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Séptimo Día |LA MUERTE DE DON QUIJOTE

Finales tristes, alegres o raros de las mejores obras literarias

Iacopetti y el caso de los pintores: evitar la gula de seguir. Un libro de Macedonio Fernández, que tiene 50 prólogos. Los últimos párrafos de El Principito, de Ulises y de Adán Buenosayres

Finales tristes, alegres o raros de las mejores obras literarias

El artista Lido Iacopetti, delante de una de sus obras / EL DIA

MARCELO ORTALE
Por MARCELO ORTALE

19 de Septiembre de 2021 | 06:21
Edición impresa

¿En qué momento de la creación un pintor decide que está terminado el cuadro que está pintando? En su casa-taller de calle 33, donde estallan los colores, el pintor Lido Iacopetti piensa unos segundos: “…es como cuando uno come y de pronto se siente satisfecho. Entonces no hay que comer más, porque si uno sigue sería nada más que por gula. Bueno, el pintor siente que el cuadro terminó cuando está satisfecho… y eso se percibe”.

Esa respuesta de un plástico tiene correlato literario. Y explica una de las tantas formas que tienen los finales de novelas, cuentos y poemas. Y si bien no existe un manual para escribir finales de libros, la historia de la literatura es pródiga en epílogos singulares. Lo tradicional ha sido “juzgar” textos de novelas, cuentos o poemas por sus comienzos, pero también se ponen en la balanza crítica a los finales.

Macedonio Fernández sostiene que la mejor novela sería aquella que no tuviera final

 

Hay escritores que traspasan el límite de la pincelada final, que se dejan llevar por la gula creativa y -como dijo Iacopetti- le entregan al lector finales que están demás, parrafadas que se podrían haber ahorrado. Transgreden, entre otros cánones, los consejos que da Séneca en sus Tratados Morales, cuando allí definió, hace dos mil años, uno de los primeros consejos dietéticos que se divulgaron: “Hay que comer sólo hasta sentir que uno ha repuesto sus fuerzas”. Lo ideal, dice Séneca, es levantarse de la mesa con algo de hambre. En literatura no es malo para el escritor oponerse a las ganas de seguir más allá de lo que conviene. Y más allá de la belleza de un final bien cerrado, es bueno también dejar al lector con ganas de algo más.

Hace más de un siglo nació en la Argentina un pensador que se convirtió desde entonces en un vanguardista intemporal. Pasan las décadas, pasan las generaciones, las épocas cambian, pero Macedonio Fernández sigue dictando su cátedra siempre revolucionaria, para minorías metafísicas y literarias. Se recomienda leer “Museo de la Novela de la Eterna”, en donde Macedonio Fernández, en cuarenta años de redactarla, escribió cincuenta prólogos con marchas y contramarchas dialécticas, con finales donados al lector o a los críticos.

Macedonio sostiene que la mejor novela sería aquella que no tuviera final. O que tuviera un final siempre abierto. En su estudio sobre Macedonio, dice Ricardo Piglia que realidad y arte se combinan o confunden en su obra.

La tesis macedoniana puede encontrarse en cualquiera de sus frases, siempre anudadas y desatadas a la vez: “Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada. También eso me lo han dicho, repuso quizá desde la vieja, hendida Nada. Y comenzó”. Detrás de Macedonio siguen desfilando muchos. Borges, Cortázar, Marechal, los más contemporáneos, los distópicos. A todos los explica.

Existen varios rankings sobre libros con mejores finales. Allí están El Principito (Saint Exupery), Cien años de soledad (García Márquez), Lo que el viento se llevó (Margaret Mitchell), Crimen y Castigo (Fiodor Dovstoievsky), Ana Karenina (Tolstoi) y La Regenta (Leopoldo Alas). Todo es cuestión de gustos y sobre este tema hay mucho escrito.

Hace dos mil años, hablando de comida en sus Tratados Morales, Séneca dictó la primer dieta de que se tenga memoria: “Hay que comer sólo hasta sentir que uno ha repuesto sus fuerzas. Y allí, siempre con algo de hambre, hay que levantarse de la mesa”. El punto final de la comida es cuando uno se siente satisfecho. El que no le deja lugar a la gula y termina un poco antes, ése no se equivoca. “Coincidí con Séneca”, avisa Iacopetti.

