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Séptimo Día |LA VISIÓN LITERARIA RODEÓ CON METÁFORAS AL PRINCIPAL TEMPLO DE LA CIUDAD

La mirada de los escritores sobre la Catedral platense

El relato de Mariana Enriquez. Las novelas de Gabriel Báñez, Adolfo Bioy Casares y las memorias de Enrique Anderson Imbert y de Sarmiento. Anécdotas sobre la luz que filtran los vitrales y la cripta del fundador Dardo Rocha

La mirada de los escritores sobre la Catedral platense

MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE

22 de Marzo de 2020 | 04:40
Edición impresa

Escritores contemporáneos o pretéritos que vivieron o pasaron por La Plata detuvieron sus ojos en la Catedral platense. Y el inmenso templo de piel rojiza les aceleró el pulso y la imaginación. Sus paredes de ladrillo, los rosetones y gárgolas, las torres faltantes durante décadas, el sol filtrado por los vitrales, todo los impresionó.

Desde la visión actual, ciertamente desenfadada, de novelistas recientes como Mariana Enriquez (1973-) y Gabriel Báñez (1951-2009), hasta el relato de Adolfo Bioy Casares, que puso el acento en la luz especial y mística del lugar, o de los más clásicos como Enrique Anderson Imbert o del deslumbrado visitante que fue Domingo Faustino Sarmiento, la Catedral aparece en sus escritos como una memoria predilecta.

Mariana Enriquez es una de las escritoras más exitosas de la actualidad y lo empezó siendo desde 1995, cuando publicó su primera novela, “Bajar es lo peor”. Ganadora de numerosos premios nacionales e internacionales, entre ellos el Herralde, uno de sus últimos libros –“Ese verano a oscuras”, (-Edit Páginas de Espuma, 2019, Barcelona)- consiste en un relato breve sobre los años de una estudiante en nuestra ciudad. Se puede suponer que la narración es autobiográfica, ya que Enriquez cursó periodismo en la Universidad Nacional de La Plata, en la misma facultad en la que dicta clases sobre periodismo narrativo. En esa obra muestra una Catedral oscura, monumental, inconclusa y siempre a punto de colapsar, imposibilitada de resistir su propio peso.

Con excelente impresión y la compañía de ilustraciones de Helia Toledo, el libro empieza así: “La ciudad era pequeña pero nos parecía enorme, sobre todo por la Catedral, monumental y oscura, que gobernaba la plaza como un cuervo gigante. Siempre que pasábamos cerca, en el coche o caminando, mi padre explicaba que era de estilo neogótico, única en América latina, y que estaba sin terminar porque faltaban dos torres. La habían construido sobre un suelo débil y arcilloso que era incapaz de soportar su peso: tenía los ladrillos a la vista y un aspecto glorioso pero abandonado. Una hermosa ruina. El edificio más importante de nuestra ciudad estaba siempre en peligro de derrumbe a pesar de sus vitrales italianos y los detalles de madera noruega. Nosotras nos sentábamos enfrente de la Catedral, en uno de los bancos de plaza que la rodeaba y esperábamos algún signo de colapso”.

Ella recuerda más: “No había mucho para hacer ese verano”, agrega, para mencionar que empezaron a fumar marihuana. “Nunca fumábamos apoyadas contra las paredes de la Catedral, como hacían otros, más valientes. Le teníamos miedo al derrumbe”. El relato se matiza con repetidas descripciones literarias y con dibujos que también tienen origen en la Catedral platense. En la parte de texto, Enriquez describe lo que llama “las Torres”, en alusión a los edificios de departamento ubicados detrás de la Catedral, entre 15 y 16, también conocidos como “las pajareras”.

LA CRIPTA

En una de sus primeras novelas, Báñez describe el momento en que un joven y su novia, protagonistas de su libro, hace el amor sobre la tumbas del fundador de La Plata, Dardo Rocha y de su mujer. La escena, como es de suponer, le costó numerosas críticas y Báñez, alguna vez y en un encuentro informal con periodistas platenses , explicó que “lo hice para que la gente le perdiera miedo a la Cripta”.

Lo cierto es que hasta hace unos treinta años, la Cripta ubicada en el subsuelo de la Catedral era un lugar casi lóbrego, que asustaba con la presencia de ese monumento funerario en su centro. A la Cripta se accedía por una escalera que estaba a un costado del templo y se podía salir por otra escalera ubicada al otro lado. “Cuando los chicos se hacían la rata, una de las diversiones habituales consistía en ir al Zoológico o a la Gruta del Lago. La otra era ir a la Catedral y a ver quién se animaba a bajar a la Cripta y salir corriendo por la otra punta…”.

Por eso, dijo, escribió la escena que escandalizó “como una forma de quitarle ese aura de terror a la Cripta”. Lo cierto es que, desde que se reformó el subsuelo de la Catedral, convirtiéndolo en un museo y dinámico centro cultural, la Cripta perdió por completo esa lobreguez y forma parte luminosa de uno de los mejores espacios de la Catedral.

DON QUIJOTE Y SANCHO PANZA

Uno de los intelectuales más valiosos que vivió en La Plata fue el cordobés Enrique Anderson Imbert (1910-2000), nacido en Córdoba, escritor y profesor de literatura. En uno de sus escritos –colectado por José Luis de Diego en “La Plata: una geografía literaria”, una publicación de la UNLP- ofrece una muy original interpretación de lo que sintió cuando vio por primera vez a la Catedral. En realidad, se trata de una lectura visual que incluye a la Municipalidad, en la que esa casa de gobierno y el templo integran una imagen cervantina.

