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Policiales |Ocurrió en La Plata

La Guerra de Sifones o de cuando hubo platenses que tomaron soda con laxante

Los envases desaparecían y no había explicación lógica. Hasta que el misterio empezó a develarse: había una disputa que tendría en vilo a la Ciudad

La Guerra de Sifones o de cuando hubo platenses que tomaron soda con laxante
Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

20 de Septiembre de 2020 | 02:57
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Los sifones desaparecían. Se esfumaban. Nadie podía encontrarlos. Tampoco había un mercado negro que hiciera suponer que se los robaban para venderlos. No eran desechables como los de ahora. Estaban hechos de vidrios gruesos, algunos verdosos otros azulados y con la marca de las soderías marcadas a fuego y con letras en relieve. No era fácil blanquearlos ni reducirlos. No era cuestión de pasarlos por algún ácido y quitarles las etiquetas. Cada sifón, por su forma, era el DNI de cada sodería y no había forma de hacer pasar gato por liebre. Eran verdaderas obras de arte y que lo diga sino Luis Taube, un berissense que hace más de 15 años montó en su casa el “Museo del Sifón”, donde exhibe más de 5.000 piezas.

Sobre el final de aquel invierno de 1988 en La Plata desaparecían los sifones y lo que pintaba como un problema menor, un breve tema de sobremesa, empezó a transitar un camino de sombras que terminaría en un asunto de violencia, con denuncias y denunciados. Con balas y baleados. Y hasta un secuestro.

Las primeras señales, como era de esperarse, llegaron a través de los soderos, los repartidores que trabajaban en la calle, los que reunían los sifones vacíos que la gente dejaba en la puerta de sus casas y dejaba los llenos, muchas veces hasta con las monedas del vuelto apiladas a un costado. Esas señales fueron quejas del público que empezaron por la Sodería Manantial, una de las más antiguas de la Ciudad, una empresa de corte familiar con procesos de fabricación artesanales como cuando los trabajadores se cubrían con delantales de cuero duro y máscaras como de arqueros de hockey, por el peligro que corrían en la tarea de rellenar los sifones.

Justamente, la “guerra” se desató después de que la vieja Sodería Manantial fuese vendida a un grupo inversor de capital federal que inició un proceso de modernización de la fábrica empezando por el traslado de la antigua sede, en la zona de 12 y 61 a una enorme planta industrial en Los Hornos con máquinas de última generación.

- “Oiga, la semana pasada me llevó los envases y no me dejó la soda”, era la matriz de los reproches a los soderos que empezaban a oírse en los barrios.

- “No, señora. Usted no me dejó los envases. Es más: me llamó la atención, pensé que se había ido de vacaciones”, era también la respuesta común de los soderos que pasaban por las casas, no veían los sifones vacíos y seguían de largo.

Los sifones desaparecían de los zaguanes, los porches y las puertas de las casas de pasillo al fondo donde la gente los dejaba y, aunque cueste creerlo, muchas veces con el dinero enrollado, atado a unos de los picos con un hilo o una bandita elástica. Había inseguridad y los platenses ya habían dejado de dormir sin dos vueltas de llave, pero vaya a saber por qué extraña razón seguían dejando en la puerta de sus casas la plata para el sifonero. Sería acaso una forma de resistencia a aceptar el mundo brutal que vendría en la década siguiente cuando miles y miles perderían empleos y esperanzas y caerían en la oscura zanja que separa la dignidad de la pobreza de la desesperación sin códigos de la marginalidad.

Ante la sucesiva desaparición de los sifones, a las soderías se les hacía cada vez más cuesta arriba atender los pedidos porque la fabricación de aquellos envases no dependía de ellas y eran procesos largos y costosos. Cada sodería tenía un stock con el que se buscaba equilibrar la cantidad de clientes fijos, la posibilidad de incorporar nuevos y las pérdidas por roturas y explosiones que no eran comunes, pero las había.

Un temor doméstico

La explosión de un sifón era un temor doméstico que se asomaba en todas las casas de familia y hasta tenía su propia leyenda urbana que apuntaba a otra forma de tomar soda: el sifón recargable que en 1965 patentaría Enrique Álvarez Drago bajo el número del Registro Nacional de Patentes y Marcas 132.276, dato para los que acostumbran a jugar a la quiniela. Nunca se supo si fue cierta o no la historia de la mujer embarazada que perdió su bebé porque le explotó la cápsula de un Drago. Se decía que era una mentira que los repartidores de la soda “tradicional” se encargaban de recrear en sus charlas de vereda con las clientas y fijaban la supuesta terrible historia en la zona de Parque Saavedra, pero también en Berisso y el barrio de Meridiano V. Hay quienes afirman que en todos los pueblos del interior bonaerense alguien se ha encargado alguna vez de contar sobre una supuesta tragedia con el sifón de Alvarez Drago que por lo visto no eran tales y todavía se sigue vendiendo y usando.

