¿Qué podemos hacer con lo que EE UU espera de nosotros?
Edición Impresa | 3 de Octubre de 2025 | 02:42

Eugenio Koutsovitis
eleconomista.com.ar
Durante el último mes, Donald Trump dispuso la reinstauración -vuelta al nombre histórico- del Departamento de Guerra en Washington, bajo la dirección de Pete Hegseth. La medida, acompañada por la convocatoria de centenares de generales y almirantes destinada a reafirmar disciplina y cohesión institucional, constituyó un gesto de poder simbólico con inmediata resonancia internacional y reabrió un ciclo de centralización estratégica.
Más que un repliegue táctico, este movimiento expresa un reposicionamiento doctrinal: el hemisferio occidental vuelve a situarse como eje de la seguridad estadounidense, tal como se sugiere en el documento filtrado que diversas fuentes asocian con la próxima Estrategia de Defensa Nacional.
La consigna es explícita y consistente desde el inicio del segundo mandato: América para los americanos. Se trata de una relectura de la Doctrina Monroe que Trump reactualizó con intervenciones disruptivas hacia sus propios aliados -desde calificar a Canadá de “protectorado de facto” hasta proponer la compra de Groenlandia-, además de maniobras recientes en espacios críticos como el Canal de Panamá. El mensaje implícito es inequívoco: ningún actor extrahemisférico, particularmente China, debe consolidar influencia en Sudamérica.
El contrapeso estratégico lo constituye China. Desde el puerto de Chancay en Perú hasta las concesiones en Panamá, pasando por proyectos ferroviarios bioceánicos destinados a articular un corredor Brasil-Pacífico, Pekín despliega una arquitectura logística que desafía la primacía estadounidense en el comercio transoceánico.
En la Patagonia argentina, el interés por puertos de aguas profundas y la estación espacial en Neuquén representan la apuesta china por el sur austral. A ello se suma un respaldo diplomático constante al reclamo argentino sobre Malvinas, en claro contraste con la neutralidad de Washington.
Lo que suele escapar a la mirada doméstica argentina es que, para Estados Unidos, la ecuación se define en términos de seguridad: solo un aliado capaz de garantizar un nivel de confiabilidad semejante al del Reino Unido -miembro de la OTAN y socio histórico- podría aspirar a sustituirlo en la administración del Atlántico Sur. Ese horizonte se percibe distante, salvo que Londres, tensionado por el pos-Brexit, devenga un actor inconsistente, desgarrado por nacionalismos internos y crisis migratorias mal gestionadas.
En este contexto, Argentina aparece simultáneamente como recurso estratégico y factor problemático. Su posición frente a la Antártida y el Atlántico Sur la convierte en enclave de interés, pero su historia pendular en política exterior -capaz de oscilar entre aperturas a Oriente y alineamientos con Occidente- suscita dudas sobre su fiabilidad. El vínculo personal entre Javier Milei y Trump se tradujo en un acuerdo de salvataje financiero sin precedentes: una línea de swap de 20.000 millones de dólares y compras selectivas de deuda.
El paquete no estuvo exento de tensiones en Washington: primero entre técnicos y responsables políticos, luego con la base electoral agrícola que percibe en las exportaciones argentinas un factor de competencia adversa.
La asistencia recuerda la designación de Argentina como aliado extra-OTAN en la década de 1990, pero hoy va más allá: la dependencia financiera se transforma en condicionamientos geopolíticos explícitos. Washington exige auditorías sobre inversiones, acceso detallado a información sobre infraestructura crítica -incluida la nuclear y compromisos político-diplomáticos sin concesiones. En esa misma lista de esfuerzos se inscribe la cesión de los cazas F-16, operación presentada como modernización militar argentina pero que, en los hechos, constituye un gesto de Washington.
Depende de lo doméstico
La política interna argentina introduce un nivel adicional de incertidumbre. El oficialismo apuesta por un alineamiento pleno con Estados Unidos e Israel como ancla de estabilidad, pero la viabilidad de esa estrategia depende del respaldo electoral. Si Milei no logra consolidar legitimidad interna, Washington enfrentará un dilema estratégico: sostener a la Argentina como bastión frente a China, aun bajo un gobierno debilitado, o priorizar consideraciones partidistas y permitir que la dinámica doméstica siga su curso.
El interrogante final es inevitable: ¿existe un escenario en el que un gobierno argentino de signo político distinto del actual pueda mantener la confianza de Estados Unidos? La respuesta depende menos de afinidades ideológicas que de la disposición de esa futura administración a sostener un compromiso explícito con los intereses centrales de Washington en el hemisferio: contención de China, preservación de la cooperación en materia de seguridad y confiabilidad en el Atlántico Sur.
Un discurso opositor suficientemente proestadounidense o, al menos, claramente antichino, podría garantizar continuidad estratégica más allá de Milei. En última instancia, Estados Unidos evalúa a la Argentina dentro del prisma mayor de la competencia hemisférica, y no a partir de lealtades personales.
Ninguna de las acciones norteamericanas o chinas debe leerse en clave moral: ni lo que hace Washington es intrínsecamente malo ni lo que hace Pekín intrínsecamente bueno. Ambos son hegemones que compiten por controlar espacios y negar su acceso al otro, utilizando los recursos a su disposición. El desafío argentino es elegir con prudencia qué le conviene en función de un único norte: el interés nacional.
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