Aún los que no quieren salir, le tienen ganas a unas vacaciones
Edición Impresa | 24 de Diciembre de 2022 | 03:52

Marcelo Ortale
marhila2003@yahoo.com.ar
Algunos escritores tienen una característica dominante, que es la llevarse mal con muchas de las cosas con las que el resto de las personas suele llevarse muy bien. Los deportes, las religiones, algunas costumbres, la injusticia, la mala ortografía, las reglas sociales, el analfabetismo, los despotismos forman parte de ese nutrido catálogo de fastidios literarios. Y entre ellos figuran, también, las vacaciones.
La aversión hacia las fechas festivas por parte de una franja de escritores no encuentra una fácil explicación, sobre todo si se piensa que mucha gente se dedica a leer más libros en sus vacaciones, entre ellos los propios escritores que en esos días encuentran tiempo para poder leer. Aunque en general, a lo que se dedican es a seguir escribiendo.
Como se sabe, las vacaciones están llegando a la Argentina, en fechas aún saturadas por las tragedias shakesperianas del Mundial de Qatar, con sus tandas traumáticas de penales; con una inflación ya desconsiderada y los agotadores festejos por el Mundial de Qatar; con el silente retorno del Covid y las colas insoladas de los vacunatorios; con los consabidos panes dulces y turrones navideños y de fin de año; con los apagones y piquetes que cortan rutas por los apagones; con los trenes y colectivos amodorrados, pero con los camiones siempre ágiles para tapiar transversales y entradas estratégicas. Y además, con las vacaciones.
Por diversas razones, el período de vacaciones –visto como receso mental, como descanso para las actividades humanas-, más allá de las connotaciones burguesas que lo puedan acompañar, constituye un desafío especial para quienes tienen la profesión de escribir y que con ella se ganen o no la vida. Ocurre que la esencia del escritor no distingue el trabajo del descanso. No importa cuál de ellos corra: siempre será escritor. Bien saben de esto los editores.
El que se ocupó del tema fue Roland Barthes (1915-1980), el crítico y teórico literario francés que en su obra “Mitologías” incluyó un artículo titulado “El escritor en vacaciones”.
Dice Barthes que, contrariamente a los otros trabajadores que, en vacaciones, cambian de esencia y en las playas no son más que veraneantes, “el escritor conserva en todas sus partes su naturaleza de escritor; al tener vacaciones, muestra el signo de su humanidad, pero el dios permanece, se es escritor como Luis XIV era rey, incluso en el inodoro”. No hay paisaje marino, no hay océano, montaña ni cielos límpidos, que puedan apartar al escritor de su inveterado trono, que lo condena a perpetuidad a pensar y escribir.
La escritora argentina Claudia Piñeiro sale al cruce del mito de Barthes, que ignora el hecho, dice, de que la mayoría de los escritores contemporáneos trabaja en otras actividades para poder subsistir: “Hay un uso más adecuado de la palabra “vacaciones”, cuando se aplica a esa mitad de nosotros que se ocupa de actividades rutinarias con las que juntamos el dinero necesario para vivir y poder seguir escribiendo. Federico Jeanmaire es bibliotecario en el Congreso, Félix Bruzzone limpia piletas, Jorge Consiglio trabajaba hasta hace poco como visitador médico. Y todos, mientras tanto, escribieron lo que escribieron. Sin mencionar los que trabajamos de docentes, reseñistas, escritores fantasmas, jurados de concursos, editores, conferencistas”.
En un artículo publicado en la Revista Eñe, agrega Piñeiro: “Cuando Barthes dice, “falso trabajador, también es un falso vacacionista”, no se refiere a la mitad del escritor que cumple un horario, que tiene un jefe, que recibe un sueldo a cambio de su trabajo, que se le da vacaciones para que después rinda más. El escritor de aquí y ahora sale de vacaciones con sus dos mitades: el trabajador y el escritor. Más la mujer o el marido, los chicos, el perro y probablemente la computadora. Y se hace lo que se puede”.
TURISMO Y LITERATURA
Si hubiera que elegir a un novelista cercano a las vacaciones, un primo hermano de ellas, podría mencionarse al siempre soleado Gabriel García Márquez, a quien se le ocurrió la idea vertebral de “Cien años de soledad” cuando iba manejando su auto, en viaje de vacaciones a Acapulco.
Allí, en las curvas que llevan al mar, habrá imaginado ese imperdible principio de la novela: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y caña brava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”.
