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Ocurrencias: Jubilados sin cuarentena y pandemia sin descanso

Alejandro Castañeda
Por: Alejandro Castañeda 

5 de Abril de 2020 | 02:31
Edición impresa

El mundo sigue suspendido y en suspenso. No hay relatos simpáticos frente a esta calamidad, apenas una serie de reflexiones sueltas para poder darle alguna tarea al encierro. La pandemia que tanto miedo mete, seguramente podrá enseñarles a los fanáticos de los celulares, esos que no escuchan al que tienen al lado por escuchar al que está lejos, podrá enseñarles que el contacto personal debería ser innegociable y que más allá de la comodidad y las modas la gente necesita acercarse, tocarse, recuperar aquel mano a mano, cuando no había intermediarios y querer escuchar una voz amiga daba trabajo, como corresponde.

¿Cómo se les escaparon tantos jubilados? Es una pena. Venían haciendo muy bien las cosas, pero el papelón oficial es un virus muy contagioso. Se cayó la cuarentena sobre el sector más vulnerable. Una imperdonable desorganización sometió a los jubilados al enorme riesgo de un contagio generalizado en pleno conteo. Jugarse la vida para ir a buscar plata, es una estampa que el capitalismo crítico jamás soñó. Muchos estuvieron desde la noche antes, sostenidos por píldoras y recuerdos. ¿Por qué? Les dieron permiso para salir y le prometieron efectivo al final del recorrido. ¿Quién se iba a negar? Si a un cumpleaños de 15 en Moreno el virus lo festejó con veinte contagiados, mejor no imaginar cómo seguirá la cosa cuando empiecen a toser los madrugadores del viernes. Que el tropezón no sea una caída

Vemos un desfile de ciudades miedosas que sólo se animan al jabón, el aplauso y la esperanza

La foto de las grandes ciudades repiten un paisaje conocido y desolador

 

El temor al contagio nos ha convertido en vagabundos forzados de unos hogares que están empezando a cansarse por tanta presencia quisquillosa. La Tierra sigue encerrada y sigue enferma. ¿De dónde salió este viajero tenebroso que no quiere irse? Los laboratorios lo tienen identificado, lo están rodeando pero no se entregará, tiene de rehén a todo el mundo y desde sus ventanales mortales nos avisa que no se rendirá así nomás. ¿Qué es? Medawar Peter explicó que “un virus es un trozo de ácido nucleico rodeado de malas noticias”.

El futuro es una zona de neblina que mejor no explorar. Y el ayer ha pasado a ser un escenario añorado que cada vez se aleja más. Sólo tenemos un tiempo que transcurre sin apremio y que tiene un único proyecto, aguardar. La vida es un puro presente cargado con malos presagios. Somos como los presos, que van contando los días y que no saben qué les espera cuando vuelvan a la calle. El encierro es largo pero la pantalla es un aliado. El cine nos permite recuperar un mundo que ya no está. Es toda una experiencia ver cómo era lo que era. Cualquiera sea el género elegido -el policial, la comedia, el terror- la pantalla nos deja asomamos, nostálgicos y extrañados, a una vida que se ha ido y que nos sabemos cuándo volverá y como volverá. Ver vivir a la gente allá afuera es una experiencia que forma parte de un reguero memorable de evocaciones que nos deja un raro sabor.

El virus no hace excepciones. No deja nada sin doler, como decía el poeta a propósito de un amor perdido. Los buenos y los malos, los ricos y los desheredados, todos andan acurrucados, lavándose las manos a cada rato y mirando por la ventana cómo la vida se fue quedando quietita. La pandemia ha puesto a todos a la misma altura en un mundo donde las desigualdades se venían notando demasiado. Por el COVID-19 el mundo es más pobre, más triste y más frágil. La foto de las grandes ciudades repiten un paisaje conocido y desolador: un vecindario guarecido y un desierto de avenidas y rascacielos. Escenario desamparado que se repite a lo largo de un planeta callado, escondido y estremecido. Un desfile de ciudades miedosas que sólo se animan al jabón, al aplauso y a la esperanza. ¿Cambiaremos o volveremos a ser los de siempre? Como decía Saramago en su reflexión sobre la ceguera: “Somos ciegos que pueden ver, pero que no miran”. Ahora los sabemos y quizá hayamos aprendido a mirar. “Lo teníamos todo y no lo sabíamos”, dijo Pola Oxamarac, añorando una vida que ahora valoramos. Uno se levanta cada mañana con la esperanza de que alguien nos zamarree y nos diga que esto es sólo un mal sueño. Pero es una ilusión fugaz. Nos pasa como le paso a Monterroso con el dinosaurio: cuando despertamos, todavía el virus sigue allí.

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