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Información General |OCURRIÓ EN LA PLATA

El botín en el freezer y el barrio platense donde hicieron cola para una “selfie” con el Gordo Valor

El legendario hampón tuvo “su gente” en nuestra zona. Un golpe millonario contado desde adentro. Las confesiones de Pedro Armando Quevedo sobre su vida de novela

El botín en el freezer y el barrio platense donde hicieron cola para una “selfie” con el Gordo Valor

“Esta la hice yo”, asegura y muestra la réplica de una Fragata que, vaya paradoja, parece La Libertad

Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

19 de Diciembre de 2021 | 02:47
Edición impresa

 

“En un minuto y cuarenta segundos”.

La ceniza del cigarrillo apenas si había llegado a crecer dos centímetros, bastante menos de lo que necesitaba para encorvarse y caer sobre el cenicero o en la ropa del fumador. A Pedro Armando Quevedo le alcanzó para probar su teoría, para demostrar que tantas horas de "estudio" y observación no habían sido al divino botón. En un minuto con cuarenta segundos habían entrado y salido con un botín que, a plata de hoy, se calcula en más de 300 millones de pesos.

“Cuando caí, yo me hice cargo de todo. No hay más nada que contar”, dice Quevedo y se le escapa una sonrisa que transforma en carcajada cuando se le insiste en la pregunta del millón: ¿En ese golpe estuvo el Gordo Valor? ¿Fue ese uno de los robos que se le atribuyen en La Plata?.

“Ya le dije, yo me hice cargo”, insiste y hace un gesto que evidencia que hablar de aquel asunto lo divierte, aunque a los 60 años jure que está retirado, que lo suyo ahora es disfrutar la familia, los amigos, el fútbol y esas cosas de la vida cotidiana que tantos años de cárcel le impidieron llevar.

CON CAJÓN DE PIEDRAS

Cuando en estas páginas se contó la historia de ese otro hampón de novela que fue en nuestra región Enrique “Cajón de Piedras” Ríos, cuyas andanzas siguieron hasta que cumplió 65 años, se mencionó a los hermanos Quevedo como partícipes en algunos de sus golpes. Y que Ríos (a quien le decían Cajón de Piedras por lo pesado que era) “no veía la hora de sacárselos de encima y no volver a verlos por varios meses. “Son unos giles que salen a gastar la plata por cuanto cabaret abierto encuentran”, dicen que se quejaba”.

Varias décadas después de todo aquello, con mucha agua y mucha cárcel bajo los puentes de su vida, Pedro Armando Quevedo pide decir lo suyo. Y no es derecho a réplica ni mucho menos. El hombre quiere contar que “Ríos fue un maestro, fue el Gordo Valor de La Plata, pero él sabía que una cosa era yo y otra mi hermano”.

A partir de ahí muestra las cartas y cuenta pasajes de una vida que bien pudo ser otra. Y en cuyos capítulos centrales hay, como lo era Cajón de Piedras, otro personaje de novela: Luis Alberto “El Gordo” Valor, la leyenda viviente del hampa criollo, el terror de los bancos y los camiones blindados el hombre al que todos los días llaman para hacer una serie o una película.

LA CHAPA REPODRIDA

Pedro Armando Quevedo nació en Berisso, en el barrio de Villa San Carlos y es el menor de cuatro hermanos varones y el del medio de cuatro mujeres. En 1984 Quevedo intentó un robo al estilo “Rififí”, en un supermercado en la esquina de Montevideo y 4, en Berisso. A mediados de los años 50 se puso de moda una película policial francesa y entonces se dieron en llamar “Estilo Rififí” a los “escruches” donde los ladrones entraban por un agujero en el techo.

“Mi cuerpo rechazó la placa que me pusieron y una nueva operación era muy riesgosa. No será muy estético pero... estoy vivo”

Quevedo no contó con que una de las chapas por las que caminaba esa noche estaba repodrida y cuando la pisó sintió que algo se lo tragaba. Cayó al interior del comercio y ahí quedó, con una pierna partida en dos. No había alarma, pero el estruendo fue suficiente para que en minutos el lugar de llenara de policías.

Hacia mediados de los 80 y principios de los 90 imperaba una moda delictiva que eran los asaltos a los repartidores de cigarrillos. Sin bancarización ni dinero electrónico y con guardias que no usaban armas, las camionetas que recorrían los kioscos de la región dejando mercadería y cobrándola en efectivo, eran, como se decía en la jerga de hampa, “una uvita”.

