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Séptimo Día |EL CASO GRACIELA SIROTA

Cuando el Once y Villa Crespo fueron a la huelga

El secuestro y la tortura de una joven estudiante de 19 años fue la chispa que terminó por exponer el avance de grupos fascistas. La reacción de la comunidad judía, ante la inacción de las autoridades, no se hizo esperar

Cuando el Once y Villa Crespo fueron a la huelga

Tacuara reivindicó el secuestro de Graciela Sirota

RICARDO JAÉN
Por RICARDO JAÉN

24 de Mayo de 2020 | 08:38
Edición impresa

El 21 de junio de 1962, Graciela Sirota fue secuestrada en Buenos Aires. La joven de sólo 19 años estudiaba Matemáticas en la Universidad de Buenos Aires y era -presumiblemente- simpatizante de la Federación Juvenil Comunista (FJC). Golpeada y subida a un auto cuando esperaba el colectivo para ir a la facultad, fue “cuidadosamente” torturada. Con cigarrillos le quemaron todo el cuerpo y, además, con una navaja le grabaron una cruz esvástica en el pecho.

Aunque los agresores nunca fueron encontrados, quizás porque nunca fueron buscados, el Movimiento Nacionalista Tacuara -una formación de ultraderecha neofascista inspirada por la prédica del sacerdote católico Julio Meinvielle- reivindicó su autoría.

Esta agrupación se desarrolló entre 1957 y 1965 y fue -según afirman todos los historiadores- la célula madre de la guerrilla urbana de la década del 70, desde donde se desprendieron militantes que nutrieron los orígenes de Montoneros y Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) después de su primera división con la creación del Movimiento Revolucionario Tacuara, en 1964.

Tacuara eran en general jóvenes de clase media y media alta que tenían algún insignificante desarrollo en la ciudad de Buenos Aires y en los principales centros urbanos del país, generalmente ligados al ambiente universitario y que se caracterizaban por acciones violentas claramente antisemitas y anticomunistas contando, al menos en la Capital Federal, con el beneplácito de la policía.

Una película de Leopoldo Torre Nilsson “La terraza” (1963) retrató de alguna forma, en la adaptación de un cuento de Beatriz Guido, el origen socioeconómico de donde se nutrió este grupo.

En 1962 Horacio Green era jefe de la Policía Federal y no ocultaba en lo más mínimo su simpatía y afinidad ideológica con quienes, supuestamente, debía investigar.

Hasta ese momento las acciones de Tacuara eran intimidaciones y atentados contra centros culturales, deportivos, sociales, religiosos y educativos judíos. Aunque no había sido probada su participación, no se descartaba que hubieran sido los responsables de la herida de bala del estudiante Edgardo Trilnik el 17 de agosto de 1960 en las puertas del Colegio Nacional Sarmiento.

Se calculaba que la comunidad judía en la Argentina era la tercera en importancia en el mundo para comienzos de la década del 60. Sumamente arraigada, tenía en la ciudad de Buenos Aires a los barrios de Villa Crespo y del Once como sitios emblemáticos para el desarrollo de la colectividad. Un referente de cada barrio nos pone en clima con sus recuerdos de esa época:

“Todo el mundo paisano sabía dónde encontrarse en Villa Crespo. No era cuestión de decir te espero en Canning y Corrientes. Dependía. La esquina de Bonafide, era una opción para seguir en el barrio o ir a tomar el subte a Malabia. La esquina del Bazar Dos Mundos, para que nadie te vea. En el kiosco de Bocina porque si uno tardaba te leías los diarios y las revistas de ojito. Pero nadie se citaba, por ejemplo, en Araoz y Camargo, en la esquina del almacén de Leivobich, porque ahí paraba la barra tanguera y si te encontrabas con una mina te hacían pasar “lorca”.