EL MISTERIO

Con todo, la situación para las soderías platenses en aquel 1988 era que perder envases era perder clientela. El negocio de la soda en la ciudad reunía a unas 40 marcas, algunas vinculadas entre sí y que entre todas formaban una fuente laboral importante. Cuando la falta de sifones para reponer llegó a un punto crítico, la cosa se hizo un asunto policial.

Una de las primeras hipótesis que manejó la policía giró en torno al valor de algunos de los componentes de aquellos sifones tales como plomo, cromo y hierro. Esas primeras suposiciones apuntaron a una banda que se las ingeniaba para desarmarlos y vender los componentes en las chatarrerías. Por caso, el primer allanamiento que se ordenó fue en una compra-venta que funcionaba por la zona de 122 y 78.

El chatarrero se rió a carcajadas cuando le fueron con la noticia de que alguien lo había marcado como sospechoso de la desaparición de cientos, miles de sifones de los zaguanes platenses. El hombre quizá tenía en aquel desarmadero otros asuntos que le importaban mucho más que andar descuartizando sifones.

Todavía no se hablaba de guerra sino de “la misteriosa desaparición de sifones en La Plata”. Cuentan que el primer disparo en las hostilidades salió desde la gerencia de la nueva Manantial desde donde habrían hecho saber a la policía sus sospechas sobre un competidor.

El apuntado era “El Tigre Millán”, toda una leyenda en la ciudad, dueño de una sodería cuyo producto insignia respondía a su apodo y que algunos no dudaban en vincular con el tango que inmortalizó Francisco Canaro en 1934, basado en un personaje real, un guapo del 900 que hasta tiene monumento propio en la zona del Puente Alsina.

De Millán muchos dan fe de su carácter fuerte. Pero no dudan en decir que lo suyo siempre fue el trabajo y que nada tenía que ver su vida real con el personaje del tango de Canaro, un cuchillero de Barracas que terminaría sus días bajo fuego, en una emboscada tendida por un comisario al que habría soplado la dama. De cualquier modo, siempre se contaron historias de guapos por la zona de 5 y 71 y más allá de Meridiano V y no ha faltado quien ha imaginado a Millán bajo la luz de un farol, siempre dispuesto a defender su honor y su territorio.

Buena parte de la Guerra de los Sifones, más allá de las desapariciones de los envases, se libró en las calles de la ciudad, con tiros, encerronas, amenazas y un secuestro.

LA GUERRA

Una mañana soleada de septiembre de 1988 un Ford Sierra de color blanco se cruzó delante del Móvil 4 de la sodería Manantial, un camión Dodge chapa B 803.993 que era conducido por Juan Carlos Torres. Al llegar a la esquina de 123 y 24, en el territorio ensenadense de El Dique, dos hombres bajaron del Sierra y fueron directamente hacia el camión. Le rompieron el parabrisas, golpearon a Torres y le dejaron un mensaje: “Seguí regalando la soda; que te vamos a matar”.

A partir de esta denuncia, la investigación se direccionó hacia una cuestión de brutal competencia entre marcas. Se sospechaba que a partir del pase de la Manantial del modo familiar y artesanal al de una empresa que contaba con varias plantas soderas en el Conurbano, la cuestión pasaba por el mejor precio que esta última podía ofrecer.

A eso se sumaba una supuesta “invasión de territorios” que en las sombras se le endilgaba a Manantial que desde su gerencia aseguraba que en La Plata no había zonas marcadas y que cualquier sodería podía ir a ofrecer sus productos a cualquier barrio. Algunos de los “históricos” en el negocio de la soda, decían lo contrario.

“Les pedí por mis hijos que no me mataran”, dijo Pardic en una entrevista

Una semana después, Alvaro Damián Maciel pasó por algo parecido a lo de su compañero Torres. Lo emboscaron en 64 y 120 y lo hicieron bajar de prepo del camión Ford B 1.639.947. Lo golpearon, lo amenazaron, le arrancaron los cables de las bujías y del distribuidor para que no pudiese seguir usando el vehículo y le dejaron un mensaje, esta vez dirigido al dueño de la empresa, un hombre de apellido Pérez que nunca quiso hablar públicamente sobre el tema. En cambio Bruno Compagni, uno de los principales accionistas de la nueva empresa, sería el Lancero de Bengala en aquella guerra declarada.

Ante la sucesión de hechos de violencia y del robo de sifones, Compagni prendió el ventilador y lanzó varias acusaciones aunque no todas fueron tenidas en cuenta por la Justicia. El hombre era porteño y desde hacía meses que viajaba diariamente a La Plata por el asunto de los sifones. Un viaje demoledor por entonces sin Autopista y atado al tortuoso tránsito por Avenida Calchaquí.

