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A lo largo de sus 137 años de vida, EL DIA dio cuenta en innumerables oportunidades la calidad de los productos que ofrecía la Confitería La París, que ayer anunció que bajará las persianas. Pero también la calidez de ese local emplazado en la tradicional esquina de 7 y 49.
El 12 de agosto de 2012, hace casi ya 8 años, en el suplemento Séptimo Día de este diario Juan Becerra describía a la perfección cada detalle de ese comercio que era un clásico platense, tanto como la Plaza Moreno, sus diagonales y hasta la Catedral. "Un dulce hogar en la Ciudad", se titulaba el artículo, donde explicaba que "pasaron muchos años, megatones de medialunas y triples de miga, gigalitros de café cortado y té, y la confitería París sigue siendo un punto de vista único que cada parroquiano usa según su gusto posicional".
A continuación, la nota completa, para no perderse y recordar cada rincón de una confitería que apaga sus hornos y cafeteras:
Los matarifes y estibadores que salieron de los frigoríficos de Berisso el miércoles 17 de octubre de 1945 pasaron por la confitería París de 7 y 49. Se ignora el móvil, que por supuesto no aspiraba a la economía de movimientos, pero puede sospecharse que el desvío -a simple vista frívolo y antihistórico- se basó en la necesidad teatral de pasar por el único lugar de La Plata capaz de que el acontecimiento se divulgara hacia los cuatro puntos cardinales que, como los resumió Vicente Huidobro, son tres: el norte y el sur.
Pasaron muchos años, megatones de medialunas y triples de miga, gigalitros de café cortado y té, y la confitería París sigue siendo un punto de vista único que cada parroquiano usa según su gusto posicional. Personalmente mi punto de vista dentro del punto de vista, el “yo” que mira el horizonte urbano que se cierra en la fronda esquelética que el invierno ha hecho de Plaza San Martín, anida en la segunda o tercera mesa contra la vidriera de la Avenida 7. Es mi zona, así como otros tendrán la suya. Si no está disponible, me voy. Desde allí se abre un ángulo grave de cosmovisión en el que entran parte del frente del Jockey Club, los ex bancos Hipotecario y Municipal (en la esquina de los ex, “la” París sigue siendo la actualidad que persiste) y el Pasaje Dardo Rocha, un edificio varias veces merecedor del Campeonato Nacional del Deterioro Público.
DESCONEXION
Indiferente, en primer lugar, a su propia historia -en el interior no hay ninguna referencia a su pasado-, la confitería París se destaca por todo lo que no nos da. No tiene diarios, ni wi-fi , ni televisión, ni música ambiental. Es un espacio de desconexión radical con el presente, un laboratorio de experiencias perdidas y tan anacrónicas como lo sería encontrarnos en una taberna anterior a la creación de la imprenta y de todos los derivados tecnológicos destinados a la comunicación. Sus condiciones, en cambio, permiten si es que directamente no las fomentan, las viejas conversaciones entre personas de carne y hueso, o la soledad, o la lectura de aquello que traemos (no de lo que hay), actividades que ya no se practican de manera masiva porque no conceden el derecho a la distracción.
Afuera podría desplomarse el mundo que las señales del desastre nunca penetrarían en la cápsula presurizada de la París. El afuera sólo existe para comprobar a través de sus enormes paneles de vidrio templado que, por suerte, uno no está del lado de la acción frenética de la vida cotidiana sino del de la contemplación.
EL INTERIOR
Pero ¿qué es lo que ocurre adentro? Adentro hay una escenografía de sillas con un respaldo ligeramente inclinado hacia atrás que nos hace fantasear con una víspera de eyección, vidrios circulares encima del mantel y una isla administrativa en el centro del salón que es el cerebro que ordena los movimientos, de algún modo anticipados en la carta de cuero ecológico (cuero mineral) que debajo de la marca “París” se anima a un discreto autobombo de dos palabras: “Gran confitería” como quien dice “gran jugador” del crack que admira.
Automatizado por el hábito de ir a lo seguro, siempre ordeno por telepatía una lágrima con una medialuna dulce, la coartada por la que me acerco a las minifacturas de gentileza y a la verdadera causa -oculta- por la que voy a la París desde que la vi y fuimos el uno para el otro: el pequeño vaso con soda que acompaña el servicio de cafetería. Es una poción antiage que los mozos apoyan con la misma delicadeza con que el científico acomoda sus tubos de ensayo en un lecho de algodones.
La temperatura es de excelencia, no hay rastros del gusto a cloro que caracteriza a la típíca soda rancia de bar (y que habría que llamar “soda servida” en el sentido con que se le dice “servida” al agua estancada) y si alguien midiera el diámetro de sus tremendas burbujas descubriría que hay algo ilegal pero muy buena onda en esa sobreoxigenación, tal vez la razón por la cual la “gran confitería” es un sitio top de la tercera edad. ¿Qué ofrece la carta? Una serie muy dinámica de combinaciones que no baten el parche de la cultura gourmet.
Al contrario, lo sustituye olímpicamente por un repertorio clásico de sandwichería y minutas con algunos arreglos de moda, y paremos de contar. Pero en los pliegues de la oferta hay un rey: el huevo. Oculto como ligamento en revueltos y omelets, visibles en forma de cascos en las ensaladas, freídos y enchufados en el sándwich caliente que sólo el comensal está autorizado a aplastar, no hay manera de evitarlo. Por ahora no cuaja la posibilidad de un café con leche y huevo poché, pero llegado el caso cuajaría si las cosas fueran llevadas al extremo de sus posibilidades.
¿Qué es lo que ocurre? ¿Es que el gallo que acompaña la marca “París” no nos está hablando, como creemos, de la “ciudad luz” sino del jefe del gallinero que maneja la ovofilia de la “gran confitería”?
REFUGIO
Se desata una tormenta negra en pleno día. Para variar, estoy sin paraguas y en la calle. Las gotas pesadas, como pelotas de siliconas, golpean contra las cosas y borran los ruidos urbanos. ¿Adónde ir? Ni lo pienso: a la París. La noche cae a las tres de la tarde junto con la lluvia y produce todos los desarreglos de percepción que ocurren con los viajes largos. La naturaleza opera a veces como magia. La “gran confitería” está llena.
Es un enorme salón de refugiados, con personas paradas esperando el turno de sentarse al amparo de una familiaridad que no figura en la carta pero sí en el pasado de todos los que estamos ahí. Hay un murmullo de rescate y una cantidad de paraguas que se escurren bajo el ritmo acelerado de la emergencia. De golpe se encienden las mil lámparas del cielo raso mientras afuera pasan borrosos los micros, apenas visibles por los leds que indican sus destinos en el parabrisas. La “gran confitería” ha dejado de ser lo que era para ser, por unos minutos, nuestro dulce hogar en el exilio.
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