Quevedo cuenta que en la puerta de un kiosco en la zona de 1 y 66 “hicieron” un camión de la distribuidora Silicaro y huyeron con una bolsa llena de plata. Cuando apenas se habían repartido el botín, ya tenían encima a la entonces Brigada de Investigaciones de La Plata. Ahí supo prestar servicios el comisario Mario El Chorizo Rodríguez, el que años después se convertiría en el archienemigo del Gordo Valor y sería el que le pondría los ganchos, como se le dice a la esposas, por última vez en la carrera del conocido hampón. En un reportaje concedido a un semanario de actualidad y en un pasaje del libro que escribió, Valor contó que cuando se entregó a los policías que lo tenían rodeado en el aguantadero de Villa Lugano donde se escondía, advirtió que tenían toda la intención de matarlo.

"Venían a pasarme fierro, pero si no era por El Chorizo Rodríguez no la contaba".

Dicen que ese policía que supo andar por La Plata lloró de emoción mientras le ponía los ganchos al hampón más buscado del país, al que todos llamaban "Enemigo Público N°1".

LA BOLSA CON ROPA DE LOS NENES

Al recordar el allanamiento en la casa de Los Hornos donde vivía cuando el golpe aquel al camión de Silicaro, Quevedo habla de códigos que, dice, “ya no existen”. Y cuenta que un detective que desde hacía tiempo le respiraba en la nuca, con el que incluso su hermano se había tiroteado en el barrio que todavía no se llamaba Puente de Fierro, tuvo esa noche un gesto que no olvidará.

“Yo sentado en el piso, esposado, mi familia, mis hijos llorando y la policía revolviendo toda la casa. En eso veo que este hombre va hasta una repisa y levanta una bolsa con ropa de los nenes y abajo ve la otra bolsa, la de la plata que me había tocado por el asalto al camión de Silicaro. Me miró de reojo y volvió a poner la bolsa de ropa encima de la que tenía la plata. Y le dijo a los demás: “’vamos, acá no hay nada’”.

Recuerda que esa misma noche mientras “tocaba el piano”, como se le dice al procedimiento de dejar las huellas digitales en un cartón entintado, en una pequeña oficina de aquella Brigada que hoy se llama DDI, tuvo con ese policía un breve momento a solas.

“Le tengo que dar las gracias”, dijo Quevedo.

“No se confunda, Quevedo. No lo hice por usted. Lo hice por su familia porque yo sé lo que le pasa a la familia de un chorro cuando lo meten preso. Para mí, lo que había en esa bolsa era la comida de sus hijos. Y mi problema es con usted porque yo soy policía y usted es chorro”.

“Nunca maté. Los que matan no son ladrones. Ahora, esos motochorros son unos cachivaches”

 

Pasaron más de 30 años y ese policía, ya retirado, la cuenta igual que como la cuenta Quevedo que dice que “ya casi no quedan ladrones”.

EL PANADERO QUE NO FUE

“Lo mismo que el Gordo Valor, yo nunca maté. Los que matan no son ladrones, son cachivaches. Esos motochorros de los que se habla ahora, son cachivaches”.

En la cárcel le sacó jugo al oficio de maestro panadero, el que aprendió en la adolescencia y que le ofreció otro camino muy diferente al que eligió para transitar. “Trabajé en la Monserrat, en La Paz, en la de 7 y 42. La verdad es que oportunidad para no haber sido ladrón, no me faltó. Pero en la juventud a veces no se piensa y yo no pensé”.

Pero no solo el oficio de panadero fue un camino que transitó y se negó a seguir. Cuenta Quevedo que también tuvo la oportunidad de ser futbolista.

“Jugué en inferiores en Gimnasia con Darío Tempesta y en Estudiantes con el negro Custodio Méndez. La verdad es que andaba bien. Pero no tenía botines, era jodido para poder comprar un par y andar siempre de prestado. Y un día me cansé y no fui más”.

Quevedo vive en un barrio de la periferia platense y en su cuadra todo está pintado de rojo y blanco, como su casa. “Me hice pincha una tarde en que mi viejo, que era de Independiente, me llevó a ver un partido contra Estudiantes perdía 2 a 0 y terminó ganando 3 a 2. Y yo sin darme cuenta grité el último gol. Casi nos matan, mi viejo me dijo 'no te traigo nunca más, vení solo a ver a Estudiantes si querés'. Se enojó mucho”.

Quevedo cuenta sobre la amarga experiencia de una panadería a medias con un amigo que no resultó tan amigo a la hora del reparto. Recuerda a ese Bergantín que fue su primer auto y a Marcelo Barrientos, el compañero de encierro que conoció después de la caída del techo del supermercado.

Una escena de Rififí, la película que le puso nombre a los robos por los techos

EL AMIGO VALOR

“Todas las cárceles son bravas pero Olmos es la Universidad Nacional de La Plata del delito”, dice.

En su interpretación de cómo se vive hoy en una cárcel, sostiene que la droga ha cambiado los códigos, hasta se podría decir que los ha envilecido.

