Matar a Perón (Parte I)
Edición Impresa | 26 de Octubre de 2025 | 03:58
Por ANDRÉS SALINERO
Esa mañana, Baroja estaba particularmente contrariado. Por no decir furioso. La bomba de 500 kilos no entraba en el avión, uno de los gloriosos Gloster Meteor Mark IV que le habían dado la victoria a los norteamericanos en la Segunda Guerra Mundial junto a los Douglas Dauntless. No había forma, ya no sabía cómo hacer. Ni la grúa ni el gigantesco malacate con su brutal desmultiplicación podían con ese peso, y menos aún con la misma forma de la bomba, ya que evidentemente ni grúa ni malacate estaban diseñados para menesteres bélicos. Todo lo cual lo movió a una súbita y por cierto paradójica reflexión: el avión que había cambiado el curso de la historia mundial se negaba a obedecer el elemental capricho de un mecánico de la base aeronaval de Punta Indio, un improbable paraje de los antiguos Pagos de la Magdalena en la costa argentina del Río de la Plata, cercano a los viejos saladeros de Atalaya y la estancia ganadera del inglés Pearson. “Mierda”, se dijo a sí mismo Baroja, en un alto en la tarea. Y ése fue todo su pensamiento, brazos en jarra, mirando la bomba como quien mira estupefacto a su hijo recién nacido saliendo de la nursery en brazos de la enfermera. Un silencio de duda invadió su mente, tras lo cual dirigió su mirada al cielo y comprobó que comenzaba a nublarse.
-¡Baroja! Gritó alguien desde un hangar. ¿Falta mucho?
El mecánico bajó de las nubes y dirigió su mirada al hangar. No vio a nadie, tal vez porque era miope de nacimiento y no le gustaba nada usar anteojos. Es que de chico había sufrido mucha discriminación (“bullying” se diría décadas más adelante) por ese motivo, si hasta lo excluían del equipo de fútbol en la escuela. “Vos no ves nada” -le decían- “y con anteojos no podés ni atajar. Mejor andá con las chicas, cuatrocchi”. Para ser exactos, eso le decía el más hijo de puta de sus compañeritos, que obviamente, era el que manejaba al grupo y decidía esas cuestiones, fundamentales por otra parte para un nene en plena construcción de su yo. En realidad, sus otros compañeritos también eran unos redomados hijos de puta, pero como fieles cómplices del hijo de puta principal, no se animaban a demostrarlo. O tal vez, todavía no habían madurado lo suficiente para asumirse como tales y obrar sin culpa alguna, algo que naturalmente harían de adultos.
-¡Dale Baroja, que hay que bombardear Buenos Aires, esto no es joda!
Le volvieron a gritar desde el hangar. “Por qué no me dejarás de joder, milico de mierda” -pensó-, tras lo cual miró hacia el hangar y gritó:
-¡Ya estamos, ya estamos! ¡Deme cinco minutos, mi sargento!
Continuará...
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