“Cuando yo era niño La Plata todavía estaba iluminada con faroles de gas...”

 

Aquí va la cita de Anderson Imbert: “Cuando yo era niño La Plata todavía estaba iluminada con faroles de gas: un viejo, con una cara al hombro, entraba en el barrio e iba encendiendo los mecheros unos tras otros a lo largo de la calle; yo seguía sus lentos pasos, maravillado ante el farol ya encendido, ansioso de ver encenderse el farol próximo. Ahora, con la parsimonia de ese viejo, yo andaba por la Diagonal 74 encendiendo recuerdos. No eran recuerdos involuntarios, despabilados por una impresión casual, sino recuerdos buscados”.

“Las cosas que estaban al mismo nivel de mi pasado me saludaban al paso y se ponían en contacto conmigo, si se presentaban apagadas, mi ternura les devolvía el brillo. ¡Y al llegar a casa! Primero la miré por fuera. El árbol que dejé espigado estaba copudo pero volví a verlo ufano. Los muros volvieron a ponerse altos. Los balaustres de la azotea volvieron a parecerme almenas de un castillo. Y cuando desde los balcones de la esquina 12 y 54 divisé la alta torre de la Municipalidad y, al otro lado de la plaza Moreno, la ancha Catedral, recordé que mi primera página había sido la descripción de la Municipalidad y la Cátedra como Don Quijote y un Sancho Panza, en un diálogo de campanas en las vasta llanura. Si el profesor de Gramática y Composición hubiera leído esa página la habría clasificado como figura retórica: una Prosopopeya.

Toda prosopopeya se define como una figura retórica de pensamiento que consiste en atribuir a los seres inanimados o abstractos características y cualidades propias de los seres animados, o a los seres irracionales actitudes propias de los seres racionales o en hacer hablar a personas muertas o ausentes. La imaginación de Anderson Imbert vio a Don Quijote en la delgadez de la torre central la Municipalidad y, en frente, a Sancho Panza, en la consolidada robustez de la Catedral.

LA LUZ DE AYER

Un fotógrafo apellidado Almanza viene a La Plata contratado para realizar un trabajo fotográfico sobre ciudades de la provincia de Buenos Aires. Ese es el asunto central de la novela de Adolfo Bioy Casares (1914-1999, “La aventura de un fotógrafo en La Plata”, publicada en 1985 y en la que aparecen definiciones inusuales sobre nuestra ciudad.

Dedicado por entero a la literatura, en su vida real Bioy fue también un obstinado y buen fotógrafo aficionado. Su devoción por la imagen ya era anterior a “La invención de Morel” (1940), en donde tramó esa maravillosa anticipación tecnológica que luego se llamaría holograma, mucho antes inclusive de que la televisión llegara al país.

Lo primero que descubrió el fotógrafo Almanza es que en La Plata hay una luz diferenciada, sobre todo en horas de la mañana. Una luz como no había visto nunca antes, “una luz algo atenuada por la niebla, típica de La Plata”. Un aura luminosa, como si un alma abrazara a los palacios gubernamentales y a los templos, dice.

Almanza toma fotos de los edificios y sitios principales, entre ellos del Museo, del monumento a Brown, de la terminal de trenes, de las facultades, de la casa de Almafuerte, pero volverá como imantado varias veces a la Catedral, fascinado por la luz que filtran los vitrales. En la novela una mujer lo invita a salir al exterior, a ver el sol. Pero Almanza le contesta que prefiere la niebla de ayer. La luz de ayer que hay en la Catedral... Después irá a revelar las fotos y allí dirá que “solamente en el laboratorio podía uno hacer justicia a la incomparable luz de La Plata, a esa niebla sutil que algunas tardes envuelve los edificios y les da un encanto particular, como el nimbo a los santos”.

SARMIENTO

Sarmiento no había avalado la fundación de Dardo Rocha y recién se le pasó el enojo tres años después. Vino en 1885 y entre otras cosas vio la Catedral, entonces en construcción. La observa y su entusiasmo es grandioso, al igual que la capital nueva que ve crecer. Ve el templo que va creciendo rodeado de andamios poblados y exclama: “¡En La Plata vamos a tener una catedral que deje atrás a la marmórea de Nueva York…!”

Inspirado en ese templo inmenso, Sarmiento suelta la pluma para ensalzar a la ciudad: “¡Qué majestad la de los edificios públicos de La Plata! Este es su defecto, y acaso la herencia que traemos de nuestros antepasados, como aspiración; pero lo que nos muestra los progresos que la educación pública ha hecho en tan corto tiempo, es que en todo se ha realizado cuanto se concibe de más acabado y reciente en la economía de las ciudades: luz eléctrica, calles anchas, boulevares, avenidas, diagonales, adoquinados, veredas de cuatro a diez varas; bosques que parecen seculares por lo sombríos, dan solaz, sombra y recreo a las puertas de la ciudad encantada; como monumentos, palacios para el Museo antropológico que ya es uno de los primeros del mundo, enriquecido con doscientas muestras de las razas americanas. Siéntese el visitante de Buenos Aires en el mundo que ha soñado, porque La Plata es el pensamiento argentino, tal como viene formándose e ilustrándose hace tiempo, sin que nadie se dé cuenta de ello…”

 

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