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Clima en alerta: inundaciones e incendios afectan al planeta

La consecución de estas situaciones que se dan a nivel mundial llama a la acción urgente para mitigar las consecuencias del calentamiento global

27 de Abril de 2025 | 04:35
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El clima dejó de ser un fondo mudo. Ya no es sólo conversación de ascensor ni excusa para cancelar una cita. Ahora grita. Y lo hace con barro, fuego y destrucción. Las últimas semanas ofrecieron un abanico trágico de lo que significa vivir en un mundo donde el calentamiento global ya no es un pronóstico, sino un presente feroz. Desde Comodoro Rivadavia, en Chubut, hasta el Congo, pasando por Grecia, Brasil, Paraguay y Estados Unidos, el mapa se llenó de puntos rojos: inundaciones y fuegos que avanzan como una advertencia que nadie quiere escuchar, pero que ya es imposible ignorar.

En Comodoro Rivadavia, ese bastión del sur argentino donde el viento siempre fue protagonista, la lluvia se volvió una enemiga inesperada. El 22 de marzo, la ciudad quedó anegada bajo un temporal que desbordó canales y puso en jaque a hospitales, rutas y barrios enteros. El agua arrastró autos, historias y la paciencia de una población que hace años exige obras hídricas estructurales que no llegan. Los vecinos se organizaron por su cuenta. Porque cuando el Estado tarda, el barro no espera.

Al día siguiente, el 23 de marzo, la tierra ardía en Traiguén, región de La Araucanía, Chile. Más de 2.000 hectáreas arrasadas por un incendio forestal que devoró tres casas, empujó a decenas de personas a centros de evacuación y dejó en el aire ese olor a humo que no sólo irrita los ojos, sino también la conciencia. En esa zona, los siniestros aumentan cada año, empujados por olas de calor cada vez más prolongadas, una sequía que ya parece eterna y un modelo forestal que favorece especies inflamables como el pino y el eucalipto.

Dos días más tarde, en Brasil, el escenario fue otro pero igual de brutal. En Itapecerica da Serra, estado de São Paulo, una lluvia torrencial provocó desmoronamientos que dejaron tres muertos y decenas de heridos. Las imágenes del desastre fueron elocuentes: casas desplomadas, gente atrapada bajo los escombros, vecinos buscando con las manos lo que la topadora de la naturaleza se llevó. Las ciudades crecen, pero los drenajes no. Y cuando llueve fuerte, todo se inunda.

 

En Comodoro Rivadavia, la lluvia se volvió una enemiga inesperada hace casi un mes

 

En Table Rock, Carolina del Sur, Estados Unidos, el 25 de marzo el cielo parecía despejado. Pero bajo ese cielo, el fuego se expandía como una lengua roja sobre el parque estatal. Casi 15.000 acres quedaron calcinados. Las autoridades declararon el estado de emergencia. El bosque, reseco como nunca, ofreció poca resistencia. En la misma semana, del otro lado del planeta, Queensland, en Australia, enfrentaba lluvias monzónicas que reventaron los cauces y dejaron localidades aisladas. Lo paradójico: dos puntos distantes del globo, uno consumido por el agua, el otro por las llamas, unidos por el mismo drama: la inestabilidad climática.

En México, Reynosa colapsó el 27 de marzo. Las lluvias anegaron avenidas, hospitales, escuelas. Las redes sociales se llenaron de imágenes de colectivos bajo el agua y casas donde el nivel subía hasta las ventanas. Mientras tanto, en Europa, el 29 de marzo, Bosnia y Herzegovina sufría lo suyo: en Prijedor, más de un centenar de viviendas quedaron bajo el agua tras una lluvia intensa y repentina. Ese mismo día, en Colombia, El Carmen de Bolívar enfrentaba su propia pesadilla acuática. El Caribe colombiano, más acostumbrado a sequías y calor, miraba con asombro cómo el agua lo tragaba todo.

Una casa devorada por el agua en Comodoro Rivadavia / Web

La tormenta no dio respiro. El 31 de marzo, Grecia y Paraguay se sumaron a la lista. En Naoussa Paros, una isla turística por excelencia, las calles se transformaron en ríos y las escuelas cerraron. En Luque, ciudad clave del Gran Asunción, el agua arrasó negocios, autos y viviendas en pocas horas. La escena se repetía con variaciones mínimas: gotas, gritos y vecinos subidos a techos esperando ayuda.

En África, el 2 de abril, Agbor, Nigeria, se convirtió en un lodazal donde los caminos desaparecieron. La precariedad de los drenajes en zonas urbanas vulnerables multiplicó los efectos de la tormenta. Al día siguiente, Nashville, Tennessee, una de las joyas del sur estadounidense, también caía bajo el peso de la lluvia: inundaciones repentinas, casas sin luz, gente evacuada.

Los días que siguieron fueron una sinfonía trágica. El 3 de abril, en Brownsburg, Indiana, y también en Oaklawn, Arkansas, las tormentas golpearon con violencia. En Frankfort, Kentucky, el 5 de abril, el río se desbordó y se llevó lo más triste: la vida de un niño que fue arrastrado por la corriente. Aurora, Indiana, se sumó al listado el 6 de abril. Las imágenes eran una repetición con distintos escenarios. Todo empapado, todo perdido.

El 7 de abril, Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo, volvía a sufrir una inundación feroz, como tantas veces en su historia reciente. Lo mismo ocurría en Río de Janeiro, Brasil: deslizamientos de tierra, casas derrumbadas en las favelas, gritos desesperados entre el barro. Lo de siempre, lo de nunca. La geografía del desastre se amplía.

Cada uno de estos eventos podría pensarse como algo aislado. Pero no lo son. Son las piezas de un rompecabezas mayor que el negacionismo climático ya no puede desarmar. Las emisiones de gases de efecto invernadero siguen creciendo. Los polos se derriten. Los océanos se calientan. Las lluvias llegan donde antes no llovía. Los incendios se encienden solos. Los gobiernos, en general, van atrás. Los pactos climáticos se firman con entusiasmo y se incumplen con indiferencia.

 

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