“…Es cierto que había un solo teatro judío, el Mitre, pero tenía Villa Crespo dos cines: el Rívoli y el Villa Crespo, y si bien no figuraban en el mapa por apenas traspasar el límite, estaban el Alcázar, el Gran Córdoba y un poco más allá, ya en Almagro, el Medrano. El orgullo del barrio pasaba por el Banco Nación y su imponente puerta de hierro forjado en la esquina de Malabia y Corrientes y la Cooperadora de la Comisaría 27ª manejada por los paisanos de más guita y más representativos del barrio y que necesitaban tener a la cana bien protegida por lo que puta pudiera pasar.” (Marcelo Cosin)

La comunidad judía en la Argentina era la tercera en importancia en todo el mundo

 

Atlanta, los sandwich milonga -pan francés tostado sin corteza con salame y queso muy untado con mayonesa casera- y el tradicional Círculo Israelita Argentino terminaban de definir al barrio.

En cambio, para Jorge Schussheim el verdadero centro del judaísmo porteño es Once: “…Tenía el Bar León, el Comercial, sedes de negocios y movidas políticas esenciales para la comunidad. Allí se negociaban cargos en las instituciones, se acusaban y disculpaban estafas y otras yerbas; se jugaba al billar y al dominó (gran deporte judío). Allá iban los verdaderos judíos a comer pebetes de jamón crudo en medio del Yom Kippur ¿Qué teatro idishe funcionó en Villa Crespo? El Mitre. Nombre goy si los hay. En el Once estaban el Soleil, el Excelsior, el Ombú, el Cristal, el IFT ¿Dónde vivía Daniel Barenboim? En Pueyrredón y Tucumán ¡Pleno Once! ¿Y Jacobo Timerman? En Cangallo y Uriburu ¡Pleno Once! ¿Y Tato Bores? En Cavia y Castex: ¡Pleno Once! El Di Tella estaba en el Once. Bueno: estaba mucho más cerca del Once que de Villa Crespo.”

El año 1962 había empezado políticamente muy movido por los recurrentes planteos militares al presidente Arturo Frondizi y el rompimiento de su alianza con el peronismo.

Los Tacuara venían participando de los enfrentamientos fundamentalmente estudiantiles producto de lo que se denominó enseñanza laica versus enseñanza libre (el avance de la Iglesia sobre la educación) en donde las bombas de alquitrán, las amenazas en pintadas antisemitas y “trifulcas de piñas” empezaron a dominar el escenario político urbano en la capital.

El golpe de estado de marzo y la asunción de un gobierno títere del poder militar en la cabeza de José María Guido, agravó la crisis política a la que se sumó la económica, lo que generó un ambiente que los líderes de Tacuara consideraron “favorable” para una escalada y para la visualización de sus acciones en la opinión pública.

El golpe que derrocó a Frondizi agravó la crisis política a la que se le sumó la económica

 

Graciela Sirota tenía 19 años y una rutina consolidada en relación a sus estudios y como lo hacía habitualmente salió de su casa para ir a la facultad, pero tres hombres la redujeron y la metieron dentro de un auto.

Unas horas después se encontró tirada en la calle Yerbal, cerca de la estación ferroviaria de Caballito. Esa misma noche, acompañada por su padre, intentó hacer la denuncia en la comisaría 42. Sin embargo, en la policía no la consideraron seria.

Recién dos días más tarde otra seccional “más amigable” aceptó la denuncia, pero por estrictas instrucciones no oficiales del Jefe de Policía se decidió no hacer público el acontecimiento.

La dirigencia de la comunidad judía vio en este hecho y su ocultamiento, una indudable escalada de violencia que distintos sectores enquistados en el gobierno y en las fuerzas armadas miraban con cierta complacencia cuando no eran directamente cómplices.

Esta mirada parece extenderse si nos remitimos a las cifras de emigrantes que corresponden a esa comunidad que en la década de 1950-1960 se mantenía en 400 por año, que en 1962 salta a 963 y al año siguiente se alcanza el “record” de 4.255.