Compagni era un hombre de unos 45 años y monedas y era motonauta. En su despacho mostraba trofeos y la foto de una de sus lanchas, de la Categoría Fórmula 4000 en la que por entonces también competía el joven novio de una modelo top que años después sería gobernador de Buenos Aires.

EL LAXANTE Y LAS CUCARACHAS

El empresario anotó en la bitácora de la Guerra de los Sifones un dato nuevo y estremecedor. Las hostilidades no se acotaban a robar sifones y hacerlos desaparecer sino también a rellenarlos y meterles cucarachas, pedazos de ratas y hasta laxantes para luego mezclarlos entre los que repartía la competencia. Se aseguraba que cuando los repartidores se descuidaban alguien les “plantaba” entre los cajones cuatro o cinco sifones con laxante o inmundicias. Poco cuesta imaginar lo que pasaba en los almuerzos y las cenas de los platenses a los que les tocaba uno de esos sifones saboteados.

La denuncia de Compagni acaso fue la gota que rebalsó el vaso para que el tema pasara de lo estrictamente policial a lo político. Y ya se sabe qué pasa cuando un asunto policial despierta la atención de la política. Y del sindicalismo, porque por esos días el Sutiaga, el gremio de los trabajadores de las aguas gaseosas, emitió un durísimo comunicado reclamando seguridad para sus afiliados de La Plata.

La Guerra de los Sifones seguía instalada en la lectura de los diarios del desayuno del entonces gobernador bonaerense Antonio Cafiero. Por el momento, el de los sifones era un tema de seguridad, uno de tantos.

Pero lo de la soda con laxante fue el colmo.

Cafiero no quiso intermediarios y mandó a llamar directamente al jefe de la Brigada de Investigaciones La Plata, Antonio “El Tano” Calabró.

“- ¿Comisario, qué tengo que esperar, también la Guerra de la Coca Cola?”, cuentan que le dijo Cafiero ni bien el detective se presentó en su despacho.

“- No, gobernador sería lo único que faltaría”, dijo Calabró, con un amago de sonrisa que no le fue correspondido.

“- Tengo excelentes referencias suyas, comisario, me dicen que su Brigada es una de las más operativas así que haga el gran favor de terminar con este asunto, estamos en la capital de la Provincia”, le recordó Cafiero.

Al otro día, ni un día más ni un día menos, empezaron los allanamientos y los hallazgos de sifones desaparecidos.

En un terreno que nunca se llegó a saber el nombre de su propietario, en 610 y 127, con la ayuda de una pequeña pala mecánica volvieron a ver la luz 7.000 sifones que habían sido enterrados en un pozo de nueve metros de largo, por cuatro de ancho y tres de profundidad. La mayoría llevaba impreso el logo de Manantial, pero los había también de otras marcas. Había de las soderías Manantial, Chispal, La Tablada, Pavoni, Díaz y Castillo, entre otras.

A esa altura del baile, el empresario Compagni decía que era inadmisible que en La Plata hubiesen un Al Capone y un Frank Nitti y ante la sola mención de esos nombres, en algunos despachos oficiales se oían portazos, golpes en los escritorios y el violento crujido de los teléfonos fijos cuando se los cuelga con furia.

Hasta entonces el correlato judicial de la Guerra de los Sifones estaba en la Justicia en lo Correccional bajo la carátula de delitos excarcelables como las amenazas, las lesiones leves y el daño.

Pero faltaba algo más.

EL SECUESTRO

A las tres de la tarde de uno de aquellos días del recién iniciado octubre de 1988, el repartidor del Móvil 28 de Manantial, Carlos Hugo Pardic, era despedido con amabilidad por su última clienta de la jornada, en 60 entre 18 y 19. Cuando abrió la puerta del camión para emprender la marcha, vio en el asiento del acompañante a un tipo que le apuntaba con un revólver.

“Me dijo, sentate y manejá porque sino te quemo acá mismo”, contaría Pardic.

El secuestrador lo hizo conducir por la avenida 60 hasta el cruce con la 122 y le ordenó tomar a la derecha, para empalmar la ruta 11 hacia Magdalena. En el camino, Pardic trató de negociar.

“Llevate el camión, llevate todo, yo soy un laburante, no tengo nada que ver con esto”, ensayó Pardic acaso intuyendo que aquello no era un robo común y corriente sino que detrás había otra cosa, como la sombra de la Guerra de los Sifones.

“El tipo no decía una palabra. Solo me hizo callar cuando yo le insistí en que no tenía nada que ver con el asunto de los sifones”, diría el repartidor secuestrado.

Pardic fue obligado a manejar hasta un lugar que se conoce como Paraje Ferrari, una vieja estación ferroviaria que perteneció al ramal La Plata - Lezama y que había sido clausurada 11 años antes.