Después puede hablarse del legado de su colorida casa en Cartagena, convertida hoy en destino de excursiones turísticas. En la tropical Cartagena existe el “tour García Márquez”. Por una suma cercana a los 300 dólares los aficionados a Gabo pueden adquirir en Bogotá un billete que les concede un tour con degustación de comidas y bebidas callejeras de Cartagena, visita a la casa, guías profesionales, aunque se incluye también la advertencia de que habrá cargos monetarios por exceso de equipaje. El turismo aquí avanzó sobre la literatura.
Neruda y sus tres casas –la de Valparaíso, la de Isla Negra y la de Santiago de Chile- también hablan del mejor aprovechamiento de la vida, de su apego a lo exótico y a lo exento de ritmos ordinarios por parte del poeta chileno. Sólo un conocedor, un “viajero” –no un turista- pudo imaginar y construir esas tres mansiones de la belleza.
En realidad, en la historia, los escritores no se consideraron como turistas, sino como viajeros. El turista suele cumplir con rutinas propias, puntuales, repetidas. Las vacaciones típicas suelen manejarse con ese austero menú. El viajero, en cambio, procura descubrir lo que queda en los márgenes y busca un paisaje íntimo, cargado de connotaciones culturales que tiendan a enriquecer sus vivencias.
Henry Miller (1891-1980), que fue un viajero infatigable, en su obra “El Coloso de Marusi” sostuvo casi metafóricamente y en pocas palabras una tesis esclarecedora, cuando advirtió que todo aquel que no bebió un vaso de agua pura en una taberna de Atenas, frente al mar Egeo, “no ha viajado a ninguna parte”.
JUVENTUD DE LAS VACACIONES
Desde el punto de vista legal, las vacaciones recién llegaron al mundo. Sólo tienen 86 años de edad. Fueron creadas por el entonces recién elegido gobierno del Frente Popular francés, presidido por León Blum, que el 12 de junio de 1936 instauró en Francia dos semanas de vacaciones pagas para los trabajadores. Esas dos semanas pasaron a ser cuatro en 1968 y después, con Miterrand, se implantó la quinta semana en 1982.
Finlandia y Francia son los países europeos que más vacaciones retribuidas garantizan a sus trabajadores. En el caso de China Roja, el Gobierno autorizó y plasmó vacaciones pagas en el año 2000. A su vez, en la Argentina, fue el gobierno de Edelmiro Farrel, a instancias del entonces secretario de Trabajo y Previsión, Juan Domingo Perón, el que generalizó el derecho a gozar de vacaciones pagas a los empleados de todos los sectores laborales.
De todos modos, pese a esa formal juventud cronológica, las vacaciones existieron siempre y de ellas existen una profusa bibliografía en la Grecia Antigua y en Roma. Los griegos centraron su concepción en la teoría del ocio, que era sólo para los hombres libres. Una vasta franja de esclavos liberaba a un sector de atenienses libres de los trabajos pesados, de modo que podían dedicarse a la contemplación, que era sinónimo de felicidad.
“El escritor sale de vacaciones con sus dos mitades: el trabajador y el escritor”
Los romanos, más prácticos, construyeron caminos para su imperio y por ellos fueron no sólo los convincentes ejércitos imperiales sino comerciantes, profesionales, religiosos, escritores y otros intelectuales. Fueron millones de personas que hallaron paisajes y ciudades bellas en sus recorridas –entre estas, Atenas era la preferida- y así sentaron las bases del turismo.
Séneca, el gran filósofo del imperio, instó a los romanos a salir de su ciudad, a conocer países y gentes diferentes y en sus escritos recomendó conocer a los fascinantes río Tigris, al Nilo, al Menderes en Turquía, de modo que se lo puede señalar como uno de los primeros que aludió no sólo a posibles destinos turísticos, sino a la importancia de reconocer las múltiples ventajas que ofrecían unos días de vacaciones.
Así, además de Atenas, florecieron destinos como Corinto, Delfos, Esparta, Rodas, Troya, las pirámides o las tumbas del Valle de los Reyes en Egipto, Delos. Pompeya, Herculano. Cuando llegó la República a Roma, aparecieron las magníficas villas de recreo de los patricios en las costas y a ellas se escapaban de sus obligaciones cotidianas, para consagrase al “otium”.
Lo que llegó después está a la vista. No se sabe bien cuándo fue el big-bang del turismo universal. Las vacaciones actuales se convirtieron en sinónimo de millones de turistas encolumnados y hasta embotellados en autopistas y rutas, en viaje hacia balnearios marinos, lagos y montañas. En estos días el potente imán de las vacaciones en la Argentina se está haciendo sentir y con fuerza. Aún muchos de los que no quieren salir de vacaciones, aquellos que puedan, van a salir.
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