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“Se te oxidan hasta las cerraduras”: luces y sombras del sueño de irse a vivir a la costa

Desde la pandemia no se detiene la tendencia a dejar la “locura” ciudadana y mudarse cerca del mar. Proyecto con escollos, pero posible

Hipólito Sanzone

Hipólito Sanzone
hsanzone@eldia.com

6 de Noviembre de 2022 | 03:41
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- “Lo escucho respirar, siempre, a toda hora”.

Es imposible no imaginarse recién salido de la cama, mate o café en mano para saludar en una especie de silencio cómplice a esa inmensidad azulada que es el mar o esa otra maravilla verde que es el bosque. Y que así son todos los días, invierno y verano, llueva, truene o raje el sol. Sea lunes, jueves o feriado. Es imposible no proyectar que la playa es tu patio aunque por unos pocos meses, algunas semanas en realidad habrá que compartirlo.

Es imposible no contraponer esa calma que flota en el viento con el fastidio citadino de dar vueltas y vueltas para estacionar un auto corrido a bocinazos, encerronas y dobles filas entre otras “delicias” de la vida en la ciudad.

Y ahí se empieza a hacer cuentas, diseñar planes, tratar de encontrarle la vuelta para irse a vivir junto al mar.

Hay números oficiosos que dicen que la tendencia del éxodo playero prendió fuerte durante la pandemia pero que después de ese interminable y angustioso año, el impulso tomó aún más fuerza.

Pero para poder soñar este sueño hay que estar bien despierto. No todo es dulce de leche. Hay realidades filosas, incómodas, frustrantes que no solamente pasan por el asunto económico y la ecuación más brava de resolver: de qué y dónde vivir.

“En cuestiones de empleo registrado, en blanco, hay posibilidades en algunos rubros como la gastronomía o la hotelería. Pero es común que al llegar marzo te pidan que renuncies para poder volver a llamarte en diciembre. Quién se niega entra en una lista negra. Esto es muy chico”, se sugiere.

En oportunidad del lanzamiento de la campaña “Respirá Pinamar”, el intendente Martín Yeza aseguró en sus redes sociales que el distrito que administra fue el que mostró mayor crecimiento demográfico en los últimos 12 años, con un 84%. En tanto, el aumento del dólar hizo bajar el valor de las propiedades. Entonces es que hay departamentos luminosos chiquitos y más grandes; casitas “lindas”, dúplex de diseño moderno y mansiones de película. Hay de todo entre los 50 mil y los 130 mil dólares, solo para establecer un promedio razonable, porque de esta última suma para arriba no hay techo. En cuanto a la comercialización de terrenos, un relevamiento indicó un crecimiento del 50% y que a gran parte de esas operaciones le sigue un inmediato proceso de construcción de una nueva vivienda.

SIN PRUEBA

Entre Valeria del Mar, Ostende, Cariló y Pinamar viven alrededor de 45.000 personas y uno de sus rubros fuertes, el de la construcción, tiene escasez de mano de obra, según afirman algunos emprendedores.

“El problema es que no hay período de prueba, es decir que no hay o se hace muy difícil, radicarse por un tiempo sin llegar a invertir en una propiedad”, se afirma.

Los contratos de alquiler a tres años escasean y solo es posible encontrarlos en los barrios periféricos, lejos del mar.

“El departamento idílico frente al mar lo podés alquilar con una cláusula que dice que a fines de noviembre lo tenés que dejar y en marzo se vuelve a pactar una renta por el resto del año pero siempre como límite en diciembre”.

Pero la utopía de levantarse todas las mañanas con el espectáculo del mar no sólo enfrenta escollos desde lo económico. Los hay climáticos y por cierto muy duros. Es que los inviernos en ese sector de la costa atlántica suelen ser demoledores. El frío cabalga sobre un viento al que se le fue la mano con la sal. No hay burlete que resista, grafican algunos.

“Se te oxidan hasta las cerraduras”.

Es que recién el año pasado y después de una larga espera, el Congreso aprobó una ley de reducción de tarifas de gas en las denominadas zonas frías entre las que se cuentan numerosos distritos bonaerenses. Ese beneficio solo regía para la Patagonia. En el nuevo listado entraron, entre otros, La Costa, Pinamar y Villa Gesell. Desde entonces las boletas de gas llegan con un 50% de descuento.

B.L.B, como prefiere que se lo identifique, tiene 32 años y desde los 20, con algunas interrupciones, anduvo entre Pinamar y Villa Gesell en los empleos de verano que ofrece la gastronomía. Experiencias duras pero, “sarna con gusto”, dice y cuenta de las piezas compartidas, de las noches de dormir en los depósitos de algunos balnearios donde se guardan las sillas y las reposeras.