Ahí lo esperaba otro individuo junto a un automóvil que, contaría Pardic, le pidieron que no revelara la marca. Nunca dijo si ese pedido había sido de la policía, del juzgado, de la empresa en que trabajaba o de los secuestradores. ¿Era el Ford Sierra blanco de la causa excarcelable de Labombarda?. Pardic guardó el secreto tal como se lo recomendaron.

Lo golpearon, dañaron el camión y se llevaron las llaves. Antes, volvieron a dejarle un mensaje para Pérez, el dueño de la empresa y de las otras plantas soderas en el Conurbano. “Ya sabemos dónde tiene la quinta de fin de semana, decile”.

Un hombre a caballo ayudó a Pardic, que así se convertía en la primera víctima de la versión penal de la Guerra de los Sifones.

“Les pedí por mis hijos que no me mataran”, fue el título que dejó Pardic al cabo de la entrevista que daría.

“¿Comisario, qué tengo esperar también, la Guerra de la Coca Cola?”

 

Después del secuestro hubo más allanamientos en el marco de la causa “menor” que llevaba el juez Labombarda, la 2521/88.

En 115 entre 75 y 76 aparecieron 3.000 sifones; en el Paraje El Faro de la Ruta 11, junto al río, la policía encontró otros 2.000 que, se dijo entonces, había sido preparados para ser arrojados al río.

En 80 y 2 bis, más y más sifones y en 14 y 78 otra pequeña fortuna en envases de soda retornables. En ese último procedimiento quedaría momentáneamente detenido y luego procesado pero desvinculado más tarde, un hombre de apellido Astudillo al que los investigadores no dudaron en relacionar laboralmente con El Tigre Millán.

Los datos que le llegaban al Tano Calabró, a sus detectives de la Brigada de Investigaciones y al juez Labombarda eran tantos y tan variados que se bromeaba con que iban a pasar la Navidad y el Año Nuevo desenterrando sifones. No llegaron a eso pero la cantidad de envases encontrados fue de tal magnitud que mereció diferentes valuaciones en aquellos billetes que se llamaban Australes. Siempre se coincidió en que la Guerra de los Sifones costó una verdadera fortuna.

La Guerra de los Sifones se dividió en dos causas penales: una a cargo del entonces juez en lo Correccional, Guillermo Labombarda por “lesiones, abuso de arma y daño” y otro a cargo del Juez Carlos Ocampo, por “Privación Ilegal de la Libertad y Lesiones”.

Labombarda tuvo, a la luz de resultados, más éxito que su colega del fuero penal. Lograría encontrar miles de sifones robados y enterrados en diferentes puntos de la ciudad y procesar a tres personas, entre ellas al Tigre. El juez Ocampo, en tanto, nunca pudo esclarecer el secuestro del que por aquellos días fue víctima un repartidor de la Manantial.

La causa excarcelable avanzó hasta el secuestro de un Ford Sierra de color blanco que nunca se supo si había sido el mismo que describió el secuestrado Pardic. Y el procesamiento del empresario Antonio Millán, de un familiar suyo de nombre Oscar y de un empleado de apellido Oviedo. Ninguno pasó ni por la puerta de la cárcel.

La causa penal, la del secuestro, la que de haberse podido determinar quienes habían sido los secuestradores hubiese merecido pena de cárcel, quedó ahí.

UN PACTO DE CABALLEROS

La Guerra de los Sifones terminó, dicen, en el marco de un posterior y supuesto “Pacto de Caballeros”. Dicen que en aquellas conversaciones se habría llegado a la conclusión de que al final hablando se entiende la gente. Y que la culpa de todo habría sido de alguien que habló en el lugar y el momento equivocado.

No mucho tiempo después, la modernidad convertiría en una anécdota de otro tiempo la cuestión de los sifones de vidrio que desaparecían en La Plata.

Un invento, para algunos diabólico, haría las cosas más sencillas pero también más aburridas o cuanto menos desprovistas de esa magia que le ponían los artesanos de los sifones y ese heroísmo cotidiano de quienes los repartían. Vendría el PET, Tereftalato de Polietileno o Polyethylene Tterephthalate, para coincidir con su sigla en inglés. Esa cosa que hoy ayuda a mortificar al planeta y a sus habitantes inocentes que son los animales y las plantas, y que dejaría atrás cualquier disputa por aquellas reliquias de vidrio grueso como las que guarda Taube en su museo de Berisso.

De aquella historia de guapos que contó Canaro en su tango inmortal quedaría una frase de esas que resisten al tiempo y al olvido. Acaso sea una modesta referencia a la Guerra de los Sifones y al Pacto de Caballeros que habría ayudado a ponerle fin.

“El hombre, para ser hombre, no debe ser batidor”.

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