Ocurrencias: calzoncillo sospechoso

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Alejandro Castañeda

afcastab@gmail.com

Un caso inédito: un hombre acusado de perpetrar un robo en una vivienda de Villa Elvira fue absuelto por el Tribunal Oral Criminal N° 1. Se trata de un joven de 26 años que entró a robar en una casa 72 entre 4 y 5 y pudo ser reconocido por ponerse un calzoncillo del dueño de la propiedad. El titular del inmueble, un hombre de 42 años, volvía de trabajar cuando encontró la puerta violentada. Al ingresar, se dio cuenta que todo estaba revuelto, pero un vecino le contó haber visto a un hombre salir minutos antes del lugar y aportó su descripción. Con esos datos, tras el aviso al 911, la Policía realizó un operativo en las cercanías y pudo dar con el autor del hecho. Tras ser aprehendido e identificado, se confirmó que en su poder “tenía un bóxer color negro, que fue reconocido por la víctima” como propio.

El acusado, por supuesto aseguró que ese calzoncillo era suyo y llegó al juicio en libertad, ya que fue excarcelado por la Cámara de Apelaciones y Garantías.

Dar un golpe en el tendedero de ropa es algo que parece estar más cerca de la travesura que del delito. Fetichismo o no, la lencería tiene su propia escala de valor extra a la hora de armar fantasías y atraer rateros. Lo curioso, según se deduce, es que en medio del operativo despojo el intruso se habría encariñado con un bóxer del dueño de casa y hasta hizo tiempo para llevárselo puesto. Este calzoncillo sospechoso pasó a ser prueba decisiva. El bóxer decidía. Y no era fácil para poder inculparlo. Es cierto que el damnificado reconoció a ese calzoncillo como suyo, mientras el presunto ladrón lo reclamaba como dueño y usuario. Pero no era una prenda tan exclusiva como para andar pidiendo la boleta de compra. Nunca fue fácil poder rastrear calzoncillos. En estos días de atracos cuantiosos y tiroteos violentos, el eventual choreo de un bóxer en Villa Elvira no supera el calificativo de insólito. Descartado cualquier fetichismo, sin evidencias suficientes para dar con el verdadero dueño de la prenda, la causa se fue deshilachando. Si bien el hecho describía otras cosas apoderadas por el joven, al momento de detenerlo sólo le encontraron ese calzoncillo. Como es de una marca muy conocida y como el dueño de casa no podía establecer con seguridad que era de él, todo se iba diluyendo. Y encima los policías que declararon expresaron que en el momento de la detención perdieron de vista donde tenía las cosas. Ante semejante escenario y evidencias s más que dudosas, el fiscal con buen criterio, terminó desistiendo de la acusación.

Ante evidencias más que dudosas, el fiscal terminó desistiendo de la acusación

Alguna vez glosamos aquí un hecho parecido. En Ranchos, un vecino soltero y querendón se dedicaba a descolgar ropa interior femenina y llevársela a casa. Tras breve investigación fue capturado con las manos en las puntillas. La justicia le dictó un año de prisión en suspenso a este albañil boliviano que le robó a una vecina bombachas y corpiños del tendedero. Evidentemente, al hombre le gustaba la vecina más que la lencería. Y los modelos de que usaba la dueña de casa no hacían otra cosa que darle alas a sus deseos. Desde el andamio, más de una vez había mirado con ganas a esa hilera de prendas que tantos recuerdos le traían. Hasta los broches lo excitaban. Y así fue: se ratoneó, robó y cayó. Fue condenado por una jueza en lo correccional mediante el mecanismo de juicio abreviado por “hurto en grado de tentativa”.

El albañil, desde hacía tiempo venía oteando el ajuar de su vecina. Una tarde, esperó que ella se fuera, miró para todos lados, saltó al patio y en un arrebato se llevó, a manera de trofeos, las prendas de esa señora que lo venía distrayendo con sus lavados. Cuando los agentes allanaron la pieza, las pruebas del delito estaban sobre la cama. La lencería de la señora se había convertido en el rehén inspirador de un albañil que sólo quería llenar su carretilla con sostenes y bragas de esta vecina preferida. Su faena repetida era acariciar y olfatear ese vestuario para hacer realidad su fantasía. El hombre admitió todo y la denunciante recuperó sus pertenencias. El albañil se quedó sin vecina, sin coartada ni bragas. Pero la condena sirvió de escarmiento: hoy no se atreve ni a mirar un lavarropas.

 

 

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