En 1984 lo destinaron al Pabellón 11 de la Unidad 9 de La Plata. Era lo que en la jerga carcelaria se conoce como “un primario”, un tipo sin antecedentes, uno de esos que pierden por primera vez. Son esos, cuenta, los que con más cuidado deben manejarse porque siempre están en la mira de “los otros”. Una tarde, uno de esos presos quiso arrebatarle un paquete de galletitas. Y negarse fue una declaración de guerra.

"Yo tenía muy en claro que ahí se compartía todo, pero tampoco era cuestión de dejarse arrebatar. Este me desafió a pelear, me dijo: ‘enfierrate porque te voy a cortar’ y yo le propuse una pelea mano a mano porque en ese momento no tenía faca ni cuchillo y además, tengo que decirlo, no lo sabía manejar".

El que en un rincón del patio desgajaba la mandarina y sonreía era El Gordo Valor

 

El desafiante no era un nene de pecho. Era Lucho Pereira, un miembro de la tristemente célebre banda carcelaria de Los Pitufos y que más tarde, trasladado a Sierra Chica, integraría otro grupo de temer.

“Era del grupo de los anti chorros que lideraba Agapito Lencina y murió en ese motín”, dice Quevedo.

Agapito Lencina fue al primero que los Doce Apóstoles y buena parte de la población carcelaria fueron a buscar cuando estalló el motín de Sierra Chica, en los finales de marzo de 1996. Lo acusaban de colaborar con los guardias, de usar ese poder para someter sexualmente a los presos recién ingresados. Con su cabeza jugaron un partido de fútbol en una canchita donde un año después las autoridades del penal pusieron un plantío de tomates.

Esa tarde, en la Unidad 9, cuenta Quevedo, se las tuvo que ver con Pereira, armado con una faca.

“Yo a mano limpia, confiaba en mi estado físico para poder esquivarlo, pero estaba en inferioridad de condiciones”.

Ahí apareció en escena un personaje al que él llama “Cacho Sosa” pero que para la crónica policial argentina siempre será “La Garza Sosa”.

Oscar Hugo "La Garza" Sosa fue el primer oficial de Luis Alberto El Gordo" Valor, en esa nave de locos que fue la "Superbanda" que arrasó cuanto camión de caudales se le cruzó. En once años de cárcel, "Cacho" Sosa, se fugó cinco veces.

“Este pibe es un primario, lo dejan en paz”, dicen que ordenó La Garza. Y la pelea terminó ahí, antes de haber empezado. Y como si recreara una escena de El Marginal, cuenta que en ese momento, en un rincón del patio, sentado en una vieja silla de madera rústica, un hombre contemplaba la escena y sonreía, mientras desgajaba una mandarina.

“Tiene razón Sosa. El pibe es primario, no lo jodan”, dijo el de la mandarina.

El Gordo Valor y su lugarteniente, “La Garza” Sosa. Decenas de golpes a blindados y bancos

HACER COLA POR UNA FOTO

En adelante y en las siguientes décadas hasta la actualidad, para Quevedo ese hombre sería “El Tío” pero para el resto del mundo, Luis Alberto El Gordo Valor.

"El Tío estaba ahí por el asunto de los blindados, lo tenían en el área de máxima seguridad pero a veces andaba por el patio. Lo respetábamos todos pero él se sabía ganar ese respeto. Me ha honrado con su amistad, ha estado acá en mi casa comiendo asado. Los vecinos han hecho cola para sacarse fotos con el”.

La leyenda urbana dice más allá de la amistad que todavía los une (Quevedo muestra mensajes de texto que así lo confirman) el Gordo Valor tuvo en La Plata a “su gente” y que con ella habría dado varios golpes importantes.

Quevedo sonríe, insiste en que “hay cosas que no se cuentan” y se vuelve a poner firme para decir “de ese asunto yo me hice cargo de todo, no hay nada más que decir”.

Se refiere al asalto a la Cooperativa de Diarios y Revistas de la calle 43 entre 1 y 2, en el invierno de 2002.

“Me comí la causa yo solito”, insiste Quevedo y cuenta que fue un golpe planeado durante meses y meses. Bien al estilo del Gordo Valor, pero, se toca la cabeza con un dedo índice, “todo estaba acá”.

Mario El Chorizo Rodríguez

EL GOLPE DEL MINUTO Y CUARENTA SEGUNDOS

Dice que todo empezó una mañana de charla sobre bueyes perdidos con un amigo canillita, en Berisso. Que cuando propuso “el trabajo” se le rieron en la cara: "¿Diarios y revistas, para qué queremos diarios y revistas?", lo cargaron.