“Al terminar cada verano se me venía el alma al piso y a pesar de que tuve oportunidades de conseguir alquilar vivienda por todo el año, nunca llegué con los números”. Hasta que en 2013 le ofrecieron trabajo en un comercio de todo el año y consiguió una casita en el Ostende de adentro, donde viven las personas dedicadas a la albañilería y otros rubros de la construcción y que en buena parte integran una fuerte comunidad de residentes bolivianos.

PLAZA BOLIVIA

“Vivo cerca de un lugar que se llama Plaza Bolivia y es vivir en otro Pinamar. Con muchos negocios, con otros precios de comida y con frecuentes fiestas y celebraciones de la comunidad boliviana con mucho baile, música y colorido. Es gente impecable en todo sentido. Hasta el año pasado viajaba todos los días en el colectivo para ir a mi trabajo en el centro. Ahora tengo una moto que me compré en cuotas.”

B.L.B está en pareja con Lucía, otra “aventurera- pionera” con una historia parecida y que asegura que “hay dos formas de cumplir este sueño: una es más difícil, más dura que la otra. La nuestra es todo a pulmón, con las dificultades de la escasez de dinero, con que un día te encontrás con que el propietario ya no quiere alquilarte más o pretende que le pagues un diferenciado por los meses de verano. Y después está la manera idílica que te muestran en internet”.

Cuando dice así se refiere a un programa de promoción de vivir en Pinamar que el municipio inició hace tiempo en la web. Lucía ironiza: “Te metés a la página y decís: esto es Disneylanda”. Claramente se nota que los testimonios que se ofrecen como “prueba” pertenecen a personas de un poder adquisitivo mayor al de Lucía y su compañero. Son profesionales con actividades que les permiten obtener una interesante rentabilidad mediante el sistema de trabajo en casa. Pero además, buceando en esas aguas, se encuentra con que la mayoría de esos nuevos colonos llegaron en calidad de propietarios.

El de Ricardo Cap, Quico, es un caso emblemático de enamoramiento feroz y las ventajas de contar con una profesión para emprender la aventura de dejar la ciudad para vivir junto al mar. Cuenta que en 1989, harto de peleas, mandó a pasear a los directivos del sanatorio platense donde trabajaba y viajó a Pinamar por un aviso pidiendo médicos “para hacer temporada”. Fue tan rápida su inserción que veinticuatro meses después juraba como concejal por la UCR. “Una vez le paré un mega proyecto a Yabrán, sin saber quién era”, ríe.

De todos modos admite que “es una comunidad bastante cerrada” y cuenta que su profesión lo ayudó mucho a abrir ese cerco social que suele tenderse sobre los recién llegados.

“En 1990 éramos 7.000 habitantes. Hoy casi 50 mil. La tasa de crecimiento ha sido de un 7% anual y muchas cosas han cambiado para bien. Ya no se vive solo para trabajar la temporada de verano. Antes, al empezar marzo, la gente de acá con el dinero producido en la temporada salía a comprar kerosene, leña, comida. Iban a Mar del Plata a comprarse ropa y volvían a encerrarse a pasar el invierno. En la vieja terminal de ómnibus la cola de los trabajadores del interior del país que se volvían después de haber trabajado de mozos o de cualquier cosa, era interminable. Hoy no es así. Muchas de esas personas se quedaron y se siguen quedando”.

RAÍCES

Como una postal de ese “otro Pinamar” , se asegura que en la actualidad unas 1.500 personas cobrarían planes sociales.

En los papeles, Martín Cap nació en La Plata pero ni bien pegó los primeros berridos sus padres se volvieron a Pinamar. A lo 31 años dice con absoluta seguridad que ahí está “el lugar donde quiero echar raíces”. Y cuenta que se crió en un contexto que no hubiese encontrado en ninguna ciudad “grande”.

“Salíamos de la escuela y nos íbamos a la playa, hacíamos travesuras que en otro lado serían cosas graves”, recuerda con cierto misterio y cuenta que empezó a formarse en una actividad vinculada con la salud y la estética pero se niega a revelar la especialidad. “Hay solamente dos en todo el distrito, no me levantes la perdiz porque se van a venir en oleada”, pide.

La dificultad para conseguir alquiler por todo el año hace difícil hacer el “periodo de prueba”

En medio del bosque de Ostende se ven las luces de la casita de Juan Carlos Montero, Sonny. El hombre ya pasó los 70 pero maneja la conectividad como un pibe de 20. Dice que por ese milagro de la tecnología aplicada a las comunicaciones, “hoy uno se puede sentir más cerca de Pekín que del vecino de la otra cuadra”.

Después de una vida intensa en la política platense, cuenta que un dia sintió que no soportaba más el clima entre comillas. Y se largó a la aventura de vivir junto al mar.