Tras la escandalosa ausencia de reacción oficial, la DAIA , de manera inédita, apeló a la opinión pública y por medio de solicitadas publicadas en las primeras planas de los diarios de todo el país, denunció el ataque y más aún, el clima de violencia imperante contra miembros de su comunidad. Además, envió un telegrama al presidente Guido en el que se consignó: “Interpretando indignación y alarma colectivos reclamamos inmediata acción represiva y preventiva contra bandas nazi fascistas que ofenden impunemente la dignidad humana y procuran destruir la democracia”.

Paralelamente, las clases de yudo y las prácticas de tiro en la cancha de paleta de la Hebraica en la calle Sarmiento empezaron a tener cada día más adeptos.

Una idea subyace en parte de la comunidad judía: “Nadie se va a esconder y se va a pelear la calle; los Tacuara conocerán la nueva ‘experiencia’ de que les devuelvan los golpes y respondan los tiros”.

En ese clima y en plena escalada de atentados, la DAIA llamó a todo el comercio judío del país a paralizar sus actividades el 28 de junio en señal de protesta.

La huelga resultó una gran sorpresa, los negocios bajaron sus persianas y colocaron un cartel en el que se leía: “Cerrado en protesta por las agresiones nazis en la Argentina”. Y si bien la medida de fuerza se sintió en todo el país con un altísimo acatamiento, en Villa Crespo y en el Once fue una jornada histórica que se extendió a colegios secundarios, numerosas facultades de la UBA y una gran cantidad de expresiones de solidaridad de distintos sectores políticos, sociales y gremiales. Nunca se había visto algo así.

El viernes 29 de junio se realizó un acto de repudio al ataque en la Facultad de Medicina; la mayoría de las facultades de la Universidad de Buenos Aires acompañaron con un cese de actividades y miles de estudiantes y también público en general asistió a una gran concentración que excedió a la cuestión antisemita extendiendo la protesta en contra el gobierno y los militares.

Fue en ese acto que Graciela habló por primera vez con los periodistas relatando el ataque; allí ratificó que podía identificar a dos de sus agresores porque los conocía de la facultad y que eran miembros del movimiento Tacuara.

Tacuara reaccionó desmintiéndola y de paso aprovechó para definir a la colectividad judía como “un cáncer enquistado en la comunidad nacional”.

El debate ya había ganado los medios y empezó a sobresalir en la agenda pública donde, en general, se hacía notar la inacción de las autoridades y el aumento del malestar en la gran mayoría de la sociedad. Es que la huelga y su gran impacto en la ciudad de Buenos Aires hizo visible un tema del que en general se prefería no hablar y que el masivo cierre de comercios le recordó a toda esa sociedad que más allá de sus problemas políticos y económicos estaba inmersa en un proceso dinámico de ascenso social y pujante desarrollo cultural.

En ese marco, quedaba en evidencia que el antisemitismo era inexcusable en cualquiera de sus formas para la inmensa mayoría de la población.

Nadie investigó el secuestro de Sirota y lógicamente, nadie fue preso por ese delito

 

El 20 de agosto, el diario Mundo Israelita resumió con precisión el reclamo al gobierno al afirmar en primera plana que: “…se sabe quiénes son, se conoce a sus conductores, los lugares donde se reúnen, las enseñas que enarbolan, no ocultan sus intenciones, incluso anuncian con anticipación sus fechorías, pero nadie los molesta”.

Y así fue. Nadie fue preso, nadie los investigó, intuyeron el rechazo generalizado, se dividieron, cambiaron nombres pero se siguieron enquistando en diversos estratos del poder y también dentro de quienes lo cuestionaban con un discurso revolucionario.

La huelga los expuso y de allí en más fueron ellos los que tuvieron que esconderse y disfrazar su discurso en los distintos pliegues del poder, más cómodos en tiempos de dictadura y más solapadamente, pero también en democracia.

No son nadie, pero hay que estar siempre atento porque más que un nombre son una forma de pensar que suele aparecer en una sociedad presa del miedo, el prejuicio, la ignorancia, el mesianismo y la censura.

 

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