Leopoldo Marechal / Web

FINALES

¿Cómo terminar El Principito? El telón de fondo de esa obra es el desierto maravilloso, el Sahara. Quien pudo ver alguna vez ese escenario infinito no necesitará ya conocer otro paisaje. El autor, Antoine de Saint Exupery, le reclama al lector estas últimas palabras con las que termina la historia: “Examínenlo atentamente para que sepan reconocerlo, si algún día, viajando por África cruzan el desierto. Si por casualidad pasan por allí, no se apresuren, se los ruego, y deténganse un poco, precisamente bajo la estrella. Si un niño llega hasta ustedes, si este niño ríe y tiene cabellos de oro y nunca responde a sus preguntas, adivinarán en seguida quién es. ¡Sean amables con él! Y comuníquenme rápidamente que ha regresado. ¡No me dejen tan triste!”

Dino Buzzati, autor de novelas y cuentos imposibles de ignorar, escribió también una novela que fue best sellers en la Italia de la postguerra, que sigue vendiéndose hoy. Se llama “Un amor” y es la historia de un joven que se enamora en Milán de una prostituta de lujo, que es bailarina en la Scala. La jovencita ignora al principio la pasión que despierta en él.

El texto desgarrador e intenso se encamina hacia el punto final cuando él la ve caminando por una calle de esa ciudad, de noche y la mira como “la cosa más bella, preciosa e importante de la Tierra. Pero la ciudad dormía, las calles estaban desiertas, nadie, ni siquiera él, alzaría los ojos para mirarla”.

Hay finales enigmáticos, como el de Oscar Wilde en “El retrato de Dorian Gray”, cuando dice: “En el suelo, vestido de etiqueta, y con un cuchillo clavado en el corazón, hallaron el cadáver de un hombre mayor, muy consumido, lleno de arrugas y con un rostro repugnante. Sólo lo reconocieron cuando examinaron las sortijas que llevaba en los dedos”.

Hay finales poéticos, como el de la elegía a su joven amigo muerto Ramón Sijé, de Miguel Hernández: “A las aladas almas de las rosas/ de almendro de nata te requiero,/ que tenemos que hablar de muchas cosas/ compañero del alma, compañero.

Al irlandés James Joyce se lo considera como uno de los principales fundadores de la literatura moderna. Su estilo trajo a la literatura el “fluir del subconsciente” y el final de “Ulises” exhibe esa cualidad creadora: “Cuando me puse la rosa en el cabello como hacían las chicas andaluzas o me pondré una colorada sí y cómo me besó bajo la pared morisca y yo pensé bueno tanto da él como otro y después le pedí con los ojos que me lo preguntara otra vez y después él me preguntó si yo quería que dijera sí mi flor de la montaña y yo primero lo rodeé con mis brazos sí y lo atraje hacia mí para que pudiera sentir mis senos todo perfume sí y su corazón golpeaba loco y sí yo dije que sí”.

“Hay finales tristes, como el de Crónica Familiar (de Vasco Pratolini). Finales indecisos con vueltas y más vueltas de tuerca, finales sorprendentes. Finales tan lírico el de Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes: “Me fui, como quien se desangra”.

Si se trata de impresionar, nada tan profundo y conmovedor como la muerte de Don Quijote, al que Cervantes le hace pelear, en el lecho de muerte, su más heroica batalla: la de dejar de ser el caballero loco, la de elegir la cordura y volver a ser quien es, don Alonso Quijano. El estudioso Luis Peñalver Alhambra dice que, con su muerte “Don Quijote se transforma en libro, muere Don Quijote, pero no el Quijote colectivo, no el Quijote de la escritura que renace en cada lector”.

“Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno”, dice en su agonía. Sancho solloza y le pide que no se deje morir.

James Joyce / Web

De pronto, el narrador sorprende en el relato: “Hallose el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió”.

Y ya no en la España, sino en la ciudad porteña, Leopoldo Marechal escribió su obra maestra, “Adan Buenosayres”, una sátira entre angelical y diabólica cuyos personajes principales son escritores, colegas suyos, designados con seudónimos. Uno de ellos, Shultze (Xul Solar) le preguntó al narrador “¿qué le parece” y la respuesta –el párrafo final de la novela- es la siguiente: “Más feo que un susto a medianoche. Con más agallas que un dorado. Serio como bragueta de fraile. Más entrador que perro de rico. De punta, como cuchillo de viejo. Más fruncido que tabaquera de inmigrante. Mierdoso, como alpargata de vasco tambero. Con más vueltas que caballo de noria. Más fiero que costalada de chancho. Más duro que garrón de vizcacha. Mañero como petizo de lavandera. Solemne como pedo de inglés”

 

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