“Me agobiaba y acá encontré mi rincón en el mundo. El costo de vida es similar al de La Plata. La diferencia es que acá dejás el auto abierto y no pasa nada. Viajar a La Plata a abrazar a mis hijos y mis nietos es la única cuestión importante, urgente, que me hace recorrer esa distancia de tres horas y pico. La clave está en como tiene uno proyectada la cabeza”. Dice que no le encuentra desventajas, salvo la dificultad de los alquileres que casi no hay. Pero su balance final es contundente: “Es otra forma de sentarse a vivir la vida”. En apenas cinco años de metamórfosis marina, Montero pasó de político peleador a entusiasta y requerido cantor de tangos.

LA CHOCOLATERA

Llegó con los rigores de agosto y no tardó en percibir que le decían “la de La Plata”. Unos meses adelante, cuando tramitó un permiso para ofrecer sus chocolates caseros en una feria municipal que había visto en una placita, a sus oídos llegó otro dato: ahora le decían “La Chocolatera”. Y cuando quiso acordar, antes de terminar el verano, alguien a quien apenas conocía de vista, la saludó con un “Hola, Ani”.

Así resume Ana Fierro, docente jubilada, su proceso de adaptación a la comunidad costera a la que decidió mudarse hace ya seis años.

La experiencia de Ana bien podría tomarse como parte de lo que hay en la otra mitad de la biblioteca repecto de la experiencia del éxodo costero. Y también como ejemplo de las diferencias que puede haber entre las comunidades junto al mar. Es que Ana eligió San Clemente del Tuyú, la playa más cercana a La Plata y donde el nivel socio económico general de su población estable y turística aparecen como más accesibles.

Ana encontró, sin embargo, las mismas dificultades que hubiese encontrado en Pinamar para conseguir vivienda en alquiler durante todo el año. Pero no se rindió. Se empeñó en recorrer y preguntar más allá del circuito formal de las inmobiliarias.

“Un día acompañé a mi prima a buscar una receta a un consultorio médico y mientras esperábamos le pregunté a la chica que atendía. Me dijo que le parecía que en uno de los Riazor (una cadena de edificios frente al mar) había un departamento en alquiler por todo el año”.

En 1990 eran 7.000 habitantes. Hoy rondan los 50 mil

El encargado le permitió verlo y se enamoró del balcón: un segundo piso frente a los médanos que un poco le tapan la vista directa al mar pero que eso poco le importa porque dice que, “lo escucho respirar, siempre, a toda hora, lo siento ahí”.

Para los que gustan de los cálculos y las comparaciones, Ana acordó entonces, en 2016, un alquiler mensual de $2.500. Hoy paga una suma mayor pero no por encima de lo que pagaría dentro del casco urbano de La Plata. El edificio tiene siete pisos y con Ana son apenas cuatro almas que obviamente se multiplican en verano.

“Yo tenía la idea de que la gente de acá exageraba cuando se quejaba de la época de verano, de la invasión de los turistas. Pero cuando escuchás el primer bocinazo, el primer grito, ahí no ves la hora de que llegue marzo para que el pueblito, como le digo yo, vuelva a ser tuyo”.

Ana dice que hoy está en condiciones de decir que tiene más vida social que la que tuvo en La Plata durante gran parte de su vida. Que arranca a las 8 con el gimnasio, que sigue en su casa con el emprendimiento chocolatero, que a veces sigue el almuerzo con las amistades “de acá”. Y agrega las visitas al Centro Cultural donde “hay de todo para cursar y hacer” y algunos sábados de baile en un Centro de Jubilados al que, asegura, “va gente de 30 a 90 años”.

“En verano, al primer bocinazo no ves la hora que llegue marzo”

La docencia, el municipio, Mundo Marino, las Termas, los bancos y los comercios de “todo el año” son las principales fuentes de empleo en el invierno en este sector de la Costa donde Ana cuenta que el tema Salud puede ser complicado, aunque hay un hospital público. “No hay muchos médicos que atiendan por IOMA pero igualmente te hacen un descuento”.

“Cuando voy a La Plata me dicen que me cambió la cara. Que me nota la paz, que parezco más joven”, ríe Ana que cuenta que recién ahora, después de seis años, se acostumbró a decirle colectivo al “Amarillo”, como le dicen al micro de acá. Me cargaban porque yo, platense, le decía micro”.

Es un sueño posible de soñar despierto, aunque haya que bancarse algún nos sobresaltos.

Aunque se oxiden hasta las cerraduras, el gran premio final será la vecindad con ese gran verde amarronado o más azul, según como sople el viento esa mañana.

Cualquiera sea el punto en el mapa, será como dice Ana: “se lo escucha respirar, siempre”.

 

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