La muerte lo esperó detrás de un árbol con una baldosa en la mano

 

"Habíamos detectado que la recaudación de viernes, sábado y domingo quedaba ahí hasta el lunes. Era el producto de la venta de miles de diarios y revistas y entre las 11 y las 11.15 venía un camión de caudales a buscar la plata”.

Bien de novela es lo que sigue.

“Estuve tres meses tomando café, todas las mañanas, en un barcito que había enfrente sobre la calle 43. Tenía todos los movimientos grabados acá –se vuelve a tocar la cabeza- pero me faltaba saber cómo era el interior del lugar y no era fácil entrar”.

Cuenta entonces que encontraron un “colaborador” al que se niega a otorgarle rango de “entregador”.

“Era un canillita que se dejó acompañar hasta adentro de la Cooperativa, en el lugar donde se pagaba. Me alcanzó para hacerme un mapa de cómo era todo ahí adentro. Y cuando vi todo me dije: esto lo resolvemos en menos de dos minutos”.

Y así fue. En un minuto y cuarenta segundos y cerca de un cuarto de hora antes de la llegada del camión de caudales, la banda se llevaba en cuatro bolsas de consorcio la recaudación de todos los diarios y revistas que se habían vendido en La Plata, Berisso y Ensenada durante los últimos tres días de la semana que había concluido. Eran otros tiempos y si bien la circulación de ejemplares en papel había empezado cuesta abajo, todavía era negocio. Quevedo asegura que “a plata de hoy” fueron 300 millones de pesos.

Ese día, después del golpe comando cuenta que armaron una mesa con un tablón y tres caballetes como si fuesen a comer un asado. Pero en lugar de los platos, los cubiertos, el pan y las ensaladas desparramaron los fajos con el botín.

“El Gordo saltaba en una pata” , dispara Quevedo que como advierte que ha caído en un acto fallido, enseguida se apura a aclarar que se refiere a “otro gordo” y no a Valor. Como sea, ese robo millonario fue un verdadero escándalo para la época y se tejieron decenas de hipótesis sobre sus autores.

“Repartimos el botín y mi parte fue a parar a un freezer, escondido debajo de unos kilos de nalga para milanesa, tres pollos y una rueda de morcilla”.

A principios de junio de 2002, a un mes del hecho, la banda se cuidaba de hacer gastos que llamaran la atención. Pero la policía ya les rondaba. Quevedo cuenta que se había ido a vivir a Berazategui y que todavía no sabe por qué decidió venir a La Plata a ver a su médico, en lugar de buscarse otro por aquellos pagos. Y en otra muestra cabal de cómo la realidad se le puede reír en la cara a la ficción, Quevedo cayó en una encerrona policial en el mismo barrio, a pocos metros de donde había dado ese gran golpe, muy cerquita de donde durante decenas de mañanas había tomado el obligado café cortado, a veces con una o dos medialunas.

“En 44 y 2 me cruzaron un auto. Yo tenía puesta una gorra de lana y unos anteojos. Para mi que alguien me batió”, dice y reflexiona que a esta altura ya no le importaría saber quién fue.

“Me comí la causa yo solo. El fiscal Morán pidió 16 años. Tuve 11 reconocimientos de rostro que dieron negativo y uno solo que dio positivo. Con eso les alcanzó para meterme preso porque la plata nunca apareció”.

LA VIDA HOY

Quevedo dice que vive hoy de ese oficio que aprendió en la adolescencia y potenció en la cárcel. Se define como un gran hacedor de pan, de facturas y de pizzas que vende en el barrio y en negocios cercanos. Lo acompaña la misma mujer que conoció hace 30 años. Tiene varios hijos e hijas. Se compromete a avisar cuando “El Tío”, el Gordo Valor, le confirme otra visita a La Plata y antes de que se lo pregunte otra vez, “yo me hice cargo de todo, no hay más nada que contar”, dice Quevedo.

El millonario botín fue a parar a un freezer, debajo de unos kilos de nalga para milanesa

 

En 2009 la muerte se lo llevó de paseo y cuando parecía que se lo quedaba, lo largó. Fue una noche en la zona de la estación de trenes de 1 y 44 cuando se trenzó en una pelea con un desconocido que, cuando parecía que el incidente ya había pasado, lo esperó detrás de un árbol con una baldosa en la mano.

"Tuve hundimiento de cráneo con triple fractura. Meses en coma. Me pusieron una prótesis pero el cuerpo no la recibió. Por eso quedé así. No será muy estético pero estoy vivo”, dice y gira la cara para que se vea bien como la tiene de hundida.

“No me arrepiento de nada pero si me tocara vivir otra vida no iría por el mismo camino. ¿Y sabe por qué? Porque sé muy bien lo que es la cárcel”, cierra Quevedo, el que "caminó" con Cajón de Piedras y el Gordo Valor.

 

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