvo?, preguntó Cajón de Piedras.
- “Sí, el del guardapolvos, un pibe que iba a la escuela”, se encogió de hombros el policía, un poco fastidioso, como viéndosela venir.
Contaría que había perdido por no poder dejar de ver al amor de su vida
- “Bueno, en el portafolios estaban los fierros. Si yo hubiese querido, usted no contaba el cuento. Pero ya está, me cansé. Ahora puede decir que mató a Cajón de Piedras”, dijo.
- “Pero yo no lo maté, usted está vivo, está hablando conmigo”, se sonrió el detective.
- “No se confunda -dijo Cajón de Piedras con una sonrisa entre triste y raramente satisfecha- que a un pucho no lo pisen, no quiere decir que no sea un pucho acabado. Tengo cinco by pass, otra temporada adentro no voy a aguantar. Así que puede decir que usted mató a Cajón de Piedras Ríos”.
Ese día Cajón de Piedras contaría que había perdido por no poder evitar ver “al amor de mi vida”. Su madre de 92 años, que vivía en esa casa de chapa con una hija, una nieta y el hijo, el pibe del guardapolvos. Y sospechaba que en ese ir y venir, podía perder. Pero ese amor era más fuerte.
Los fierros del portafolios escolar nunca aparecieron y Ríos fue preso por sus andanzas en La Plata. Ojito Vignale cayó tiempo después por un asunto de drogas, el nuevo rubro en el que había decidido probar suerte.
Veinte meses después a Cajón de Piedras le llegaría su último infarto.
Junto a su cama, en un cenicero con forma de triángulo de esos que la gente solía robarse de los bares, con la propaganda de un vermut, un cigarrillo abandonado se había consumido desde el filtro hasta el final.
Como una forma triste y mágica de decir adiós, sólo quedaba un chueco caminito de ceniza.
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